En medio de la Reserva Natural de Pilanesberg, en la Provincia del Noroeste, en Sudáfrica, se alza una colina de la que no debería hablar… pero de la que, pese a todo, voy a hablar. En la extensión sublime de un cráter volcánico de 57.000 hectáreas se encuentra un espacio salvaje que recuerda más a la sabana africana, típica de países más al norte, que al bush (bosque arbustivo) que se asocia con la naturaleza del país, muy común, por ejemplo, en la zona del Limpopo (donde está el gigantesco Parque Nacional de Kruger).
João Freitas, quien junto a su mujer Kika Ermel lleva la agencia Escapades in Africa, me conduce con sabia profesionalidad desde el lugar en medio de la nada en el que estaba hasta Pilanesberg, en el cráter. João me deja en Bakubung Bush Lodge, en la entrada del parque. Allí, un afrikáner llamado Jota Erre releva a João, me recoge en un jeep y me traslada a la colina de la que no debería hablar pero de la que, pese a todo, voy a hablar: me refiero al Tshukudu Bush Lodge, que lleva el grupo Legacy.
El lector, inmediatamente, enganchado, se habrá preguntado por qué no debería yo hablar sobre el Tshukudu Bush Lodge en el Parque Nacional de Pilanesberg. Por una razón sencilla: en la colina milagrosa donde se construyeron las cabañas, en medio del sabana-bush, sólo había dos personas cuando yo llegué. Había un aire secreto en aquel lodge y, como los impíos en los relatos fantásticos, yo llego a casa y publicito el lugar.
A diferencia de los hoteles de lujo y de las prisiones de Johannesburgo, en torno al Tshukudu Bush Lodge no existen las vallas. La colonia de cabañas forma una suerte de pueblecillo (un pueblecillo vacío) abierto a la naturaleza.
–¿Cómo estáis seguros de que los leones del parque no entran al lodge si no hay más que unas escaleras abiertas a la sabana?
–¡No estamos seguros!– responde Jota Erre, el ranger afable y sarcástico que me condujo hasta allí. Claramente, Jota Erre cree en los animales. Cuando atravesamos en el jeep abierto una zona de pradera amarilla (es invierno en Sudáfrica) de camino al lodge aislado nos topamos con unos elefantes y él, que conducía, les hablaba con un lenguaje tierno y familiar.
Había un aire secreto en aquel 'lodge' y, como los impíos en los relatos fantásticos, yo llego a casa y publicito el lugar
Una vez en Tshukudu (que significa “rinoceronte” en una lengua nativa sudafricana), Jota Erre me ayudó a llevar las cosas colina arriba. En la cima, había un bar confortable y ahí encontré a un matrimonio americano. Ellos y el servicio eran los únicos pobladores de aquella isla en medio de la sabana. Esta mágica soledad convierte Tshukudu en un lugar inverosímil. Yo fui a África con el miedo a encontrar un safari multitudinario, un turismo masivo, colas de coches en medio de las glorias del mundo ecuatorial, pero resulta, lector, que encontré algo que mejoraba con mucho cualquier ideal. En el dominio de las consejas de la filosofía práctica, yo recomendaría siempre no tener expectativas: hice 15 horas de avión sin expectativas y me funcionó, si esto sirve de algo. Los leones de Pilanesberg nunca traspasaron la frontera de la isla sobre la hierba.
En la soledad de la natura, las relaciones con los otros huéspedes (como huéspedes en un gran palacio sin anfitrión) son cercanas. Junto al fuego, hablé con esas buenas gentes de Seattle (él se dedicaba a la industria de los refrigeradores y ella había sido profesora de matemáticas en un colegio) y nos participamos nuestros lances. Quedaron en mandarme algunas fotos de animales que vi con ellos, pero sigo esperando el envío que Pam me prometió. Hablamos sobre animales junto a la hoguera y degustamos juntos los platos abundantes que el chef nos hacía llegar. Yo seguí dedicándome a los vinos de Stellenbosch con ímpetu y un entusiasmo siempre renovado.
Mi actividad favorita fue el bush-walk, es decir, andar por el campo con un ranger, rastrear los camino y otear con los prismáticos (el jeep me cansa). El ranger indicado para la tarea de guiarme por los montes fue André, que también era afrikáner. André llevaba un rifle de cerrojo sin mira telescópica, en caso de que sufriéramos algún ataque, pero él me aseguró que en su tiempo allí, unos 10 años, nunca le habían atacado a él o a algún cliente los leones o los rinocerontes negros o blancos de Pilanesberg.
–¿Qué rifle llevas?
