Todo es verdad en la Antigua Pastelería del Pozo. Es del Pozo, porque está en la calle del mismo nombre, un estrecho atajo peatonal que discurre paralelo a la Carrera de San Jerónimo, en el centro más centro de Madrid, entre las calles de la Cruz y de la Victoria. Es la más antigua de España, casi bicentenaria, fundada nada menos que en 1830. Y es sobre todo pastelería, una de las mejores del país, conocida por su hojaldre, su pastel ruso, sus roscones y sus torrijas.
Además de en Reyes y Semana Santa, picos anuales de demanda y producción de dos de sus principales especialidades, Pozo vive otro momento estelar por Todos los Santos, cuando una clientela exigente y fiel acude a hacer cola ante sus viejas puertas de madera, pintadas y repintadas en marrón desde hace casi dos siglos, para llevarse sus buñuelos y sus huesos de santo, dulces por excelencia en esta época otoñal.
"Hay buñuelos y los de la calle del Pozo", presume Antonio Pérez, 60 años, 44 en la casa y 18 como encargado. "Es que yo he probado buñuelos que... ¡Con lo fácil que es hacer una masa buena! Mira, pasa".
Del petisú al buñuelo
Dejamos el viejo despacho –con su suelo hidráulico, las vitrinas y viejos mostradores, la caja registradora de 1834 y el retrato dedicado del nobel Benavente, amigo de Pozo y de la familia Leal, que regenta el establecimiento desde 1930–, y le seguimos a la cocina, donde su compañero José Luis, 23 años trabajando en la pastelería, espumadera en mano, fríe en una gran sartén las ligeras esferas de masa que serán luego buñuelos. "Bueno, a esto me refiero", señala orgulloso Antonio. "Y con aceite de oliva". Pese a la subida de precio de las últimas campañas no han renunciado a seguir utilizándolo para sus elaboraciones sin apenas repercutirlo en el precio final.
"Nosotros hacemos una base de petisú –la clásica masa choux del petit choux francés, que aquí derivó en petisú–, pero en vez de meterle mantequilla o margarina como hace mucha gente la preparamos con manteca de cerdo. Hacemos una pasta, y cuando ya está bien concentrada se añade huevo fresco hasta que se forma una crema ligerita, suave, que vas metiendo en una manga y desde ahí la vas cortando. Hay otros que lo hacen con cuchara, pero no sacan la cantidad de producto que has visto en la sartén".
Recién hecho, todavía sin nada dentro, ese buñuelo vacío que se lo llevaría el viento sabe a gloria. Pero ha sido creado para hacer sociedad con su relleno. Los clásicos de la casa son la crema, la batata, el cabello de ángel y el chocolate, pero "luego hemos potenciado el de café y sobre todo el chantilly", explica Antonio, resignado también a aclarar que ese finísimo merengue no tiene nada que ver con la nata que tanto les demandan. Una "crema espectacular" que requiere una minuciosa elaboración. "No es un merengue al uso a base de azúcar en grano. Cuando levantas las claras [a punto de nieve] hay que añadir el azúcar hirviendo a punto de hebra".
Entre el Pilar y la Almudena
Estos días, Pozo consume entre cinco y seis cajas de huevos que le provee un productor local. Cada caja contiene 30 docenas. Es decir, unos 2.000 huevos diarios para preparar entre 20 y 25 litros de masa petisú con la que elaborar los buñuelos que en Pozo se despachan sin cesar durante algo menos de un mes al año, entre El Pilar y la Almudena.
Y luego están los huesos de santo, esos dulces estriados de mazapán relleno que aquí tampoco son cualquier cosa. El jefe de Pozo constata lo que ya sospechamos. "En muchos sitios añaden fécula para abaratarlo". Ellos no se apean de la fórmula tradicional: mitad y mitad de almendra y azúcar para crear un finísimo mazapán que luego se moldea con dos herramientas centenarias que "trabajan muy poco a lo largo del año", el rodillo que le da su característica silueta ondulada y el cortador de huesos. Después de dejarlos secar los rellenan. Batata, praliné, chocolate yema son "los más clásicos de siempre", constata Antonio. "Aquí todo está hecho con mucho cariño, mucho amor y buena materia". Ni trampa ni cartón. Todo es verdad en Pozo.
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