Que no nos engañe el look a lo Einstein que siempre tuvo: Luqui no era ningún erudito. Con el científico compartía ser un perfecto nativo de piscis, místico, sensible y con un cierto caos mental. No lo digo porque yo sea astrólogo, sino porque para el de Caparroso, Navarra, sí era vital saber el signo solar natal de la persona con quien hablaba, o de quien hablaba.
Todo el mundo conoce su “Hola, hola, hola”, o sus “besitos para ellas, abrazos para ellos, sigue bien happy-happy” con los que coronaba sus intervenciones, por lo que creo que haré bien en compartir una visión más de trastienda, cotidiana, de un ser que no necesita ganarse un sitio en los altares porque siempre lo tuvo.
Hoy escribo sobre Joaquín porque se cumplen ya (¡ya!) 19 años desde que nos abandonó. Han pasado casi dos décadas desde aquel martes por la mañana en el que, sin saber por qué, no apareció por la radio mientras le esperábamos para grabar su sección en Anda ya. Días después nos dejó con el silencio de la aguja al final del surco de un disco que seguiría dando vueltas. Y ese vinilo sería, sin duda, un single de 45 rpm de "Hey Jude".
No puedo evitar sonreír al relacionar a JL en FM con vinilos y agujas. Juro que no es misión de estas líneas desmitificarle, porque mito es, pero sí humanizarle para enriquecer el recuerdo de la mayoría. Pocos pueden imaginar los desaguisados técnicos que organizó cuando a alguien se le ocurrió que Luqui podría hacerse autocontrol, o sea, ser su propio técnico. Yo tuve, a principios de los 90, la suerte de comenzar mi programa nocturno justo después de su mítico 3, 2 ó 1 en Los 40. Cuando llegaba a la radio, aparecía ante mí un estudio que a él le definía bien. Los discos de vinilo se amontonaban unos encima de otros sobre los giradiscos, dando vueltas.
Líder de opinión
En una época en la que “pinchábamos”, literalmente, canciones, la aguja que Joaquín depositaba temerosamente sobre cualquier parte del single hacía que su recorrido por la actualidad musical fuera variado e intenso. Podía de pronto saltar en antena el estribillo, un solo sensacional, o una parte instrumental de la canción en la que el cantante no cantaba. A veces se amontonaban tantos discos que la aguja no tocaba el surco y no se oía nada. Daba igual. Era líder de opinión, y eso era bien sabido por las compañías discográficas, que tenían a sus jefes de promoción pendientes de Luqui para que no le faltase de nada. Así, reconozco que incentivado por las compañías pero sobre todo por sus acólitos, recuerdo con respeto su encarnizada lucha en los despachos por conseguir que en la “radio de los éxitos” sonase un tal Ricky Martin, ya nada más comenzar los años 90.
Además de con el puertorriqueño, JL acertó unas cuantas veces más. Si bien es sabida su pasión por Beatles, la admiración que le causaba Michael Jackson era superlativa. En cada uno de sus programas sonaban varias canciones del artista más importante del mundo, estuviera o no de actualidad. Tuve el honor de realizar junto a él un programa especial sobre MJ en el que, como respuesta a las acusaciones que ya entonces se vertían sobre él, Luqui se limitó a decir “Michael es un ser que se considera angelical, y por lo tanto, asexuado”. Junto a él viví la noche inolvidable en la que nosotros, vía satélite desde Estados Unidos, fuimos de los primeros seres humanos en ver el videoclip y escuchar en primicia lo que sería un número uno mundial llamado “Black Or White”.
La bolsa de Luqui
El que fuera nuestro director, el gran Luis Merino, le dedica interesantes pasajes en su libro Cuando la música era redonda (Sílex, 2023). Fue él quien decidió que se profesionalizase aquella emisión y mandó grabarle. Hasta entonces, Joaquín hacía radio sin ponerse auriculares, y por lo tanto, sin saber cómo se oía su programa. Lo importante no eran esas pequeñeces. Lo importante para él estaba en su bolsa de plástico. Ese pequeño espacio era lo que él salvaba de su propio caos.
