Reconozcámoslo: todos hemos sido fans. Y siempre conservaremos algo de ese sanísimo entusiasmo por saber más de alguien a quien admiramos. Dicen los sociólogos que es natural en el individuo, y los psicólogos, que si no afecta negativa y objetivamente a nuestra vida normal, tampoco es un problema. Permitámonos eso. Hay quien incluso cree ver en algunas religiones auténticos clubes de fans, pero ese debate se lo dejamos a los expertos. En cualquier caso, este instinto natural se ha ido expandiendo en la medida en la que lo hacían los medios de comunicación, y ya es algo cultural y adaptado a esta vida llena de información.
A raíz de la actuación en España de Taylor Swift, los titulares relacionados con sus fans no han dejado de proliferar. Esto nos plantea una pregunta: ¿cómo ha evolucionado el fenómeno fan para llegar al grado de sofisticación de las llamadas swifties?
La primera vez que pudo leerse la expresión “fan” fue en Estados Unidos, allá por 1889. El diario The Cincinnati Enquirer lo usó para referirse a los seguidores del béisbol. Y fue en ese siglo cuando apareció el primer fenómeno fan musical del que se tiene constancia, y que encajaría en la descripción actual.
Histeria por Liszt, desmayos por Sinatra
En el siglo XIX, Franz Liszt fue uno de los primeros en experimentar lo que hoy llamaríamos histeria de fans. Se sentía atractivo, y dicen que se ponía de lado para atraer las miradas cuando tocaba el piano moviendo su melena. Las crónicas dan fe de que en sus conciertos ocurrían desmayos entre las mujeres asistentes, quienes llegaban a pelearse por las cuerdas rotas de su piano o trozos de tela de sus pañuelos. Este fenómeno, conocido como Lisztomanía, marcó el inicio de una larga tradición de fervor fanático en la música.
No descubro nada si menciono la histeria colectiva relacionada con algunos ídolos posteriores. Dicen que por María Callas más de uno perdió la cabeza, y Rodolfo Valentino no podía vivir tranquilo. El fenómeno fan continuó su evolución con la llegada de figuras que todos recordamos rodeados de fans enfervorizadas como Elvis Presley o Frank Sinatra en las décadas de 1950 y 1960. La Voz tenía una legión de seguidoras apodadas Bobby Soxers que literalmente se desmayaban en sus conciertos. Eran chicas adolescentes que llevaban calcetines cortos y zapatos planos, de ahí su nombre. Y los fans masculinos eran los Swing Kids.
A golpe de cadera, Elvis revolucionó la música popular y la cultura juvenil gracias precisamente al fenómeno fan generado a su alrededor. El primer caso claro de histeria colectiva del siglo pasado incluyó desde gritos ensordecedores hasta tumultos en sus presentaciones en vivo. Se dice que en algunos conciertos de Elvis, los zapatos de las fans quedaban destruidos por la fuerza con la que pisaban el suelo al ritmo de su música.
Cuando el fan sirve contenido
Y llegamos al punto de inflexión en la cultura fanática con The Beatles. Ellos fueron los que introdujeron a sus seguidores (mejor dicho, perseguidores) en su propio contenido. Así comienza su película emblemática A Hard Day’s Night.
Sin los gritos de las masas, Beatles no son Beatles. La Beatlemanía no solo llenó estadios y generó gritos que opacaban la música en vivo, sino que también estableció ya el modelo para la relación entre artistas y fans en la era contemporánea. Fueron pioneros en la forma de gestionar esta relación, integrándoles en su narrativa y utilizando los medios de comunicación para mantener su presencia constante en la vida de sus seguidores.
La famosa actuación en el Shea Stadium en 1965 es un ejemplo claro: los gritos eran tan fuertes que los mismos Beatles no podían escucharse a sí mismos tocar. Tocaron a sordas, haciéndose señas y gestos para coordinarse. Sus caras lo dicen todo.
Curiosamente, durante una gira en Filipinas, a Imelda Marcos se le ocurrió invitarles a comer, y parece ser que a los cuatro de Liverpool el plan no les apetecía demasiado. Rechazar esa invitación provocó cambio de planes, el fin de sus apariciones allí y las consecuentes batallas campales por parte de miles de fans.
