Uno se convierte en niño de nuevo. Pero no se queda en aquellas tardes de la infancia. Porque tiene el suficiente bagaje para reconocer la buena música, las buenas canciones, las buenas voces e interpretaciones y un buen montaje, levantado sin reparar en medios.
Aladdin, el musical, en el teatro Coliseum de Madrid, se contempla absorto y medio sonriendo. Uno atiende a las luces, a las coreografías, al magnífico vestuario, a los efectos especiales, y los pies se mueven al compás de la orquesta. De repente, comprende que su infancia está ahí, en las historias de Las mil y una noches, en alfombras mágicas y voladoras, en el genio todopoderoso que puede conceder tres deseos, aunque entre ellos no esté conseguir que alguien se enamore de nosotros.
Feliz evasión
Es verdad que por mor de la globalización ya no es Aladino, sino Aladdin, pero eso importa poco. Con este musical de impecable estructura descubrimos que no hemos dejado de ser un poco niños. Que aún nos entusiasman las historias mágicas con finales felices, pero que, en realidad, esos finales felices son el transcurso de la propia representación, durante la cual nos evadimos de acuerdos o desacuerdos políticos, besos no consentidos, calores de estío y deterioro del mundo.
Está bien abandonarse un rato a los cuentos, el teatro, los musicales, la cultura, que, en definitiva, no es tan agria como la pintan.
No me voy a detener en directores y creadores musicales, aunque ya digo que la música es precisamente la baza fuerte de este espectáculo; ni en sus intérpretes, que pueden conocer a través de las redes e internet. Me detengo en la felicidad de la infancia, en las frases y canciones que todos recordamos -“¿Quién osa perturbar mi sueño?”-, en el mundo de fantasía. En que es posible alcanzar los sueños, convertirse en príncipe (fama, dinero y prestigio), pedir tres deseos y que sean concedidos. En volar sobre las estrellas, en cambiar de estatus, en el empoderamiento de la mujer para decidir con quién quiere estar, si es que quiere estar con alguien. En triunfar sobre la adversidad, con fuerza y con entereza, sin arredrarse ni venirse abajo. En conseguir el éxito; siendo, eso sí, buenas personas, no vaya a ser que el castillo de naipes, el palacio imaginado, se desmorone de buenas a primeras.
Confieso (aparte de que he vivido) que no soy muy de musicales, pero en Aladdin hay confort y regresión al pasado, con nostalgias de tiempos ilusionados, pero con guiños a nuestra actualidad y formas de expresión, con gran calidad técnica y humana, interpretativa, coreográfica y musical, en un trabajo inconmensurable que tiene la virtud de parecer un juego, el cuento que todos conocemos, pero ilustrado, donde aún tenemos la ilusión de poder pedir tres deseos.
ALADDIN, EL MUSICAL
Compañía: Stage Entertainment
Libreto: Chad Beguelin
Dirección: John Musker y Ron Clements
Adaptación: Alejandro de los Santos
Dirección musical: Xavier Torras
Dirección técnica: Mark Henstridge
Escenografía: Bob Crowley
Coreografía: Casey Nicholaw
Reparto: Roc Bernadí (Aladdín), Jana Gómez (Jasmine), David Comrie (Genio), Jafar (Álvaro Puertas), Albert Muntanyola (Sultán), Ian París (Iago)
En cartel en el Teatro Coliseum de Madrid
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