Si hubiera que pensar un nombre para una película sobre su figura, estoy seguro de que todos quienes le conocimos coincidiríamos en que el título más acertado sería “La bolsa de Luqui”. En ella cohabitaban decenas de recortes de periódicos y revistas con discos sencillos (por supuesto, sin funda) que llevaba hacia o desde lo que era su cuartel general: una mesa en la que se amontonaba una FNAC completa: libros, discos, auriculares, cintas… Una vez al mes, el departamento de Servicios Generales de la SER fletaba una furgoneta repleta de cajas con todo ese material para poder despejar la redacción. Y esas cajas se amontonaban, a su vez, en su casa.
La famosa bolsa de plástico, con logo de supermercado cambiante cada semana, viajaba por el mundo. En las expediciones internacionales a las que era invitado por tratarse de algún estreno mundial, solía llenarla de papeles que acababan en forma de recortes en el pasillo del avión de vuelta. Si es que conseguía volar: en alguna ocasión su pasaporte se quedó en alguna tienda de discos y no embarcó. Si se quedaba en tierra y su misión era traer alguna cinta con entrevistas para poder montar un especial, se le confiaba la grabación a la tripulación. Ellos, gustosamente, las entregaban en Madrid a nuestro personal. Se notaba que había viajado porque entonces la famosa bolsa lucía un maravilloso logo de HMV, o de Tower Records de Londres.
Sus fuentes: su agenda y las fans
Ese histórico receptáculo contenía siempre dos elementos que le acompañaban. Su móvil, que se quedaba normalmente sonando justo en el momento en el que abríamos el micrófono los que hacíamos antena después de él, y su valiosa agenda. Su directorio de contactos no estaba en la nube, ni en sus móviles, que iban cambiando a medida que los perdía. Comenzó siendo un folio que fotocopiaba, y sobre la copia apuntaba nuevos números, y así sucesivamente. Tony Aguilar conserva, como reliquia de un Santo, la última versión de ese manuscrito emborronado.
Pero él, que usaba con astucia el teléfono, sabía a quién llamar para cerciorarse de algo que probablemente ya sabía gracias a sus fuentes: las fans de la puerta de la radio. Ahora todas las cadenas musicales aumentan sus ya enormes gastos al contratar a empresas extranjeras que realizan estudios concienzudos de mercado en los que analizan, canción por canción, la reacción de determinados grupos de población. Luqui lo hacía a su manera, dejando que le asaltaran, o hablando con quienes se le acercaban. Se quedaba en la puerta de Gran Vía 32, en Madrid, dejándose querer por decenas de jóvenes que le rodeaban para insistirle en sus favoritos en aquellos años sin social media. De aquellos estudios de mercado improvisados, que funcionaban mucho más rápido que la industria discográfica, salió la primera vez que oímos hablar de Take That, por ejemplo.
Siestas y misas de ocho
Quizá tampoco es muy conocida su faceta mística y religiosa, que le llevaba a practicar, en el pecho de quien se encontraba, la señal de la cruz. También era bien sabido por todos que no era posible grabar con Luqui cuando estaba en misa de ocho, en una iglesia próxima a la radio. No creo que sea desprestigiarle decir que su caos le llevaba a dormir siestas de varias horas y noches enteras en la redacción, sobre una vieja máquina de escribir con la que, sin ordenador, creaba sus columnas de la revista El Gran Musical. Ya cualquiera de los que fueron sus oyentes le habría notado siempre una dosis enorme de humanísima imperfección, pero cuanto más nos acerquemos a los píxeles de su foto, más imperfecciones descubriremos, y por lo tanto más conseguirá que le queramos para siempre. Humanizar, en un momento de filtros y Photoshop, es bueno. Él era precisamente así, bueno. Y eso no admite filtros.
Nunca le gustó reconocer que consiguió estar cerca de The Rolling Stones colándose, disfrazado de camarero, en su camerino, antes de su primer concierto en España. Tampoco era propenso a reconocer que lloraba de emoción cada vez que, en reunión sumarísima, nos tocaba votar un tema nuevo de su querido Paul McCartney. Joaquín, para el de Liverpool, era un amigo que le traía suerte, y siempre le llamó “Mister Lucky”.
El día de 1989 en el que votamos “My Brave Face”, yo estaba sentado a su lado. Me sorprendió verle llorar disimuladamente. Viéndose descubierto, me dijo “estoy mirando para abajo, my friend”. Muy propio de él.
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