El sobao es mi magdalena de Proust. Si una delicada pieza de repostería activaba en el protagonista de Por el camino de Swann la minuciosa reconstrucción de Combray y su entrañable mundo de ayer, en mi personal e insignificante caso –y perdón por esta primera persona– es un sobao lo que me traslada a ese excitante momento anual de la infancia que era irse de vacaciones. Siempre al norte y, en aquella época, casi siempre a Santander.
El puerto del Escudo era la frontera entre la Castilla estival, recia y seca –aunque la última visión de la misma fuera la inmensa plancha de agua del embalse del Ebro–, y la húmeda y verde Cantabria. Nada más penetrar en el puerto asombraba esa niebla espesa que no se disipaba hasta bien avanzado el descenso, cuando cesaba el olor a freno quemado y las vertiginosas rampas se suavizaban. En aquella época la autovía era solo un proyecto, y la alternativa a la carretera del Escudo, la de Reinosa, era menos grata y más peligrosa.
La niebla desaparecía donde aflojaban las curvas y el mareo. Y al final de una primera recta nítida aparecía el pueblo donde el viaje empezaba a terminar. La primera parada de las vacaciones, el primer contacto, al apearse del coche, con el frescor del Norte que obligaba a ponerse algo de abrigo por primera vez en semanas.
Su nombre es Luca
Nada más entrar en Ontaneda, hoy fundido con el vecino Alceda, se aparcaba ante un establecimiento con dos puertas siempre abiertas y un banco multicolor entre ambas.
Un olor dulce da la bienvenida a la tierruca y a Luca. Al cruzar la puerta, tras un largo mostrador que ocupa todo el ancho del local, una o dos personas empaquetan con destreza. Envuelven con cinta roja y papel blanco, ilustrado con el nombre del negocio y el dibujo de una vivienda típica, sobaos y quesadas. A su espalda están los grandes hornos de donde salen constantemente las dos únicas especialidades de la casa. Así era hace 30 años y así sigue siendo hoy, aunque ya no haga falta ir por el Escudo para llegar a Santander y los viajeros seamos pocos. El mismo olor, el mismo papel, el mismo banco. Los mismos sobaos y las mismas quesadas. Son otras, pero ya me entienden.
Hace años que esa ruta es un capricho para amantes de las vías secundarias, pero hace aún más tiempo que las quesadas y sobre todo los sobaos se emanciparon de la carretera en torno a la que se hicieron célebres, y ya se encuentran en casi todos los rincones de España.
El origen: mantequilla y miga de pan
Los sobaos surgieron en el valle del Pas en algún momento inmemorial, resultado, como tantas viandas españolas, de darle una segunda oportunidad al pan antiguo. De mezclar la miga con azúcar y con la mantequilla primorosa de las vacas pasiegas resultó el llamado sobao primitivo, como su nombre del esfuerzo que requería amasar aquello antes de meterlo al horno.
La receta original dio lugar en el siglo XIX a una primera versión más refinada, donde la miga fue sustituida por masa cruda de pan –harina, levadura, sal y agua– mezclada de nuevo con azúcar, huevos y mantequilla, y poco después el añadido aromático de la cáscara de limón y el anís. Y esta, a su vez, derivó en el sobao moderno, sin agua y con harina en lugar de masa de pan.
Así, el primitivo bizcocho portátil hecho a la medida de su molde de papel –como la magdalena, la de Proust y la de todos–, y que se podía llevar en el zurrón para afrontar las largas jornadas de labor, evolucionó hasta el sobao diseñado para triunfar entre los automovilistas que hacían la ruta entre la Meseta y el viejo puerto de Castilla.
De El Macho a Joselín
Desde mediados del siglo XX han proliferado en la comarca los obradores que aprovechan la excelente materia prima de la tierra para producir el sobao que hoy es conocido en todo el país. Hemos empezado hablando de Luca por razones sentimentales, pero ahí están otras casas respetables como El Macho, Casa Olmo o la gran productora de sobaos, Joselín, ubicada en Selaya.
Desde 2004, el sobao pasiego es una Indicación Geográfica Protegida europea que certifica la procedencia del producto, exclusiva de la comarca de los Valles Pasiegos. Y hace un par de años, fruto de una humorada de las redes, se instituyó el 3 de mayo como Día del Sobao. Porque tres son las villas pasiegas –Vega de Pas, San Pedro del Romeral y San Roque de Riomiera– y cinco las letras de la palabra sobao.
Volviendo a la infancia –qué otra cosa podemos hacer–, si Luca era la puerta de entrada a Santander y al verano, Luca ofrecía también una despedida dulce que amortiguaba un mes después la melancolía del regreso. Las vacaciones podían durar todavía un poco más. Lo que duraran aquella quesada y aquellos sobaos –los pequeños mejor que los grandes, un poco más secos pero más digeribles– adquiridos en esa última parada antes de cruzar el Escudo de vuelta a la rutina.
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