Al Hôtel du Palais de Biarritz le pasa como a El Escorial: en su entorno, las casas replican su forma de mansión decimonónica, su tejado de pizarra y su color encarnado de sandía. Como si se hubiera contagiado por las inmediaciones. La entrada frente al mar gris, espumoso, agitado de corrientes, el palacio se alza con la elegancia que se le presupone. El hecho de que las altas verjas se abran para nosotros constituye una felicidad suplementaria.
Penetramos, así, en esa fantasía Segundo Imperio de monóculos, pesadas faldas sostenidas por estructuras de crinolina, largos perros lanudos, zarinas, bizantinismos, telegramas para el ministro de la guerra, disfraces, complementos rococós, tafetán, terciopelo, austrohúngaros y austrohúngaras, sonrisitas y gestos desmayados tras un abanico, joyas traídas de las colonias, galones y conversaciones sobre la última exposición universal, sobre Wagner o Darwin, y lo hacemos con toda la distinción (escasa) de la que disponemos. Habrá que aparcar el cochecito al lado del Ferrari. Habrá que entrar por la puerta giratoria sin accidentes. Me tratan de monsieur Urdampilleta, que es mi segundo apellido. No les digo nada, me parece bien.
Realmente, el Palais, acompañado del anejo edificio Spa Imperial, es un espacio memorable. Algunos edificios de Biarritz, se ha dicho, clonan al Palais, pero el monumental Palais tiene el aire de un meditador solitario junto al mar. Está como apartado, sobre la Grande Plage, la Gran Playa. Lo mejor de Biarritz es el Palais: su relativo aislamiento fomenta, creo, esta sensación mía. Visto en la distancia, tenemos el Palais en el mismo plano que el faro. La melancolía del Palais es un hecho: de fondo, tiene la torre de luz; enfrente, unos macizos farallones. El rumor del Atlántico se eleva, desde las orillas, hasta las plantas más elevadas del hotel. El mar retumba por la base del edificio y su vibración recorre, de abajo arriba, todo el ámbito.
Adefesios y horror vacui
Biarritz tiene una costa dramática, hermosa, sembrada de acantilados románticos, pero, a pesar de este emplazamiento y de los espléndidos paseos junto al mar, la ciudad de veraneo elegante no me parece una apoteosis europea, precisamente. Y, además, su veraneo no es elegante: más bien es indefinido. ¿Hay algo más socialmente borroso que el veraneo en Biarritz? Biarritz, como ciudad, como organización de edificios, estradas y avenidas, agobia no poco.
Apartado sobre la Grande Plage, lo mejor de Biarritz es el Palais: su relativo aislamiento fomenta, creo, esta sensación mía
Los más varios estilos arquitectónicos (de los tiempos de María Eugenia, de los tiempos de Clemenceau, de los tiempos de Mitterrand) se alternan sin espacio, como piezas de Tetris bien apretadas. Esta variedad comenzaría, sin duda, como una virtud, pero ha terminado en el actual Biarritz. En el centro no han dejado un hueco libre para respirar. Esto es levemente inhumano. Así encontramos que entre el palacete neovasco, el palacete bretón, la villa italiana y la casa de pisos estilo París, se asentó el bloque color vainilla estilo Marina D’Or Ciudad de Vacaciones.
Hay algo atropellado, un furor constructivo, un horror vacui, en Biarritz que nadie ha sabido frenar en las décadas tremendas de la construcción en Europa (esos años oscuros que hoy nos afligen). Las fotos que hay en Google de esta playa siempre son de lado, y suelen incluir el Palais. Una imagen frontal nos mostraría la verdad de Biarritz: enormes adefesios urbanos que estragan la playa y nos agobian.
El casino art déco de Biarritz, también de color vainilla, es, de acuerdo, un edificio respetable. Data de 1929. Ya entonces, este mamotreto se comió una buena porción de la playa. A diferencia de los productos de la especulación inmobiliaria de los 60, 70 y 80, los monstruos que acogotan Biarritz (¡el Hotel Sofitel, por el amor de Dios!), pero su situación es desafortunada.
