Es un olvido cruel, una laguna en la historia y la memoria que se prolonga más de dos siglos. Ni siquiera entonces se les tuvo en cuenta. Fueron el último eslabón de una tropa militar británica que llegó a España para ayudarnos a expulsar a los franceses. Sufrieron, murieron y fueron olvidadas. Hoy nada las recuerda. Su presencia fue entonces similar a las del equipaje o los pertrechos propios de una batalla de comienzos del XIX. Para ellas no había lugar en los carros, ni siquiera cuando resultaban heridas. Aquel medio de transporte estaba reservado para las armas, los hombres heridos y la comida. Ellas debían avanzar a pie, lloviera o nevara. Tuvieron que aprender a sobrevivir con la mitad de ración de comida que la de sus maridos, que la de los soldados. También a convivir con sombras de duda infundadas sobre su reputación lanzadas por quienes se preguntaban qué hacían aquellas mujeres dentro de un batallón repleto de hombres. En los relatos son un número aproximado, no tienen nombre ni pasado, simplemente no figuran, como si nunca hubieran existido, apenas una estela difusa que acompaña a un ejército de 31.000 hombres.
Eran las ‘seguidoras del campamento’. Pisaron pueblos de Castilla y León y Galicia. Lo hicieron en condiciones muy duras durante seis meses infernales, entre julio de 1807 y enero de 1808. El suyo fue un viaje de rescate a España de las garras napoleónicas que terminó en dolorosa huida desde Salamanca hasta A Coruña. Aquellas mujeres era sus esposas, las madres de sus hijos que, más por miseria que por amor, se vieron abocadas a seguirles, a acompañarles a ‘la guerra portuguesa’ primero, y a ‘la española’ después, para librarles a ambos de las tropas de Napoleón. En Ciudad Rodrigo, en Astorga, en Villafranca del Bierzo, en La Bañeza, en A Coruña…
Es la historia más oculta de la casi desconocida retirada de las tropas británicas tras comprobar sus escasas opciones de victoria. Sin el apoyo de la infantería española, diezmada y anticuada, a Napoleón le bastaría un paseo triunfal para acabar con ellos. La única salida que la superioridad del ejército francés y el invierno inclemente les dejó fue regresar a su país. Por el camino hacia el puerto coruñés, una odisea de montañas, frío, nieve, hambre y muerte diezmó las tropas y dejó entre sus víctimas a cientos de mujeres jóvenes, las ‘seguidoras del campamento’ y a sus hijos.
La decisión de participar la tomaron ellas. Lo hicieron considerándose unas privilegiadas por haber sido elegidas en el sorteo para ocupar una de las plazas. En el Reino Unido aquella excepción por la cual las esposas podía acompañar a sus maridos en la guerra estaba regulada desde hacía tiempo. Permitía que un 6% de los soldados pudieran ir acompañadas de sus esposas. Fueron cerca de un millar las que se embarcaron en aquella misión. Lo hicieron tras abandonar Irlanda, Escocia y otros puntos de Reino Unido. Nadie les forzó salvo las circunstancias.
Un 6%, esposas de los soldados
Aquel paso fue en realidad un salto de una miseria a otra, de la paz a la de la guerra. Las seleccionadas por sorteo para integrar el grupo de ‘seguidoras’ se integraban en un ejército en el que apenas tendrían derechos. El viaje de las tropas británicas había comenzado tiempo antes en Portugal. También allí se implicaron en la expulsión de las tropas de Napoleón. Después cruzaron a España para continuar con aquella tarea.
De la Guerra de Independencia española apenas han trascendido los logros, como el Dos de Mayo, pero poco de la historia de las mujeres que conformaron la retaguardia olvidada y sufriente. El escritor Luis García Jambrina (Zamora, 1960) no salía de su asombro cuando el historiador Javier Gómez Vila le contó la dramática retirada de las tropas británicas, comandadas por sir John Moore, por los parajes del camino de Santiago, a su paso por Lugo. Fue ahí la primera ocasión en la que tuvo conocimiento de la existencia de las mujeres ‘seguidoras’ del ejército británico. La investigación posterior y su pretensión de rescatarlas del olvido dio como resultado “Así en la Guerra como en la Paz” (Editorial Espasa), una novela histórica en la que concentra en la figura de su protagonista, Catherine Gallagher, la historia desconocida de las ‘acompañantes del campamento’. Esta joven irlandesa, de veinte años, lavandera, que al contrario de la mayoría de los hombres y mujeres que le rodeaban, sabía leer y escribir.
El 31 de julio de 1808 las primeras tropas británicas cruzaban la frontera lusa por Ciudad Rodrigo. Desde allí, en Salamanca, esperarían un mes hasta reagrupar a todos sus efectivos. Junto a ellos, un grupo de mujeres jóvenes y no pocos niños, algunos nacidos durante la contienda. “La presencia de mujeres estaba regulada. No más del 6%. No iban como trabajadoras sino como esposas. Debían estar casadas, ser de buena reputación y estar dispuestas a cumplir determinadas funciones dentro del campamento”, asegura Jambrina.
La mayoría de los soldados de infantería procedían de Irlanda y Escocia, de ámbitos de miseria que se alistaban para huir del hambre: “Era un modo de asegurarse comida y bebida. También había quienes lo hacían para conocer mundo. ¿Qué opción les quedaba a sus mujeres en unas circunstancias de necesidad como la que se encontraban? Quedarse solas sería enfrentarse al hambre, la miseria y quizá la prostitución, por eso muchas pedían poder acompañarles”, afirma Jambrina.
