Era el 13 de noviembre del 2007, hoy hace exactamente quince años, cuando un portavoz de la Zarzuela anunciaba que la infanta Elena y su marido, Jaime de Marichalar, habían decidido "cesar temporalmente su convivencia", una frase excesivamente enrevesada para decir lo que todo el mundo comprendió: que se separaban y, posiblemente, se divorciaban. Hay que recordar que era aún la era en que a Zarzuela le gustaba mantener las formas y hacer ver que eran una familia feliz, campechana, humilde y, sobre todo, unida, una imagen que no se correspondía con la realidad, como pronto iba a descubrir toda España.
Pero aún quedaban algunos años para que supiéramos todos los detalles de lo disfuncionales que era la familia real. Muchos querían creer todavía el mito y pensar que Juan Carlos, Sofía y sus hijos eran un faro moral revestidos de las más altas cualidades. Otros, sin embargo, no se llevaban a engaño: los rumores sobre peleas y desavenencias entre los duques de Lugo habían sido intensas durante años, sobre todo después del 2001, el año en que Jaime de Marichalar sufrió una isquemia cerebral mientras hacía deporte en un gimnasio de Madrid.
Doce años de matrimonio
Sea como fuera, aquel anuncio del "cese temporal de la convivencia" ponía fin a doce años de matrimonio (los duques se casaron el 18 de marzo de 1995 en la catedral de Sevilla) y un brevísimo noviazgo previo. Dicen personas entendidas que la pareja se conoció en París, donde él trabajaba en la banca y ella estudiaba Literatura Francesa. Por aquel entonces, la infanta estaba muy enamorada del jinete olímpico Luis Astolfi, un muy atractivo y elegante sevillano. Pero este no pudo aguantar la presión mediática y no se vio perteneciendo a la familia real, con todas las obligaciones que ello conllevaba, y viajó a Francia para poner fin a su relación. Aunque siguieron siendo muy buenos amigos, la infanta Elena quedó devastada y, cuando Jaime de Marichalar apareció en su vida, le sirvió de paño de lágrimas.
Cuentan también que Marichalar, proveniente de una familia aristocrática soriana (sus padres eran los condes de Ripalda), no le hizo ascos a la fama y que se esforzó lo indecible para camelarse a la infanta. Atributos a su favor, desde luego, tenía. Sus modales eran exquisitos, tenía elegancia de sobras (aunque con los años fue adquiriendo mucho más glamur) y su pedigrí era perfecto. A Sofía le gustó enseguida (o eso se cuenta). A Juan Carlos, no tanto: se dice que siempre lo vio un tanto rancio y no se acabó de fiar nunca de él.
El 24 de noviembre de 1994, una tarde muy fría de invierno, la Zarzuela convocó a los medio para anunciar que la hija mayor de los reyes se casaba. La sorpresa fue notable, básicamente porque prácticamente nadie sabía quién era aquel Jaime de Marichalar. Apenas se le había visto con la infanta (todo lo más había unas fotos de ambos paseando por París) y poco se sabía de él.
Una de las transformaciones más impactantes
Pero aquello no fue obstáculo para que la maquinaria propagandística de Casa Real se pusiera a funcionar a todo gas: Jaime Marichalar pasó de inmediato a ser de Marichalar, lo cual siempre añada cachet, y su currículum se hinchó con unas carreras y una experiencia profesional que fueron un tanto exageradas, como también lo serían en el caso de Urdangarín unos años más tarde.
La boda fue, como decíamos, en Sevilla. Personalmente, creo que fue la más bonita y emotiva de las protagonizadas por los hijos de Juan Carlos y Sofía. Además de que es difícil de superar la belleza solemne de Andalucía, los sevillanos se lanzaron a la calle y se respiraba mucha alegría. La novia, además, estaba muy guapa, con un vestido de Petro Valverde que la favorecía.
Aquello fue el pistoletazo de salida de una de las transformaciones más espectaculares que se recuerdan. La infanta Elena fue una perfecta Pigmalión en manos de su marido, el cual, por todos los defectos que tenga, hay que reconocerle un gusto exquisito para la moda. La hija mayor de los reyes, que hasta entonces no había destacado precisamente por su elegancia --más bien lo contrario--, se convirtió en la mujer más glamurosa de España. Algunos de los outfits se convirtieron inmediatamente en icónicos y su armario se llenó de las mejores firmas de la alta costura, de Lacroix a Chanel pasando por Oscar de la Renta. Personalmente, creo que es muy difícil superar ese abrigo capa en fucsia que llevó la infanta Elena a la boda de Mary Donaldson con Federico de Dinamarca. Por no hablar de la maxipamela de plumas que se puso para el enlace de su prima Alexia de Grecia con el economista Carlos Morales.
