Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es uno de los responsables de que hoy en día seamos capaces de hacernos una idea sobre el calado que tuvo la Guerra Civil en la literatura gracias a la excelente confección que hizo con Partes de guerra (Catedral), una novela colectiva sobre los efectos de la contienda a partir de 35 relatos. Las historias de Manuel Rivas, Chaves Nogales, Ramón J. Sender o el propio Pisón tejen en un solo volumen uno de los mejores testimonios sobre el gran acontecimiento que marcó el siglo XX español.
Sin embargo, como suele pasar con los rastreadores de historias, quedarse en el 39 no fue suficiente para el escritor zaragozano y por eso ha vuelto con Castillos de fuego (Seix Barral), un minucioso retrato panorámico del Madrid de la primera posguerra. Maestro realista, Pisón reconoce haber tratado de construir una "novela total dedicada a Madrid a la manera galdosiana" porque, como él mismo indica: "Hablar de Madrid es hablar de toda España".
Eloy es un joven tullido que trata de salvar de la pena de muerte a su hermano encarcelado; Alicia, una taquillera en un cine que pierde su empleo por seguir su corazón; Basilio, un profesor de universidad que afronta un proceso de depuración; Matías el falangista se enriquece traficando con objetos requisados y Valentín es capaz de cualquier vileza con tal de purgar su anterior militancia. Costureras, estudiantes, policías: vidas de personas comunes en tiempos extraordinarios.
La epopeya es lo peor, un género literario en el que se celebra el derramamiento de sangre
El libro fluye a través de un protagonismo coral en el que queda plasmada la sociedad de una época marcada por la violencia y la incertidumbre. "El título hace referencia a una expresión pirotécnica, pero también alude al lenguaje bélico y es que en aquella época seguía celebrándose el fin de una guerra que para muchos aún no había acabado".
Hambre, estraperlo, chabolismo, represión política, encarcelamientos, fusilamientos y exilio, Castillos de fuego muestra un Madrid violento, donde seguía habiendo armas de la guerra y los vencedores disfrutaban del botín mientras Europa se desangraba. "Para los que vivieron aquello fue dramático, pero para los novelistas todo aquello es muy interesante, pues no ha habido en la historia reciente de España unos años de paz y a la vez tan atroces".
Pisón huye del heroísmo para no caer en una versión maniqueísta de la historia en unos años que no tienen nada de heroico. "La epopeya es lo peor, un género literario en el que se celebra el derramamiento de sangre, si de algo huyo es de darle un cariz épico a mis historias", explica el autor.
"Aquellos años fueron clave para definir el futuro de España, pasaron muchas cosas en muy poco tiempo. Es sorprendente, porque en los 30 años siguientes, la sensación es de que no pasaban tantas cosas, parecía que estaba todo estancado, como si el tiempo no terminara de pasar". Y es que, tal y como muestra la novela, la España del 39, donde parece que en Europa va a acabar imperando el fascismo, es muy distinta a la España del 45, cuando la utopía nazi ha sido derrotada y los sistemas parlamentarios reinstauran su orden.
Me cuesta creer que en los años sesenta hubiera en España una mayoría antifranquista
"Todo eso tiene una influencia directa en la vida de la gente corriente que es lo que a mí me interesa", reconoce Pisón. Para ello, el escritor zaragozano ha podido acceder a memorias, libros de investigación histórica, hemerotecas, con los que, a pesar de esa distancia de 80 años, ha podido reconstruir esa época hasta en sus detalles más modestos. No faltan anécdotas como el vacío legal con respecto a las castañas en la cartilla de racionamiento o la pesca de carpas del Retiro, algo que Pisón recuerda haber sacado de las memorias de Gila.
El escritor reflexiona sobre la ausencia de intelectuales en aquella España dominada por el nacionalsindicalismo. "Era imposible que regresaran a España hombres como Ortega y Gasset, que había sido admirado por algunos falangistas. Pues los liberales eran los culpables de la democracia. En el libro aparece Dionisio Ridruejo, que rompe con Franco porque le parece poco nazi, y luego está Jacinto Benavente, que había dado discursos en favor de la República y a partir del 1 de abril busca la aprobación del régimen". Pisón asegura que en aquella España sólo podían permanecer dos tipos de intelectuales, el que era muy adepto a la causa o el que hacía un gran acto de contrición pública y acusaba a los que habían sido los suyos, un ambiente extraordinariamente marcado por un envilecimiento general.
"Aunque fuera por omisión, el hecho de que Franco muriera en la cama fue gracias a la complicidad de la sociedad española. El país aceptó la dictadura de Franco como parte de su destino. Me cuesta creer que en los años sesenta hubiera en España una mayoría antifranquista".
Sin embargo, Pisón evita cualquier tipo de reproche o juicio temerario al comentar este asunto. "No podemos arrogarnos el privilegio de juzgar el pasado, porque nunca nadie sabe lo que habría sido capaz de hacer", aclara el escritor.
Aunque eso no quita para que siga viendo ciertos paralelismos al comentar la crispación y el auge de la polarización de los últimos años. "Siempre habrá una parte de la sociedad que se deje seducir por la llamada de la imposición autoritaria, frente a eso tenemos que reivindicar que el mundo es muy complejo y analizarlo sin dejarnos llevar por eslóganes que, de uno y otro lado parece que quieren enfrentarnos".
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