Érase una vez que se era, en la prehistoria del pop digital, un joven con guitarra y nombre de emperador: Alejandro Magno. Sí, un chaval con seudónimo de conquistador. Y lo fue. Estaba destinado a arrasar durante décadas en los escenarios del mundo de habla hispana, pero recuerdo con una sonrisa sus inicios como el acompañante de otro artista musical que no llegó demasiado lejos llamado Juan Carlos Balenciaga. Gracias a ese cargo honorífico podía colarse, entre otros eventos, en la zona VIP de los conciertos de El Gran Musical o el Super 1 que yo presentaba, por ejemplo.
El siguiente dato que me hizo presagiar que estábamos ante una estrella fue la forma en la que una antigua novia me preguntó, llamando apresuradamente a mi Motorola, si conocía a Alejandro Sanz, y su rubor posterior al presentárselo. No parecía para tanto, o yo andaba muy desconectado de lo que estaba pasando. Y sí, algo estaba ocurriendo.
Aquel episodio hizo que me fijara más en su talento. No era precisamente mi estilo, pero era evidente que Alejandro tenía buen oído, letras con sustancia, y una música que, aunque estaba vestida para ser un hit juvenil, llevaba implícita una madurez que su imagen de entonces no dejaba ver del todo. Eso sí, en los bares y cines del Madrid post movida seguía siendo el chico más gracioso del grupo, ese que cuenta chistes sin pretender ser el alma de la fiesta y por eso te hace reír aún más.
Tanto que en una madrugada de las de Gran Vía debí soltar un “me subo a la radio” que sonó a invitación, porque se vino conmigo. Esa noche, hasta las tres de la mañana, el muchacho se dedicó a contarme chistes en antena sin que sonara ni una sola de sus canciones. Guardo aquella cinta como un tesoro, aunque, claro, al día siguiente tuve que dar explicaciones. Los ejecutivos de la radio no lograban entender de dónde había salido semejante show, ya que ni la emisora ni la discográfica habían pactado entrevista alguna. Pero es que eso no era una entrevista: eran solo dos voces en la madrugada, riéndose de la vida, antes de que el chico empezara a ser portada en todas las revistas… y no solamente en la Superpop.
Un mensaje en la botella
La cosa es que al principio me costó, y mucho, relacionar al amigo de Balenciaga, a aquel joven aspirante a Magno, con el single “Los dos cogidos de la mano” que nos llegó a la redacción, cortesía del mítico paquete de Warner. El envío era una suerte de sobre sorpresa, lleno de vinilos y CDs (a unos les llegaba más lleno que a otros) que solían enviar las discográficas semanalmente con sus novedades o sus insistencias. Se amontonaban en las redacciones de las emisoras de entonces. Porque, ya se sabe, en aquel momento las discográficas lo enviaban todo como si tiraran dardos a ver qué daba en la diana. Nos daban, aceptémoslo, demasiado poder decisorio sobre sus objetivos. Seguro que se perdieron muchos aciertos.
Aquel mensaje en la botella que nos llegaba con la esperanza de que lo escucháramos contenía una propuesta no apta para musicólogos exigentes, pero contaba con el beneplácito de los cazatalentos de la industria. Alguien en la división española de la multinacional norteamericana adivinó que, como siempre que pasan estas cosas, se alinean los astros, y el cielo en 1991 tenía este horóscopo: un fenómeno fan en expansión y un nativo de Sagitario que se parecía a Jorge Sanz (de ahí que se le cayera el Sánchez) que cantaba canciones sencillas de amor.
Palmeras digitales
He empezado con sus principios porque es lo que parece estar pidiendo a golpe de balada este artista. Me podría haber limitado a comentar su nuevo trabajo, que no es uno más. El cambio de compañía hacia Sony Music, y su reciente evolución personal, pedían plantar “Palmeras en el jardín”, aunque no sea en La Habana, sino en Madrid.
Su nuevo lanzamiento es como ese café que te tomas pensando en alguien a quien no logras olvidar, aunque ya sepas que está en otra latitud emocional, con un océano de por medio. Sí. Definitivamente Alejandro Sanz, por alguna cuestión personal, vuelve a su esencia: una balada cargada de melancolía, con guitarra acústica al frente, cuerdas para el toque nostálgico y su voz (siempre con ese timbre de "aquí te quiero y aquí te extraño") que explora el desencuentro amoroso con la abrupta sencillez que todo final del amor contiene. La letra, un clásico sanziano, mezcla palmeras y jardines para recordarnos que, en el amor, a veces ni las mejores intenciones logran unir dos mundos que van por caminos opuestos.
