Los ricos, los poderosos, tienen un aura de inaccesibilidad que los convierte en personas cuyo envidiable e inalcanzable estilo de vida ha sido siempre un plato especialmente suculento para los creadores de ficción. A menudo esa insalvable distancia ha sido cubierta con la imaginación de quien desea tener lo que ellos tienen, como si en su lujosa existencia hubiese más drama, glamour e intensidad que en la de las modestas y monótonas vidas de los plebeyos. En el extremo opuesto hay tipos como el cineasta sueco Ruben Östlund, que prefieren completar el relato de esa impenetrable intimidad con humor, degradación y mezquindad, tal y como ha hecho en El triángulo de la tristeza, la sátira con la que ganó la Palma de Oro en Cannes.

Parece que en el festival de cine más elitista del mundo les gusta reírse de sus propias excentricidades, pues Östlund ya consiguió allí la máxima distinción con The Square (2017), una película en la que retrata la ridícula impostura que encierra eso que se conoce como el mundo del arte contemporáneo. Con su último trabajo, el realizador nórdico opta además a tres Oscar: mejor película, mejor dirección y mejor guion original.

El triángulo de la tristeza parte de la representación extremadamente cínica y superficial de la industria de la moda, para elaborar desde ahí un estrambótico delirio capitalista abocado al colapso.

La película se divide en tres actos: el primero presenta esa alta sociedad marcada por las apariencias donde "no es sexy hablar de dinero" y las relaciones personales son solo business. El segundo acto transcurre en un lujoso yate donde se crea un microcosmos en el que se aprecian tres estratos sociales bien diferenciados: los clientes (clase alta), azafatas y servicio (clase media) y las trabajadoras de limpieza y maquinistas (clase baja). Por último, la caótica detonación de este microcosmos los lleva a una isla desierta donde la caricatura se invierte y el poder cambia de manos, pero el sistema, podrido desde sus cimientos, mantiene la misma dinámica entre la clase dominante y la dominada.

Este film está concebido como una comedia y podemos reírnos pensando que la cosa no va con nosotros, que todos ellos son demasiado odiosos y excéntricos, pero también es cierto que todos tienen algo de esa bajeza moral irremediablemente humana en la que es posible ver representados muchos de los vicios de un sistema social defectuoso.

Los personajes son tan ridículos y miserables que parecen reales. Desde la pareja protagonista, dos modelos (Charlbi Dean y Harris Dickinson) cuya relación se basa en lo bien que quedan juntos en las fotos de Instagram; hasta el capitán del yate (Woody Harrelson), que necesita estar en un estado de ebriedad perpetua para acallar el conflicto entre sus ideales marxistas y su empleo; pasando por un oligarca ruso (Zlatko Burić) que, literalmente vende mierda; o la encargada de limpieza de retretes (Dolly de Leon), ejemplo de que no hay nada más corrosivo que el poder.

Charlbi Dean y Harris Dikinson en 'El triángulo de la tristeza'

La incomodidad de esta ácida sátira se vuelve especialmente indigesta en escenas como la discusión entre la pareja de influencers por ver quién paga la cena en un restaurante, el despotismo de la mujer del oligarca cuando ordena a toda la tripulación del yate que "disfrute del momento" saltando por el tobogán, o el escatológico festival de vómitos y excrementos en la cena del capitán. Östlund explora los límites de la repulsión que el espectador es capaz de soportar, recreándose con gusto en la degradación del concepto de alta sociedad.

El realizador sueco coloca el foco sobre exponentes caricaturizados de lo que significa el éxito en un sistema que premia la ausencia de valores. El triángulo de la tristeza capta el pulso de un tiempo en el que parece que el ser humano se ha cansado de sí mismo, una película que cuestiona hasta qué punto es posible reírse de una parodia que podría no serlo, hasta qué punto pueden dar asco los ricos y si es lícito comprar el discurso de que cualquiera en su posición actuaría igual que ellos.