Hacer carpetas
Y llegamos a la década de 1970. Muchos recordarán el surgimiento de ídolos juveniles como David Cassidy y Leif Garrett, que con sus peinados y sonrisas comenzaron a empapelar las carpetas de las estudiantes de la época. Comenzó a crearse música ad hoc para fans en ese momento de la Historia, con ritmos sencillos y música pegajosa. Fue en esta época cuando la industria del entretenimiento comenzó a reconocer y explotar el poder comercial de las bases de fans juveniles, con programas de televisión y revistas dedicadas exclusivamente a estos nuevos ídolos. Y comenzaron los titulares del estilo “en un concierto de David Cassidy en el Houston Astrodome, una fan se cuela en su camerino disfrazada de trabajador de mantenimiento”.
En los 80 y 90, después de los grandes artistas tipo Michael Jackson o Madonna, lo que dominó el sector fan fueron las boy bands. Grupos como New Kids on the Block y Take That no solo llenaron estadios, sino que también impulsaron un mercado masivo de productos y contenidos dedicados a sus seguidores.
En concreto, la locura por Take That, fue tan intensa que la salida de Robbie Williams en 1995 causó un problema de salud pública en el Reino Unido. La ola de crisis emocionales que provocó la noticia hizo necesaria la intervención urgente de centenares de psicólogos que atendían una hot line telefónica 24 horas al día. El absentismo escolar por problemas derivados de este asunto llegó a considerarse sociológicamente noticiable. Este episodio reveló el lado oscuro del fenómeno fan: la dependencia emocional y la vulnerabilidad de los jóvenes que siguen a sus favoritos. Sí, afecta a la vida cuando sufres depresión porque un artista deja un grupo. Eso ya es una cuestión de salud. Y lo contaron con toda normalidad.
En España también hubo grandes creadores de fans. Desde Camilo Sesto, Nino Bravo, Pablo Abraira o Los Pecos… a Hombres G, pero hay que hacer sitio para reconocer que el artista español que más fans ha generado en España y en el mundo entero, ha sido, claro, Julio Iglesias. Si a Hombres G les lanzaban sujetadores y hasta un Rolex, a Julio no se lo lanzaron al escenario, por suerte, pero le han llegado a regalar un caballo pura sangre.
Ídolos digitales
Con la llegada del nuevo milenio, internet incendió el fenómeno. Justin Bieber fue uno de los primeros en aprovechar estas plataformas para construir una base de seguidores a nivel mundial. Todo comenzó en YouTube.
Fue descubierto por el mánager Scooter Braun a través de un video de YouTube cuando tenía solo 12 años. Fue el primer ejemplo conocido de muchos que vendrían después. Las redes sociales podrían catapultar a un artista desde el anonimato hasta el estrellato internacional en cuestión de meses si los likes soplaban a favor.
Ya más recientemente, el fenómeno que arrasó vino desde Corea del Sur. BTS ha llevado el asunto a nuevas alturas, con la mayor cantidad de seguidores oficiales en la historia. En ocasiones no basta ni la policía para poder canalizar tanta locura juvenil. El fenómeno ha llegado a ser estudiado por Ellen DeGeneres.
Si sus seguidores se autodenominan ARMY ya nos podemos hacer una idea de su militancia. Como tales, hasta se organizan con estructuras claras, y son capaces de recaudar millones de dólares para diversas causas benéficas en nombre de BTS. Eso es poder.
Una experiencia continua
Y así llegamos adonde estamos. Los vuelos económicos permiten a los swifters del mundo pasear por Madrid, y muy comentado está siendo el consejo de usar pañales para evitar ir al baño en los conciertos españoles de la pensilvana.
La Swift no solamente ha logrado conseguir una base de fans leal y apasionada, sino que ha sabido utilizar las redes sociales para mantenerse conectada con sus seguidores. De esta manera tan inteligente, la experiencia es continua, con lo que crece la obsesión. La artista no pierde ocasión para humanizar en lo posible el tema, y lo consigue. Sin duda, ese ha sido el ingrediente que ha hecho explotar el fenómeno. Todo un ejemplo que otros seguirán muy pronto.
Ahí está el fenómeno fan. Ya es cultural, desde Liszt hasta Swift. De nosotros depende ser capaces de diferenciar la pasión de la obsesión para seguir en nuestros cabales.
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