Es la pregunta que le plantearon a Luisgé Martín al menos dos de las personas que leyeron el manuscrito de El odio y que figuran en los agradecimientos del libro. ¿Dónde está Ruth Ortiz? ¿Dónde está la voz, el punto de vista de la madre de los niños Ruth y José, los hijos que su padre, José Bretón, mató a sangre fría e incineró en la finca familiar de Las Quemadillas el 8 de octubre de 2011? 

Dice Luisgé Martín que en 2021 –cuando ya había empezado a cartearse con Bretón y había decidido escribir este libro del que toda España habla desde hace días, como se habló de Bretón desde el horrible crimen hasta su condena en julio de 2013– compartió su propósito con "los amigos que me sirven de confidentes desde hace años". Una dijo que nunca leería el libro. Otro, un tanto despistado, le alertó del peligro físico que podía correr una vez que aquel asesino confeso saliera de la cárcel. Un tercero le avisó del "riesgo intelectual" de la empresa, de la posibilidad de que Bretón manipulara sus sentimientos. Para entonces, el asesino ya le había dicho, en su primera carta: "Me entusiasma tu propósito". Más adelante, Luisgé Martín confesará que se encontró "sintiendo hacia José Bretón un afecto que me avergonzaba e incluso me enfurecía en algunos momentos".

De ese grupo de confidentes que le previnieron de los riesgos de su empeño de jugar a ser Truman Capote, el escritor omite a quienes le advirtieron, cuando El odio ya estaba terminado, de que la ausencia de Ruth Ortiz, en un libro donde su nombre aparece por doquier y escrito con la distancia aparente de un cronista, no tenía un pase después de intercambiar con Bretón, desde julio de 2021, unas 60 cartas, de conversar con él por teléfono y de "visitarle por fin" en la cárcel el 26 de diciembre de 2023, donde le obsequió con la ropa que su madre y sus hermanas le habían comprado llevadas por una navideña compasión.

Una decisión "quizás equivocada"

"Cuando inicié el proyecto de este libro y la investigación sobre lo que había ocurrido, tomé la decisión –quizás equivocada– de hablar únicamente con José Bretón. Mi propósito era tratar de comprender la mente de alguien que había sido capaz de asesinar a sus propios hijos, y para ello me resultaba distractivo cualquier otro punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz, a la que, en cualquier caso, no me habría atrevido a mortificar con indagaciones" (El odio, páginas 54 y 55).

"Especialmente" el de Ruth Ortiz. Un punto de vista "distractivo". Una decisión "quizás" equivocada. Que tal vez tuvo que ver, más que con un ejercicio de soberanía literaria, con que Luisgé Martín seguramente sospechaba que Ruth Ortiz se negaría a cualquier colaboración y que existía la posibilidad de que obstaculizara su proyecto. 

"Quizás", "tal vez", "seguramente", "al parecer", "existe la posibilidad", son palabras y fórmulas que Luisgé Martín utiliza con frecuencia en su libro. Sobre todo en las 30 páginas que dedica a describir la relación de José Bretón y Ruth Ortiz, que, "como cualquier pareja, atravesaron paraísos y cenagales" (página 59). Lo hace con detalles proporcionados exclusivamente por Bretón, incluida la patética carta –la carta de un enfermo de cursilería– que envió a su mujer para intentar recuperarla en vísperas de los asesinatos, que el escritor reproduce literalmente y que considera la clave del crimen: "Si en esa carta no hubiera tanta ignominia sobre sí mismo, tanta deshonra, tanto autodesprecio, tal vez los niños Ruth y José no estarían muertos" (páginas 72-73).

Ruth "no era feliz"

En esas 30 páginas se cuentan aspectos de la vida de la pareja que el lector solo podría entender de manera cabal incorporando el testimonio de Ruth Ortiz. Como cuando en 2008 ella aceptó un trabajo en Huelva y se fue allí con su hija sin consultarlo con Bretón (página 49). Tampoco faltan las especulaciones sobre sus sentimientos, ya sin los quizás. Ruth "no se sentía feliz en ese matrimonio cada vez más macilento" (página 60). "Ruth llevaba mucho tiempo sintiendo que no era feliz, pero intentaba salvar el matrimonio a pesar de ello" (página 64).

Todo ello resulta innecesario para el supuesto objetivo literario de Martín, esa exploración del odio que anidó en la mente de Bretón y que le llevó a matar a sus hijos, el "callejón sin salida psicológico" que toma prestado de Capote. El escritor constata que el atroz crimen fue un caso paradigmático de violencia vicaria, con el que aquel hombre inseguro y acomplejado logró "causar el mayor daño posible a la esposa que le había expulsado de su vida". Tiene el valor, incluso, de reconocerse en algunos comportamientos de Bretón, en las manías con los ruidos de los demás al comer, en "los desarreglos afectivos de la adolescencia" que "ya no se curan nunca", como contó y desarrolló en El amor del revés, sus memorias de un "niño cucaracha" que se negaba a sí mismo.

Pero el resultado es un true crime deslavazado y oportunista, anegado por la escatológica adjetivación marca de la casa y disfrazado de reflexión profunda en torno al mal que no renuncia al efectismo. Como cuando asegura que en la víspera del crímen "Bretón seguía confiando en que su mujer le llamara y detuviera la cuenta atrás, pero Ruth, que ni quiera había leído la carta", la famosa carta, "no le llamó". O en la risible despedida en el locutorio de la cárcel. "Hice un gesto melodramático que había visto en las películas carcelarias muchas veces: puse la palma de la mano abierta en el cristal. Bretón no lo hizo".

El daño ya está hecho

El odio ha obtenido una inmerecida relevancia, antes incluso de ser publicado, por una sucesión de errores. El más grave, el de un sistema editorial que ya no edita: que no pone a los autores consagrados ante los problemas de sus textos, que no somete su vanidad al escrutinio de un profesional de la claridad, la pulcritud y el rigor. Una edición bien entendida –y ardua– de El odio hubiera evitado esta lamentable colisión de derechos fundamentales que aflige innecesariamente a una víctima y que se resolverá con la publicación del libro, porque si yo lo he leído usted también debe poder hacerlo, porque los libros no se prohíben y porque el daño ya está hecho (y habrá que resarcirlo).

Del mismo modo que hay publicistas que se aprovechan de los privilegios del periodismo, ese oficio sagrado de la democracia, para despachar mercancía defectuosa que hacen pasar por información, hay escritores que se amparan en el prestigio de la literatura y los privilegios del arte, esa actividad sagrada del ser humano, para escribir lo que les da la gana. Están en su derecho. Pero hay aduanas para proteger al lector inadvertido de sus poluciones. La aduana del periodismo basura debe ser el periódico. La de la mala literatura solían serlo las editoriales de prestigio, que existen para protegernos del narcisimo de la autoedición y de la prosa pedestre de premio provincial que se han ido adueñando de las estanterías. Casos como el de El odio ilustran esa catastrófica renuncia.

Del Instituto Cervantes de Los Ángeles mejor hablamos otro día.