Baroja en Biarritz
La historia de Biarritz ha sido una carrera por el espacio que ha quedado un poco deslucida. Hay una vieja zona portuaria, superviviente de estas cosas, donde pude tranquilizarme un poco de estas cosas comiendo sardinas y vino blanco. En el restaurante Casa Juan Pedro volví a mis meditaciones barojianas. A saber: 1/¿Dónde escribió Las figuras de cera?; 2/ ¿Le gustaba Biarritz? Apéndice a la segunda cuestión: no recuerdo que fuera un gran admirador de su natal San Sebastián.
En su libro 'El País Vasco', Baroja da una imagen templada, más positiva que de la otra capital de veraneo que le vio nacer, San Sebastián
En su libro El País Vasco, de 1953, Baroja da una imagen templada, más positiva que de la otra capital de veraneo que le vio nacer, San Sebastián: "Aunque se haya hecho mucho por pulirlo y domarlo es, sin embargo, Biarritz, uno de los pueblos donde más se nota el mar. No es raro que en los paseos el visitante se vea amenazado por la espuma de las olas".
En uno de los puntos, decía, románticos de Biarritz, junto a los acantilados azotados por el mar verde-gris, hay unos monumentos a los muertos de la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Precisamente, allí, recordé que el otro texto de Biarritz que conozco de Baroja, mi obsesión, es un poema sobre la ciudad en el momento en que el ejército se moviliza, frente a Alemania. “Biarritz” pertenece al poemario Canciones del suburbio, que fue escrito entre París y Bayona, con alguna visita a mi ciudad agobiante, entre 1939 y 1940. Leamos el comienzo:
La guerra deja las playas
Completamente vacías;
Desaparecieron lonas,
Banderas y percalinas;
todo tiene un aire triste
En esta tarde sombría,
En que llueve intensamente…
El placer del Palais
Sigo meditando sobre Biarritz. Desde luego, soy el único que veo en la calle con chaqueta de lino. Vuelvo al Palais, solitario, vasto edificio apartado tanto hoy como en los tiempos en que fue concebido. Está iluminado. Recorro el anchuroso jardín y distingo, más allá de las verjas del otro lado, las cúpulas de la iglesia ortodoxa rusa (construida a instancias de Alejandro III). Ha caído la noche: las olas baten rudamente contra la arena encajonada de la Grande Plage; y el casino está iluminado. Los farallones se adivinan en la masa oscura del mar.
Entro en el maravilloso Palais. Bajo y subo sus escaleras con placer. Me deslizo bajo sus lámparas de araña con soltura, como un patinador. Atisbo, de nuevo, el Atlántico desde el restaurante de La Rotonde con el ceño de un personaje de Max Ophüls. Proyecto descender al día siguiente al Spa Imperial con algún libro de Baroja. Ya no sé qué estoy leyendo de Baroja. Me da igual. Proyecto ir, al día siguiente, a Cestona, a ver la casa donde vivió el escritor, en el otro País Vasco. Pido otro vino blanco. Lo saboreo y cavilo. En la cercanía, el lujo en la noche tiene a veces, sobre la imaginación, el efecto que tiene el calor de la fogata: algo en él estimula la fantasía, la locuacidad del cuentacuentos y la rotundidad intelectual del organizador de planes.
Pero pienso tonterías: medito que antes, con el vino blanco y las sardinas a la parrilla del puerto ha comenzado para mí el verano, propiamente. Estoy pensando en el valor de este tipo de rituales en la vida moderna cuando la camarera, exquisita, delicada, me dice, inclinándose:
–Felicidades, monsieur Urdampilleta.
–¿Perdón? –las olas barren la Gran Playa.
–Enhorabuena, señor.
–¿Por qué?
–Por España.
–Ah. Sí, sí.
–Gran partido.
–Sí, en efecto. Muchas gracias –respondo, no sé si formulariamente.
Y vuelvo al mutismo. El fútbol me importa un pito. Vuelvo a ensimismarme. ¿Estuvo Baroja en el hotel? Al final, también eso me acaba dando igual. Pienso, espontáneamente:
–Hôtel du Palais de Biarritz, je t’adore…
Pensamos en el poema “Biarritz” mirando los arrecifes, desde una ventana de La Rotonde, mecidos por la mar “salvaje y violento”…
…las rocas de los contornos,
Que a las olas desafían,
Se cubren de blanca espuma
Que se desmenuza y brilla
En los arenales suaves…
Álvaro Cortina Urdampilleta es filósofo, periodista y escritor. Sus últimos libros son los ensayos 'Abisal' y 'El espejo y el oráculo' y la novela 'Garravento'.
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