El videoclip es como un recuerdo romántico imaginado por un decorador de lujo: Alejandro Sanz aparece en escenarios que no son ni un jardín tropical ni un showroom de diseño, pero lo sugieren. Las palmeras, inquietas y empujadas por el viento de la vida, aparecen y desaparecen en destellos digitales, como fragmentos de un sueño en pausa. Entre guiños al mundo virtual, silencios profundos y alguna bomba nuclear emocional, vemos a dos seres que se distancian hasta desvanecerse. Aquí el desamor es elegante, sin dramas exagerados, aunque te rompe el corazón con la calma de quien pierde las llaves del Porsche en una fiesta en Miami… pero nada más lejos de la indiferencia: en el Universo Sanz, basta una palabra cantada de pie, tattoos a la vista, para convertir cualquier recuerdo en un auténtico drama.
Al final, la canción se hace corta (3:07), porque acaba como un suspiro resignado. Y la resignación es lo que ya saborean sus fans a la espera del nuevo álbum, que vendrá con la gira más grande de su carrera. Permítaseme la insistencia: la más grande. De todas.
Datos demoledores
Démosle un respiro al lado derecho del cerebro y pongámonos en modo estadístico para entender por qué los astros le sonríen al chico que un día se colaba en la trastienda del camión escenario de la radio. Con más de 25 millones de discos vendidos en el mundo, Alejandro Sanz podría cubrir la Gran Muralla china de vinilos, CDs y hasta playlists digitales. Y todavía le sobrarían unos cuantos para decorar Algeciras, donde es embajador, y Cádiz, que lo ha nombrado hijo adoptivo. Con 24 Latin Grammys (sí, 24, ni uno menos), Sanz es el artista español con más premios en esa categoría, y suma cuatro Grammys estadounidenses como propina. Ha compartido escenario con gigantes como Alicia Keys, Beyoncé, Marc Anthony o Shakira… porque nadie le suele decir “no”.
Nunca olvidaré cómo celebramos en su momento y al ritmo del “Corazón Partío” (ese tema que estuvo a punto de ser cantado por Camela) que su disco Más fue el más vendido de la historia de España, con más de dos millones de copias.
Nadie lo puede discutir: los cazatalentos de Warner no se equivocaron con él. Ni la radio tampoco al reconocerle todavía como el más grande en activo.
Su peregrinaje, pronto en Netflix
Los episodios que aquí narro son apenas una mota de polvo en el vasto universo de experiencias que bien merecemos conservar. Porque de ellos, créanme, podemos aprender, especialmente porque no todos son perfectos. A sus 55 años, el señor Alejandro Sánchez Pizarro es un ser humano y, como tal, imperfecto. Con eso que solemos llamar claroscuros –sentencias judiciales, vástagos repentinos, relaciones tormentosas y algún que otro pequeño escándalo–, la pregunta justa es si merece la pena sentarnos frente a la pantalla para dedicar horas a su historia, ahora que Netflix está a punto de traerla en una serie. Y la respuesta es sí; hasta cruzaría el umbral del monitor si me lo pidieran, que ya lo han hecho.
Entre ofertas para mejorar mi factura de la luz y magníficas oportunidades de operadores móviles, recibí una llamada que, por suerte, fue diferente: me invitaban a colaborar en esa serie, aportando lo que tengo, es decir, recuerdos y un análisis más o menos profesional del fenómeno Sanz.
Veremos si al final aparezco, porque el mundo de la producción audiovisual es tan intrincado como un laberinto. Pero tengo claro que haré lo que se me pida por quien me otorgó el diploma de artista un día en los camerinos de La Rosaleda:
–Yo: ¿Qué tal, artista?
–Él: Artista tú, que nos levantas cada día a carcajadas.
Ya me siento con licencia para ejercer como tal. Me la otorgó esta perfecta personificación del ser humano que ha sabido reflexionar y hacerse mayor sin perder las ganas de emocionar a quien le escuche. A fin de cuentas, eso es ser artista.
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