Si en este 2023 que ahora llega a su fin Víctor Erice ha vuelto al cine con Cerrar los ojos, el realizador gallego Lois Patiño invita a los espectadores de su tercer largometraje, Samsara, que llega a los cines este miércoles, a hacerlo expresamente.
Cerrar los ojos. Puede parecer paradójico tratándose de un medio que depende de la mirada, de sentir y de pensar a partir de lo que vemos en la pantalla. Samsara, en ese sentido, es una película extraordinariamente estimulante. Que se acerca con delicadeza primero a los paisajes del norte de Laos y luego a la paradisíaca Zanzíbar. Pero antes de viajar desde Luang Prabang, los templos del Mekong y las cascadas de Kuang Si hasta las playas blancas de la isla africana, el espectador debe atravesar con los ojos cerrados un interludio de 15 minutos a merced de los efectos lumínicos que recibe a través de los párpados y de la propuesta sonora del músico y artista Xabier Erkizia. El objetivo: recrear la reencarnación tal y como se describe en el Bardo Thodol, el libro tibetano de los muertos.
Un espacio límbico
Samsara, ganadora del premio especial del Jurado de la sección Encounters del último Festival de Berlín, surge de los interrogantes y reflexiones que motivaron el anterior largometraje de Patiño, Lúa vermella (2020). "Muchas de mis películas transcurren en un espacio límbico, entre la vida y la muerte, y a raíz de aquel trabajo me pregunté cómo podía explorar lo invisible de una manera novedosa desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico, que es mi principal motivación", explica el cineasta en conversación con El Independiente. "Investigando se me ocurrió esta idea literal de una película hecha para ver con los ojos cerrados".
Años después, Patiño se topó con el Bardo Thodol. La descripción de la reencarnación que contiene el libro sagrado tibetano conectaba con aquella primera idea de película a oscuras y le permitía tratar temas, como la relación con la muerte, que ya había tocado en su primera película, Costa da Morte.
El anterior cortometraje de Patiño, El sembrador de estrellas, también premiado en Berlín, ya aborda ciertas manifestaciones artísticas japonesas relacionadas con el budismo zen, el trabajo con el vacío y el silencio que cultivan la pintura de paisaje nipona o el haiku. Y en Fajr, de 2017, el cineasta viajaba al desierto de Marruecos desde una perspectiva sufí. "Siempre me han interesado como las diversas culturas del mundo responden a la pulsión espiritual del ser humano y qué formas han ido adquiriendo las distintas religiones. Cómo interpretan el misterio de la muerte y de la convivencia con los muertos y qué relatos, mitos, creencias crean para dar respuesta a estos espacios de misterio", explica.
Laos más allá de Roldán
Para dar forma a su proyecto en torno al Bardo Thodol, Patiño necesitaba un país budista, pero quiso apartarse de lugares muy presentes en el imaginario occidental como Tíbet o Tailandia. "Ir como europeos a estos lugares es delicado. Hemos intentado tomar todas las precauciones para evitar exotismos, romantizaciones o paternalismos", precisa. Antes de viajar a Laos para explorar la posibilidad de rodar allí, el realizador sabía muy poco de aquel país, "aparte de ser el lugar donde pillaron a Luis Roldán", bromea. Luang Prabang, capital cultural y religiosa de Laos y sede de cientos de templos y monasterios, ofreció una localización ideal. En cuanto a Zanzíbar, Patiño eligió la isla tanzana buscando el mayor contraste cultural y paisajístico posible. Frente al mundo masculino de los templos budistas, donde las mujeres tienen prohibido el acceso, en la playa africana el espectador aterriza en el seno de una comunidad de mujeres pescadoras de algas.
El relato de Samsara comienza tras los pasos de un joven local, Amid, que lee el Bardo en voz alta a una mujer de su comunidad que está a punto de morir. "No quiero perderme en el mundo al que voy", dice la anciana: desea que el libro le sirva de guía en el camino de la reencarnación. Amid, que tiene un grupo de rap, frecuenta también uno de los templos budistas de la zona, donde entabla amistad con algunos de sus novicios.
