¿Qué ocurre cuando la civilización convierte al ser humano en un monstruo cruel y sin remordimientos? ¿En quién puede uno confiar cuando la sociedad se convierte en un criadero de víctimas y verdugos? Estas cuestiones tuvieron que plantearse aquellos lectores del New Yorker que sostuvieron por primera vez en sus manos el número publicado el 26 de junio de 1948.
En su interior se encontraba uno de los relatos más polémicos y famosos de la literatura norteamericana, La lotería, de Shirley Jackson. Lo que comenzaba como una apacible y costumbrista historia de verano se transformó en una sórdida narración distópica que cuestionó la hipocresía de una sociedad homicida.
La humanidad acababa de asistir atónita a una Segunda Guerra Mundial excepcionalmente cruenta, con un Holocausto de por medio y la proliferación de los campos de concentración como método de castigo a los enemigos y disidentes. La perspectiva de una Guerra Fría marcada por una autodestructiva carrera armamentística en la que la bomba atómica era la joya de la corona tampoco vaticinaba un futuro muy esperanzador.
En ese contexto de existencialismo pesimista apareció, para remover conciencias, un relato como La lotería. Sin embargo su recepción no tuvo el efecto esperado por Jackson. "De las trescientas y pico cartas que recibí aquel verano, sólo puedo contar trece en las que me hablaban amablemente, y eran en su mayoría de amigos. Incluso mi madre me regañó: 'A papá y a mí no nos gustó nada tu relato en The New Yorker', me escribió con severidad. 'Parece, querida, que ese tipo de historias sombrías es en lo que pensáis todos los jóvenes de hoy en día. ¿Por qué no escribes algo que anime a la gente?'".
Toda esa correspondencia negativa se produjo tras la publicación del relato en cuestión. Utilizando una narración serena y pausada que describe con detalle la jovialidad sencilla de los primeros días del verano, La lotería sitúa al lector en una historia aparentemente inofensiva, con una especie de calma chicha que impregna todo el relato. Un pequeño pueblo de trescientos habitantes interrumpe su rutina para celebrar su tradicional sorteo estival. Los niños juegan liberados de las obligaciones académicas, los padres descansan hablando del trabajo y las mujeres se dedican a las labores domésticas.
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso.
Inicio de 'La lotería', de Shirley Jackson
Todo el pueblo acude religiosamente al momento del sorteo antes de regresar a sus quehaceres. Cada familia recoge sus papeletas con una mezcla de expectación y acatamiento, ante el trágico final que le espera al "afortunado/a". Como todos los años, la tradición exige lapidar al elegido o elegida de la familia "acertante" para favorecer las cosechas y la prosperidad del pueblo. Una costumbre tan cruelmente arraigada que nadie se plantea la posibilidad de suprimirla.
Con una economía del lenguaje precisa y sugerente, Jackson ofrece una siniestra estampa de la América profunda. Nadie conoce el origen de esta macabra tradición, pero todos han asimilado la inevitabilidad de su naturaleza. Aunque haya quienes ponen en tela de juicio la celebración de la lotería, siempre suenan más alto las voces reaccionarias que alarman sobre el desastre que supone abandonar las viejas costumbres, aunque nadie muestre especial arraigo o conformidad con ellas.
Este cruel ritual se ha cimentado en una historia emborronada de la que nadie parece acordarse, pero el conformismo burocrático ha sustituido cualquier atisbo de humanidad en un pueblo que pone las esperanzas de sus cosechas en la lotería. Mostrando la arbitrariedad violenta de un sistema aparentemente civilizado, el relato de Jackson demuestra que el ser humano es capaz de hacerse a la contradictoria idea de injusticia merecida.
La lotería pone el foco en una sociedad que ha crecido entre tradiciones y costumbres propiamente inhumanas, completamente asimiladas como una espeluznante forma de salvajismo cívico. El relato de Shirley Jackson fue capaz de mostrar las vergüenzas de la idolatrada democracia de la que su país presumía de ser un adalid, caricaturizó el apego a unas creencias vacías y ajenas a cualquier tipo de examen de conciencia.
Todas esas cartas quejándose tras su publicación aludían precisamente a ese incómodo agravio que supone encontrarse de frente con los propios pecados. "Explicar exactamente lo que esperaba que dijera la historia es muy difícil. Supongo que esperaba establecer un rito antiguo particularmente brutal en el presente y en mi propio pueblo para conmocionar a los lectores de la historia con una dramatización gráfica de la violencia inútil y la inhumanidad general en sus propias vidas", justificó Jackson en una columna en el San Francisco Chronicle.
Sin embargo, la rabia de aquellos a los que molestaron sus palabras nunca hicieron dudar a su escritora. A pesar de morir con apenas 48 años, dejó un legado de historias en las que siempre había una intención de explicarse ante los demás, una forma de reflejar sus pensamientos y reflexiones más profundas, independientemente del resultado que tuvieran en el lector. Cuenta su marido, Stanley Edgar Hyman, que Jackson "siempre estuvo orgullosa de que la Unión Sudafricana prohibiese La Lotería y sintió que al menos ellos habían entendido la historia".
Pues este relato sobre las supersticiones colectivas y la pérdida de la identidad en favor del egoísmo del hombre-masa, mudo ante las injusticias ajenas, conserva un paradójico carácter universal. En aquel momento incomodó a los estadounidenses y apuntó sobre pueblos opresores como la Sudáfrica del Apartheid, pero el tétrico retrato de los problemas que derivan de la convivencia en sociedad siguen hoy más vigentes que nunca.
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