Cuando en 1996 Javier de las Muelas adquirió el Dry Martini, un precioso bar inglés fundado en 1978 por Pedro Carbonell en la esquina de Aribau con Córcega, ya era una de las figuras clave de la hostelería y la noche de Barcelona. A finales de 1979, junto a otros dos socios, había agitado el panorama coctelero de la ciudad con la apertura del Gimlet. Bautizado como el cóctel favorito de Marlowe, el inolvidable detective creado por Raymond Chandler, aquel bar de la calle Ruc, en el barrio del Born, fue un éxito inmediato. Que prosiguió desde 1982 en su nueva ubicación de la calle Santaló, en la parte alta de la ciudad, donde hoy sigue siendo una referencia. En 1986, De las Muelas capitaneó la apertura de Nick Havanna, una de las discotecas emblemáticas de la Barcelona preolímpica, y poco después amplió intereses con la cervecería Casa Fernández y la adquisición del bar Montesquiu de la calle Mandri.
Tomar las riendas del Dry Martini tras la jubilación de Carbonell parecía un paso más en la configuración de un emporio caracterizado por la elegancia y el buen hacer de su artífice, un hombre singular que estudió medicina pero que no tardó en orientar su vocación de servicio a hacer felices a los demás desde detrás de una barra. No obstante, aquel elegante bar de caballeros, su entrada protegida por una pesada cortina de terciopelo, era algo especial. Además de un ambiente único a base de madera, moqueta y cuero, el Dry Martini tenía un segmento de barra de tres metros reservado exclusivamente a la elaboración alquímica del cóctel que le da nombre; ese sencillo prodigio de la coctelería que convierte la ginebra en algo completamente distinto –"cuchillo disuelto", dijo Manuel Alcántara– por la influencia leve de unas gotas, apenas un reflejo, de martini seco.
El altar del martini
De las Muelas no solo respetó aquel altar, sino que hizo de él su seña de identidad, y lo ha replicado escrupulosamente en todas las sucursales del Dry Martini, hoy su marca emblemática, que ha abierto alrededor del mundo. En noviembre de 2010 inauguró la de Madrid, en el Hotel Fénix de la Plaza de Colón. Y de inmediato se hizo un hueco en el mercado de la capital, quizá más pequeño que el de Barcelona, pero equipado con clásicos contemporáneos y solventes –Del Diego o el Cock, ambos a espaldas del malversado Chicote– y nuevas figuras emergentes como Diego Cabrera.
Trece años después, la oferta madrileña se ha enriquecido considerablemente. A imagen de Barcelona, han aparecido en rincones insospechados de la ciudad pequeños y acogedores locales que rinden culto a las mezclas de calidad. Instituciones como Del Diego suman nuevos acólitos. Entrar en el Salmon Guru, rutilante decantación de la trayectoria del entonces principiante Cabrera e incluido en la lista de los mejores bares del mundo, se ha convertido en una misión casi imposible. Y todo esto tiene que ver en buena medida con el ejemplo y el trabajo concienzudo y pionero de Javier de las Muelas.
Retorno a Madrid
Concluida su asociación con Meliá en el Fénix de Colón, y tras un tiempo de ausencia de la capital, De las Muelas y su Dry Martini vuelven estos días a Madrid. La ubicación es inmejorable: la entreplanta de la Casa Gallardo, el elegante palacio modernista y decó en Ferraz número 2, haciendo chaflán con Plaza de España y donde también se ubica El Club Allard de Martín Berasategui. Las grandes ventanas orientadas hacia el Parque del Oeste y un par de metros por encima del nivel de la acera ofrecen una vista sin obstáculos de la renovada intersección con Bailén, Una elevación que hace pensar en las cristaleras orientadas a Central Park del Oak Room, el bar del Hotel Plaza de Nueva York. El tráfico de coches y personas no se ve, la rutina se suspende.