–Mmmm, es un rifle 375 Holland & Holland.
–¡Wow! Mítico rifle.
–Nunca lo he tenido que usar.
–Sí, lo sé, André.
André lo sabe todo de naturaleza africana. Los excrementos y las huellas, las veredas y boscajes, los roquedos y las vastas llanuras no guardan secretos para ellos. Los rangers que había conocido tenían frases hechas. Del tipo: “Bueno, la naturaleza no tiene libro de instrucciones” o cosas así. No es el caso de André. Hicimos un alto en el camino, comimos un sándwich y compartimos algunas preocupaciones políticas. Dejó el 375 apoyado en un árbol. Me dijo que los leones no atacaban nunca de noche y que en general los animales evitan al hombre. Nos acercamos, entre arbustos, a unos 20 metros de un rinoceronte blanco. Me enseñó a diferenciar entre boñigas de rinos blancos y negros.
He vuelto a España resuelto a comprarme más ropa color verde safari y beis Pilanesberg.
A la vuelta, me dijeron que Jota Erre prefiere no entrenarse para hacer bush-walks por el hecho de verse en la situación de disparar sobre sus amigos los mamíferos. Prefería hacer recorridos en jeep que descender al suelo con un 375, pero no por miedo a morir, sino a matar. En esto se diferencia de André, que disfrutaba del bush-walk tanto como yo y marchaba, a buen paso, con su 375 H&H sin mira telescópica. Creo que Jota Erre piensa que estos animales son algo más cercano, algo amistoso, como aquellos elefantes. André tiene una posición de admirador más distante. Son dos excelentes rangers afrikáners. He vuelto a España resuelto a comprarme más ropa color verde safari y beis Pilanesberg.
Este artículo revela el secreto de Pilanesberg, extrañamente vacío, al resto del mundo o al resto de España. Espero que quienes, gracias a este artículo visiten el fantástico lugar, acudan con la sensación de ser depositarios de un misterio. João me lo reveló a mí y yo a ustedes. Saluden de mi parte a André, a Jota Erre y al chef.
A mi vuelta al aeropuerto de Johannesburgo pasé a visitar una de las granjas de Stephanus Johannes Paulus Kruger o Paul Kruger, histórico presidente de la República de Transvaal, héroe en el exilio (muere en esta condición, cerca de Montreux, en Suiza, en 1904, con 78 años) que aseguraba haber leído sólo un libro, la Biblia (pero “biblia” en griego quiere decir “libros”, en plural). El guía en la granja Boekenhoutfontein de Kruger me dijo que el edificio era estilo holandés del Cabo. Eran casas de piedra, muy sobrias, sin ornamento alguno. Recordé que en mi primer día en Sudáfrica había visto la casa de Madiba Mandela, en Soweto, y ahora estaba en la de “el tío Paul” (“Oom Paul”, en su lengua) Kruger, una austera granja afrikáner. Kruger, me dijo el guía (un chico natural de Zimbawe) había tenido 16 hijos y tenía granjas como aquella por todo el país. Si tenía que estar trabajando en Pretoria, solía optar por volver a la granja los fines de semana.
Por dentro, la granja estaba, parece ser, cuidada como si los Kruger aún vivieran allí. Insisto: no era la casa suntuosa del presidente de una gran potencia del oro y del diamante, era el hogar de un calvinista de campo. En el sencillo vestíbulo había un mueble antiguo para dejar los rifles. El mueble estaba vacío, no había armas ya. En 1898, el parlamento de la República de Transvaal proclamó la creación de una reserva natural, que en los años 20 se rebautizaría como Kruger en honor al presidente cuando la fundación: Kruger fue un gran cazador y un gran conservador. Supongo que, a diferencia de Jota Erre, su admiración por la fauna era compatible con los grandes calibres. De acuerdo con la leyenda, cazó su primer león con 14 añitos, cuando era uno de los héroes legendarios de la Gran Marcha de los Boers en los años 30 del siglo XIX, afrikáners expulsados por los ingleses hacia el interior y este del país.
A mi vuelta en Madrid, en el Vips pedí un batido de chocolate para llevar: me lo pusieron en dos envases de cartón y ambos iban montados en una útil pieza para sujetar vasos por la base. Era también de cartón. Tras beberme todo el batido, en casa, tiré los vasos a la basura y encontré en la mesa de cristal la pieza sujeta batidos. Estaba vacía. Ante ese vacío medité y recordé el mueble de rifles del tío Kruger.
Álvaro Cortina Urdampilleta es filósofo, periodista y escritor. Sus últimos libros son 'Abisal' y 'El espejo y el oráculo'.
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