Tanto él como el resto del reparto son personas reales que básicamente se interpretan a sí mismas. De hecho, el grupo de rap de Amid es auténtico. "Aprovechamos la energía del espacio y la personalidad de los actores, trabajando también con sus biografías, y a partir de la escucha de su realidad construimos un pequeño relato de ficción que hiciera fluir la película más amablemente", apunta Patiño. El pequeño equipo español de cuatro personas era asistido en destino por una decena más de gente local. "Eso nos permitió integrarnos en las comunidades de manera muy rápida, que comprendieran nuestra curiosidad y que nos creyeran. Dentro del cine documental lo fundamental es que haya una relación de confianza con el retratado". Después de pasar dos meses en cada localización, rodaron la película en apenas 20 días –12 en Laos y ocho en Zanzíbar–.
Experimentar la reencarnación
El Bardo Thodol describe de manera muy precisa lo que la persona va a encontrarse después de morir, casi minuto a minuto, en un viaje hacia la reencarnación –o hacia la iluminación– que puede durar hasta 49 días. Esto es lo que Patiño trata de recrear en su interludio con los ojos cerrados. Una experiencia a base de sonido y luces estroboscópicas que puede recordar a los experimentos pioneros del granadino José Val del Omar.
"Confiaba mucho en las posibilidades cinematográficas de ese interludio", reconoce. "De hecho, mi miedo era que el resto de la película estuviera a la altura". Para ello contó con el artista y músico Xabier Erkicia, que se ocupa de la interpretación sonora y poética del Bardo Thodol, donde se describen numerosos sonidos de la naturaleza. Además, Patiño pidió a Erkicia que imaginara el vagabundeo de un alma por el mundo buscando dónde y en quién posarse. La pieza incorpora multitud de elementos y detalles del gran archivo sonoro de Erkicia: una mujer de Timor que cocina y habla en una lengua hoy desaparecida, un elefante de la India o el zumbido de las abejas que muchas culturas relacionan con los fantasmas y los espectros. Todo antes de que una ola nos arrastre hasta una playa de Zanzíbar y abramos los ojos un poco convertidos en otro ser.
"Hay una frase del libro que tiene mucha importancia para mí: reconoce todas las luces como tus propias luces, reconoce todos los sonidos como tus propios sonidos. Esta idea de que todos formamos parte de la misma energía está presente en todas las religiones. Es lo Freud, en El malestar en la cultura, llama el sentimiento oceánico: la idea de que formamos parte del todo igual que una gota de agua forma parte del mar. La película habla de una espiritualidad común que adopta una u otra forma religiosa según el lugar", añade el director.
Por ello, animistas, budistas, musulmanes y masáis conviven y dialogan amistosamente de una manera casi impensable en la realidad. "En las películas también podemos mostrar nuestro mundo ideal. Otros cineastas hacen lo contrario. Ulrich Seidl, por ejemplo, nos confronta con la fealdad y los puntos oscuros de nuestra sociedad, y creo que es algo necesario. Pero yo prefiero mostrar un mundo ideal en el que hay una convivencia armónica de las distintas creencias".
Rodando en estos espacios, Patiño hace una oda al intercambio cultural, a los posibles mestizajes y a las culturas minoritarias. "Estamos en un proceso de globalización en el que las pantallas están mostrando casi permanentemente cultura occidental y eso va generando uniformidad. Yo creo que hay que proteger y difundir la diversidad cultural, también la cinematográfica. Ahí es donde está la riqueza".
La aportación de Patiño es la apreciable Samsara. Una invitación –aprovechando el oxímoron que Stanley Kubrick universalizó con el título de su última película, Eyes Wide Shut– a cerrar los ojos de par en par.
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