En el nuevo Dry Martini de Madrid, como antes en el del Fénix, repite como interiorista el arquitecto barcelonés Francesc Pons. Una larga y brillante barra de diez metros lacada en negro piano –homenaje al Gimlet– domina el espacio principal, marcado por el rojo burdeos de las paredes paneladas en madera y las cortinas de terciopelo. Tras la barra se encuentra el emblemático contador electrónico de martinis servidos, una tradición de todos los locales de la marca. Pero sobre todo el bodegón en tríptico de Jorge Diezma, que también repite, después de realizar la pieza que ocupaba la misma posición en el bar del hotel de la Plaza de Colón.
El bodegón de Jorge Diezma
Diezma (Madrid, 1973) es uno de los mejores y más originales pintores españoles de su generación. "Ha sido un encargo, y en estos casos hay que buscar cierto compromiso. Pero ha habido suerte, porque había vuelto a pintar barroco, además de mucho pescado, mucho bodegón marinero, y por ahí no fue complicado ponerse de acuerdo", explica el artista a El Independiente en conversación telefónica desde su estudio en Mallorca, donde vive desde hace cuatro años. "Me gustan los encargos porque a pesar de la complejidad de adaptarse a la voluntad y las necesidades de otro, te hacen olvidarte de tus propias órdenes obsesivas y repetitivas. Muchas veces es difícil salir de ti, y un proyecto así te obliga a hacerlo".
El tríptico final de seis metros de largo reúne peces, crustáceos y un pulpo que comparten espacio con frutas, verduras y recipientes de cristal sobre las rocas de un tormentoso paisaje marino. "La referencia son los bodegones italianos del XVII, que son muy artificiales, con elementos construidos y dobles luces, la natural y la artificial que incide en los diversos elementos".
El barman humanista
Hoy en día no es habitual que un local de hostelería y restauración apueste por el arte. Los empresarios hacen grandes inversiones en decoración e interiorismo, pero es raro encargar una pieza específica a un artista, como se hizo en el Fénix y como se ha hecho ahora. Según Diezma, esto tiene que ver con que normalmente "se piensa más en términos de imagen y la pintura tiene imagen, pero también tiene materia. Y ese aspecto, cuando se trata de decoración, no se tiene en cuenta. Me gusta que haya sitios donde se pueda disfrutar la pintura y que no sean específicamente recintos de arte, que puede ser un mundo muy cerrado", opina.
El arte del local no se agota en Diezma. En el reservado, el salón Marie Brizard, se pueden contemplar algunas de las piezas de la colección dedicada al mundo del martini que su propietario ha ido atesorando, y que incluye obras de Barceló, Ceesepe, Carlos Saura, Jordi Labanda o Keith Haring, entre 0tros. Un espacio en el que se quiere impulsar una agenda cultural de encuentros con artistas, músicos y escritores. Una intención que sintoniza con el interés proverbial de Javier de las Muelas por el arte, el diseño y la cultura.
En la carta del Dry Martini Madrid, aparte de su cóctel emblemático y los combinados habituales del recetario clásico, pueden encontrarse las creaciones más atrevidas de sus colecciones Excentrics & Signature Cocktails. Propuestas singulares como el Carnyvore, servido dentro de una planta carnívora. Además, cinco tipos de caviar –persicus, beluga, osetra iraní, osetra 00 ahumado y amur Osetra– tientan desde una urna sobre la barra a quienes se lo puedan permitir (o no). Un maridaje de altura que da una pista de la clientela potencial a la que hoy aspiran bares como este en Madrid.
Pero la filosofía es la de siempre: esa idea suya del bar como templo y de la clientela como feligresía. "Aparte de hacer disfrutar con la coctelería, lo que me importa es formar parte de la vida de la gente", asegura Javier de las Muelas. "Ese es el pilar de Dry Martini, que nace para ser el bar con mayúsculas al que todos quieran ir y donde quieran estar".
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