Nos falta algo. Ya quedan muy pocos genios, y menos que nos den música de calidad. Si fuera una estrella, sería color púrpura, claro. Quién sabe si lo es. Puede ser lo que él quiera. Hoy, en el aniversario de su sórdida muerte física y química (fentanilo) recordamos a Prince Rogers Nelson, el icónico ser iluminado con el don de la creatividad infinita.
Sus ademanes de sobrado, y hasta el estilazo que le obligaba a calzar unos zancos de tamaño descomunal le dotaron de un aura de intocable que supo explotar muy bien. Así los defectos no aparecían y se sublimaban a la categoría de indistinguibles de la virtud. Pocos le imaginan apoyando proyectos de ayuda a la infancia como Yes We Code, que buscaba empoderar a jóvenes de escasos recursos a través de la educación en programación. Un lienzo de esperanza, pintado con los colores del cambio. No lo parece, pero es que él también fue niño. Y le pilló la tele por la calle sin ir al cole en un día de protestas.
Ya apuntaba maneras. Hablaba como un Príncipe de las palabras. Pues padecía pasión secreta por la literatura. En su inquietud, cuentan que había comenzado a escribir su novela en los años 90. Pero el tiempo y los éxitos dejaron el manuscrito en paradero desconocido justo sobre el limbo de lo desconocido, esperando ser redescubiertas y compartidas con el mundo. Ocurrirá. Serán la letra de una canción sin estrenar. Era tan emocionante “pinchar” sus nuevos temas, siempre sorprendentes… ya en los 90 incluía interactividad e inteligencia artificial en sus vídeos.
Recuerdo en las mañanas de estreno de “lo nuevo de Prince” en antena, imaginarlo en su “casa de los mil espejos” de su estudio y hogar, Paisley Park. Ese lugar en el espacio físico, de apariencia casi mística, esconde la curiosa peculiaridad de que las paredes están cubiertas de espejos. Allí el genio buscaba inspiración. Encerrado entre reflejos infinitos, es precioso imaginar al Príncipe Púrpura componiendo sus melodías, dejándose llevar por el juego de luces y sombras que se proyectaban en ese laberinto de cristal.
Un septenal sin excentridades, titulares incomprensibles, pequeños escándalos y, sobre todo, conciertos del inolvidable innombrable
Son muchos, siete años. Un septenal sin excentricidades, titulares incomprensibles, pequeños escándalos, discos sorpresa, producciones ocultas y, sobre todo, conciertos del inolvidable innombrable. Si, lo fue un tiempo por decisión propia, hasta que se le pasó. Puso en jaque a la industria acabando el siglo pasado negándose a atender como Prince y obligando a la revista Billboard a crear, en una época mucho menos informatizada, el carácter de su símbolo para referirse a él. Muchos se vengaron sibilinamente calzando un AFKAP (Artist Formerly Known As Prince). Pudo ver con sus ojos el fin de año del milenio, y lo celebró con un concierto por cable. Llevaba ya algún tiempo celebrándolo.
No esperas saber que ha muerto Prince. Si ves su símbolo en las noticias es porque crees que la ha vuelto a liar, o va a lanzar una nueva línea de productos. Tuvo tienda propia en el Candem londinense, y ahí que me hubieras encontrado, pujando por la pandereta que lució su querida Mayte en el vídeo de Diamonds and Pearls.
Sí. Definitivamente fui timado en el “NPG store”. Ni sale Mayte, ni toca la pandereta en este vídeo. Pero la ilusión y un café bien valió aquellas libras. Protestar ya es imposible. No queda nada de aquel espacio que se estrenó con una de las primeras “cápsulas del tiempo” de las que hablaba el pop. Metió sus cosas en un largo cilindro cromado de tapa transparente en el suelo que desconozco si sigue ahí, en el restaurante rápido de pollos que ahora ocupa ese espacio. Tampoco lo saben sus fans, que solamente pueden afirmar que según la biografía Slave To The Rhythm de Liz Jones, todas las existencias de la tienda de Camden fueron compradas por Adrian Horton, que ahora vende una fantástica variedad de recuerdos y música de Prince.
El día antes de morir fue visto en el médico, en Minnetonka. Por lo visto una semana antes ya había sufrido algún disgusto que la prensa no pudo reflejar. Una sobredosis de opioides amenazó con robarle la vida antes de tiempo, pero el destino aún no estaba sellado. Tuvo que ser en su casa, donde tantos ecos de éxitos resonaban, donde nos dejó. El informe forense habló: fentanilo, el opioide que silenció al Príncipe. Una dosis letal, incluso para aquellos con tolerancia. Hoy hace siete años, se le fue la mano con la que tocaba magistralmente sus guitarras.
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