Dice Joaquin Phoenix (Puerto Rico, 1974) que es mejor no entrar al cine "colocado de setas" para ver Beau tiene miedo, el último trabajo de Ari Aster (Nueva York, 1986). Esta fue la respuesta del oscarizado actor cuando se enteró de que existía un reto entre universitarios que consistía en tomar setas alucinógenas antes de ver su última película.
Y es que no es necesario sugestionarse con drogas para experimentar un onírico viaje de tres horas de duración, escrito y dirigido por el autor de Hereditary (2018) y Midsommar (2019). En su último film, que se estrena este viernes 28 de abril en España, Aster hace que te revuelvas de risa y miedo en tu asiento mientras tu mente viaja por una ilógica sucesión de disparates que acaba teniendo el mismo inexplicable sentido que los sueños.
Acostumbrado a mezclar humor negro y terror, el cineasta estadounidense hace en Beau tiene miedo un ejercicio de experimentación en el que se desmarca del cine de género, que tan buen resultado le ha dado en sus anteriores trabajos, para volar por los aires cualquier tipo de etiqueta posible. La productora independiente A24 ha concedido a su director talismán (consiguió su primer gran éxito gracias a Hereditary) libertad absoluta para grabar una película indie tremendamente arriesgada con un presupuesto propio del cine comercial (35 millones de dólares).
Caricatura social, thriller psicológico, fantasía, aventuras, drama familiar... Aster ha metido en una coctelera una innumerable cantidad de ingredientes temáticos y autoreferenciales cuyo resultado es este indigesto e inquietante film.
Para ello, el cineasta se apoya en la estoica interpretación de Joaquin Phoenix en el papel de Beau. Tras hacerse con el Oscar gracias al Joker de Todd Phillips, Phoenix vuelve a meterse en la piel de un protagonista marginal, extravagante y patético, cuya complejidad es directamente proporcional a los traumas y miedos que inundan esta enrevesada trama.
Beau tiene miedo, pero sobre todo tiene dolor, mucho dolor. Aster tortura sin piedad a esta especie de Ulises del subconsciente en su viaje hacia el origen de todo, la casa de su madre. Sin embargo, en esta angustiosa odisea Beau es casi más un protagonista pasivo que un héroe que persigue su destino. En esto la película se sirve del estereotipo de víctima insultantemente vulnerable que suele protagonizar el cine de terror.
En su camino, este asustadizo esparrin tiene que lidiar con los peligros de una no tan distópica ciudad en la que vicio, drogas y pobreza impregnan sus calles, donde los niños compran escopetas en mercadillos y los policías disparan antes de preguntar. Un lugar habitado por yonquis, prostitutas y demás representantes del lumpen que aluden a unas imágenes que recuerdan a los retratos que nos llegan sobre la crisis de los opiáceos en Estados Unidos.
El asunto de la adicción a las drogas legales aparece expuesto, de manera más desvergonzada si cabe, en la segunda parte de la película, cuando Beau es retenido en una una familia aparentemente decente que se autoadministra pastillas como si fuesen caramelos. La medicación contra la ansiedad o el dolor, presente desde el principio del filme, funciona también como un narcótico para el espectador haciéndole partícipe de este sueño convertido en pesadilla.
Tras los dos primeros escenarios en los que terror, humor y crítica social descolocan por completo al espectador, la única solución para entender este viaje pasa por dejarse llevar. La odisea de Beau pasa entonces por una fantasiosa y estimulante transición en la que el relato se pierde en una críptica fabula que sólo su autor comprende, reincidiendo en ese interés de Aster por los rituales primitivos. Este breve paso pacífico por una comunidad hippie que vive en el bosque, precede a un inexplicable delirio final consumado tras la conclusión del camino.
Más de dos horas después del inicio, Beau acaba llegando a su destino donde afloran sus peores traumas y miedos. Bajo el techo familiar, este torturado protagonista muestra la otra cara de su carácter, una menos inocente que trata de rebelarse contra su progenitora, justificando ese sentimiento de culpabilidad por el que acaba siendo juzgado.
Al final, tras el desconcertante bombardeo de penurias, sufrimientos y calamidades que tiene que soportar el pobre Beau, solo queda la evidencia de su origen: la relación madre-hijo. Criado a partir de chantajes emocionales, este niño nunca dejará de serlo por mucho que crezca, pues es incapaz de luchar contra la madurez de tomar sus propias decisiones. Un niño eterno condenado a un miedo omnipresente por decepcionar a su madre y no ser capaz de corresponder su amor como es debido, relegándole a una constante sensación de culpa en la que nunca nada es suficiente.
En Beau tiene miedo, Aster juega de manera descarada con unas reglas que únicamente él conoce, invitándote a participar de su delirio sin preguntarte por qué deberías hacerlo. Ante tal escenario sólo quedan dos opciones: rendirte a su locura y admirar su capacidad para hacerte viajar, o sublevarte y rechazar una voladura de cabeza de tres horas en la que el argumento no para de escurrirse entre tus manos.
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