Penalidades en la paz y en la guerra
Aquel era un viaje de una miseria a otra. Para ellas apenas había diferencia entre la penuria en la que vivían en paz y la que les esperaba en la guerra, “en las dos tenían que luchar por sobrevivir, por eso muchas eran capaces de soportar todas aquellas penalidades”. No todas las mujeres presentes entre las tropas vivieron del mismo modo. Un pequeño grupo, las esposas de los oficiales, sí tenían derechos y ‘privilegios’, negados al resto de las esposas, como viajar a bordo de los carruajes o el acceso a una alimentación suficiente: “Los oficiales llevaban incluso personal de servicio para que los atendieran a ellos y a sus familiares”. Las mujeres de los soldados de infantería en muchos casos eran las encargadas de servir a las esposas de los altos mandos.
Aquel invierno de 1807 y comienzos de 1808 fue especialmente frío y duro. Las enfermedades, la hambruna y las bajas temperaturas mataron en ocasiones más que la pólvora. “Ellas tenían que cumplir labores en el campamento. No eran trabajadoras, no ejercían como cantineras, sino que estaban ahí por ser las esposas de los soldados. Era mujeres duras, acostumbradas a las penalidades. Muchas procedían del campo, trabajaban como lavanderas o como mano de obra de la industria textil que las comenzaba a dejar de lado por culpa de la automatización. Sin derechos pero con obligaciones, mientras los hombres ejercían como soldados, ellas debían preocuparse por encontrar alimentos, por ejercer como enfermeras, cocinar y cuidar de sus hijos. Con la mitad de ración en la alimentación, la fatiga, el frío y la lluvia se convertía en un enemigo tan duro como el frente. Disponer de ropa seca era un lujo del que apenas podían disfrutar. “En esas condiciones debían llevar a cabo labores como acarrear leña, víveres y munición, hacer cartuchos, zurcir uniformes o asistir a los heridos. En muchos casos debían transportar el cuerpo de sus maridos muertos o el de otro soldado muerto”.
Ser esposa era una condición necesaria para estar ahí. La muerte del marido suponía la salida. “Cuando enviudaban tenían que casarse porque si no se quedaban fuera del campamento. Por eso decidían volverse a casar. Algunas lo hicieron tres o cuatro veces en una misma campaña. En muchos casos los propios maridos les preparaban diciéndoles que, si llegaba el caso, debían desposarse con un soldado amigo, de confianza”. Los coroneles estaban facultados legalmente para oficiar las ceremonias en caso de no poder acceder a un sacerdote.
Ocurrió en Salamanca, en noviembre de 1808. A la espera durante casi un mes a que se produjera el reagrupamiento con las tropas de artillería. La ciudad les acoge con alborozo, al fin y al cabo estaban ahí para ayudarles a expulsar a los franceses. Las mujeres iban a ser alojadas en conventos femeninos. En el de Santa Clara las religiosas fueron reacias, aquellas mujeres debían ser prostitutas acompañando a la tropa, no encontraron otra explicación a su extraña presencia entre los soldados. “Fue otro elemento más al que se tuvieron que enfrentar, la mala fama que les acompañaba. De ellas se pensaba injustamente que eran mujeres de vida alegre, prostitutas. En el caso del convento de Salamanca finalmente lograron entenderse y fueron acogidas”.
400 kilómetros de ruta infernal
En diciembre, las mujeres son invitadas a regresar a Portugal y desde allí volver al Reino Unido. Sólo unas pocas acceden, la mayoría decide seguir junto a sus esposos. Sin embargo, las escasas opciones que sir John Moore ve para vencer a las numerosas tropas -40.000 hombres bien pertrechados- que se dirigen hacia su encuentro le hacen desistir de su intento de avanzar por el interior de la península y opta por la retirada. Desde Salamanca comienza un viaje complicado desde Sahagún hasta A Coruña, 400 kilómetros de frío, hambre y saqueos de una parte de las tropas británicas que comenzaron a convertir en hostilidad la buena acogida que hasta entonces habían tenido de los municipios españoles a su paso.
Para escribir ‘Así en la Guerra como en la Paz’, Jambrina ha consultado los escasos documentos en los que se detalla el papel jugado por estas mujeres. Sí constan más relatos sobre la dureza en la que se tuvo que llevar aquella retirada desde Salamanca hasta A Coruña, de camino de regreso a Reino Unido. Aquella marcha de Sir John Moore la ha podido recrear gracias al testimonio que dejó escrito el general irlandés Charles Stewart en ‘Story of the Peninsular War’, en el que afirma que “el más desgarrador de cuantos relatos han sido presentados al público hasta hoy se queda corto a la hora de describir la realidad”.
Otro de los testimonios reales que recoge el autor es el de un soldado del 71º Regimiento de Glasgow en el que afirma que si la marcha de las tropas había sido una “atrocidad”: “A partir de Villafranca se puede decir que comenzó la marcha de la muerte”. Se estima que entre Villafranca del Bierzo y Lugo pudieron morir alrededor de 2.000 soldados y otro mil entre Lugo y Betanzos.
El diario de Catherine Exley, esposa de un soldado, ha sido una de las fuentes más valiosas para Jambrina. En uno de los fragmentos describe las condiciones de vida de aquellas mujeres: “Yo estaba en ese momento sin un penique y sin una cama, excepto la tierra desnuda sobre la que descansar”: “Sufrimos muchas penalidades por las inclemencias del tiempo. La ropa seca era un lujo rara vez conocido”.
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