Problemas en el paraíso
Pero detrás de tanto glamur se escondían problemas. Ambos tenían temperamentos opuestos y gustos demasiados diferentes: a él le gustaba la jet set; a ella, madrugar para ir a entrenar con sus queridos caballos. A él le encantaba salir; a ella, quedarse en casa. Como pasa en muchos matrimonios, el amor por sus hijos los mantuvo unidos, pero llegó un momento en que se dieron cuenta de que no había nada que hacer.
Dicen que el punto de inflexión llegó con los problemas de salud de él. Cuentan que el matrimonio ya estaba por entonces muy deteriorado, pero que la infanta, por pura lealtad y dignidad, decidió seguir al lado de su marido en aquellos momentos tan difíciles. Incluso fue con él a Nueva York para que el duque se tratase con Valentí Fuster.
De vuelta a España, cuando él ya estuvo lo suficientemente recuperado, ambos empezaron a hacer vidas completamente por separado. La reina Sofía, consciente de las dificultades, pero con un concepto muy religioso de la santidad del matrimonio, pidió a su hija que no se separara y que siguieran juntos. Se dice que, por el contrario, Juan Carlos, bastante menos remilgado, apoyó a su hija en sus ganas de separarse. También su hermana Cristina, con la que siempre ha estado muy unida.
Una semana antes de hacerse público el comunicado de la separación, ella abandonó el hogar con sus hijos y se refugió en la Zarzuela. Sofía, que tenía previsto acudir con el rey a la XVII Cumbre Iberoamericana (la famosa del "¿por qué no te callas?" que le lanzó Juan Carlos a Hugo Chávez), anunció de repente que no viajaría por no encontrarse bien. En realidad, decidió saltarse por una vez su papel de reina y centrarse en sus nietos, Felipe Juan Froilán y Victoria Federica. Los niños, que habían visto mucho nerviosismo en casa y también algunas peleas, necesitaban apoyo y cariño familiar.
Para mantener las apariencias, cuando se hizo público el comunicado, Zarzuela dejó claro que no se trataba de una separación definitiva y que Jaime de Marichalar continuaba siendo duque de Lugo. Pero nadie se llamó a engaño y Marichalar comenzó a experimentar en carne propia lo que era dejar la familia real. De repente, muchos favores se acabaron y muchas personas le dieron la espalda. Algunos consejos de administración dejaron de requerir sus servicios y personas que antes le reían las gracias ahora no le contestaban el teléfono. La maquinaria propagandística de Zarzuela le jugó algunas malas pasadas y en alguna que otra pieza se le hizo responsable de todos los males del matrimonio. Él, todo hay que decirlo, se comportó admirablemente y no abrió la boca. Podría haber dado entrevistas --le habrían pagado un pastón-- pero prefirió un elegante silencio. En esto, qué duda cabe, siempre ha sido un señor.
Vidas por separado
Después de la separación, ella se centró en sus amigos de la hípica, en su trabajo para la fundación Mapfre (es Directora de proyectos sociales y culturales) y en sus amigos de toda la vida, los fieles que la han acompañado siempre. Él también se refugió en sus amistades y, con los años, se convirtió en asesor de su gran amigo Bernard Arnault, presidente del conglomerado del lujo LVMH, propietario, entre otros, de Louis Vuitton.
Las relaciones entre ambos fueron distantes y muy secas y tan solo coincidieron en contadísimas ocasiones por el bien de sus hijos. Se les vio en las comuniones de Victoria Federica y de Felipe Juan Froilán. Cuando la condesa de Ripalda, madre de Jaime, sufrió un ictus, la infanta Elena se acercó al hospital a visitarla. También acudió a su entierro meses más tarde.
Cada uno ha seguido su camino y la verdad es que, quince años después de su separación (el divorcio se hizo oficial en enero del 2010), a ambos se les ve mucho mejor que cuando estaban juntos.
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