Hay quien se queja de que está solo,
pero otros no pueden ni lamentarse
porque ya no saben cómo.
Nadie entiende. Nadie lo entiende ni puede entenderlo. Ni el propio afectado, el mismísimo paciente, ni la familia, ni siquiera los enfermeros, ni los médicos, ni la ciencia, ni los psicólogos, ni los videntes.
Hay un abismo sin voz,
una mirada vacía,
un corazón callado y taciturno,
escondido en un cuerpo
que parece prestado.
Cuando una enfermedad tan terrible como la pérdida de conciencia, de memoria, cuando el deterioro cognitivo hacen mella, entran en la mente, ya solo nos quedan los afectos, los recuerdos difuminados, vivir de lo que se siente en ese momento, ir viendo cómo se van perdiendo los enseres, los muebles, lo que fuimos, lo que poco a poco vamos dejando en el olvido, en el cajón de los recuerdos valiosos, hasta que también dejamos de saber dónde está guardado ese tesoro.
Hay un mundo extraño
en los objetos cotidianos.
Ni siquiera hay rabia,
ni odio, ni deseo,
ni llanto.
Y si un grande de la escena como José María Pou es el encargado de hacérnoslo llegar, de contarlo, entonces se nos pone un nudo en la garganta, se nos cierra el estómago, se nos saltan las lágrimas por la emoción, por tener el privilegio de ver trabajar a uno de nuestros mejores intérpretes. De eso no había duda previamente, pero al verle esa involución, ese sentir por dentro, esa angustia vital, ese enorme esfuerzo, entonces, te das cuenta de lo grande y lo valioso que es el teatro, lo profundamente que llega, la inmensidad de poder verlo en directo con un texto delicado, solvente, que va a la raíz del problema, que no repara en emociones aunque lógicamente y por la situación del propio personaje, arranque sonrisas de vez en cuando. Sonrisas que quieren ocultar la tristeza de verse en ese infierno, en esa tesitura, en ese mal brete.
Sentimientos, sí. Esos se han quedado.
Están por dentro, agazapados.
El espejo no me devuelve la imagen
de un tiempo pasado.
Florian Zeller, el autor de El Padre, lo consigue y nos mantiene también en vilo, nos atrapa, nos convence. Y la dirección de Josep Maria Mestres, que quiere a sus actores y los trata con el cariño (y la dureza) que se requiere. Dureza por sus propios personajes, por lo que les compete.
Sé que he sido,
pero no recuerdo cuándo,
pero no sé cómo,
no sé cuándo acabó la función,
cuándo escribí el último verso,
cuándo besé unos labios amados.
Todos tremendamente competentes. Cecilia Solaguren, Elvira Cuadrupani, Jorge Kent, Alberto Iglesias, Lara Grube. Humanos, reales, sensibles.
Desde fuera
veo sonrisas que me apaciguan
y caricias que me reconfortan,
pero no las entiendo,
pasan de largo.
El Padre bien pudiera ser el padre de cualquiera de nosotros, real como la vida misma y dramático como el teatro que debe acercarse a lo que sucede.
Hago esfuerzos mientras me quedo parado.
Si creyera en los milagros…
pediré a la ciencia que arregle cuanto antes este desaguisado.
No estoy en penumbra,
solo que la luna se está ocultando.
Actualmente en el Teatro Bellas Artes, no deben perderse la satisfacción de engrandecerse con este magnífico trabajo sobre el alzheimer.
Hay un poema
no escrito
en todos
los que me están cuidando.
Texto de Florian Zeller con traducción de Joan Sellent
Escenografía: Paco Azorín
Reparto: José María Pou, Cecilia Solaguren, Elvira Cuadrupani, Jorge Kent, Alberto Iglesias, Lara Grube
Dirección: Josep Maria Mestres
Una producción de Teatre Romea.
En el Teatro Bellas Artes de Madrid hasta el 28 de abril
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