Son niñas desafiantes. Cabezas grandes y ojos que interpelan y expresan. En ocasiones de modo insolente y amenazante, a veces de manera más melancólica e insegura. Figuras que llevan el sello de su autor, con evidentes influencias de su país de origen, Japón, y de su cultura salpimentada con la estética manga. En sus trabajos se intuye su infancia en soledad y la mordacidad de su juventud. Lo hacen, según explica, al son de Bob Dylan, del discurso antibelicista, de la cultura folk y de la defensa de los derechos civiles.
Yoshitomo Nara (Hirosaki, 1959) es uno de los autores vivos más cotizados del momento. Expone por primera vez en el Museo Guggenheim de Bilbao. Lo hace desde este jueves y hasta el 3 de noviembre en una de las muestras principales de la temporada en la pinacoteca vasca.
A través de 130 trabajos, entre pinturas, esculturas e instalaciones, el recorrido por su obra muestra a un autor singular que descubrió al salir de su Japón natal que “ver las cosas desde el monte Fuji es totalmente distinto a verlas desde el Everest”. Según ha reconocido durante la presentación de la muestra, poder exhibir en este museo es “un sueño hecho realidad”. Pensó que era “mentira” cuando se lo propusieron hace tres años. Una exposición que viajará después hasta el Museum Frieder Burda de Baden-Baden y a la Hayward Gallery de Londres.
Nara aún no es capaz de explicar el porqué de esas niñas de grandes ojos y cabezas generosas a medio camino entre la ternura y la inquietud. “No sé expresarme con palabras, por eso lo hago a través de mis obras”, asegura. Son cuatro décadas de trabajos, desde sus inicios hasta la actualidad, desde los tiempos en los que pintaba cientos de obras al año hasta hoy, “que sólo hago dos al año”.
Su popularidad se disparó a partir de los 2000. Lo hizo por la influencia visual “más que de contenido”, reconoce. Detrás de ese fenómeno y de su obra ve capas que van desde la influencia del manga japonés hasta el anime, “y mi infancia”: “Todo ello me ha llevado a la obra que hago”.
Sin duda su infancia juega un papel determinante en su trabajo. Nacido en un pequeño municipio al norte de Japón, sin grandes focos culturales, Nara pronto demostró su talento para pintar y dibujar. La escuela de arte más cercana a su pueblo fue su primera experiencia estudiantil. “Ahí empecé a querer que me vieran a mí mismo a través de mis obras, sin tener que encajar en fenómenos sociales”. Sus personajes, figuras y animales, son un medio de expresión de su pensamiento y emociones más íntimas, que abarcan desde sus recuerdos de infancia, sus experiencias vitales hasta sus conocimientos de música, arte y de experiencia social en Japón y en el extranjero, su foco de creatividad.
Experiencia europea
Se trata de una exposición clasificada por temáticas. Ha sido el propio autor el encargado de ordenarla. Elementos como la casa de tejado rojo, los brotes, el charco, la caja, el barco azul o el bosque son elementos que se repiten.
Entre 1987 y 2000, vivió en Alemania. Experimentar la cultura y tradición artística europea le cambió. Descubrió de primera mano las pinturas renacentistas y medievales, las temáticas bíblicas y religiosas. Nara experimentó un despertar hacia estas temáticas y sentimientos. La influencia de los autores impresionistas y expresionistas, aquella filosofía y espiritualidad y las técnicas que descubrió en ellos le llevaron a replantarse muchos de los aspectos que hasta entonces habría aprendido.
El desconocimiento del alemán durante los años que vivió en el país germano le llevaron de regreso a la soledad que había caracterizado su infancia y a reforzar su necesidad de comunicarse a través del arte, de las obras que pintaba.
"Yo no he cambiado"
En 2000 regresó a Japón. Al año siguiente inauguró su primera gran exposición en su país. En 2011 la tragedia del gran terremoto de Japón que provocó un tsunami y con el la tragedia de la central nuclear de Fukushima le marcó profundamente. El impacto en las zonas rurales que tuvo aquel drama le llevó a impulsar proyectos artísticos locales y comunitarios.
Hoy Yoshitomo Nara sigue ligado a su pueblo. "Yo no he cambiado nada; igual han cambiado los ingresos de mi cuenta corriente o las exposiciones que me ofrecen... y tengo miedo de que eso me haga cambiar. Mi época más feliz fue cuando era un estudiante en Alemania y pintaba 120 obras al año... ahora pinto dos", asegura.
Defiende que las experiencias que ha vivido no se pueden comprar con dinero. El éxito de sus trabajos le han hecho merecedor de numerosas propuestas comerciales con grandes marcas de moda. Las ha rechazado todas "menos una, porque no utiliza la moda como negocio y tiene una visión sostenible, además de que existe un trato de amistad".
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