Casi cualquier adulto español es capaz de reconocer a la primera la voz de Julio César Iglesias (Zamora, 1944), uno de los iconos de la radio española de los últimas décadas. En ese medio ha hecho de todo, y por ello le dieron un premio nacional de periodismo, tres Ondas y dos Antenas de Oro. Pero antes de que la radio le exigiera plena dedicación a comienzos de los 80, Iglesias fue un reportero con maneras detectivescas y una aproximación insólita a los temas que trataba. Alguien que la mañana del 1 de agosto de 1980, nada más llegar en su Renault 5 rojo al chalé de Pozuelo donde pocas horas antes habían matado a los marqueses de Urquijo, se enteró de que los asesinos habían utilizado una pequeña pistola del calibre 22, propia de un polígono de tiro. ¿Aficionados o expertos sicarios, conscientes de que sus "atipladas detonaciones evitarían la necesidad de un silenciador"?
Pero mientras recogía indicios, Iglesias era capaz de fijarse también en la doble línea de cipreses de la urbanización que los jardineros habían convertido "en sombreros de copa". Y en esa combinación de sagacidad con el dato y sensibilidad con el ambiente se manejó durante los años que se dedicó al reporterismo, investigando casos como el crimen de Los Galindos, el de los Urquijo –que le absorbió peligrosamente– o el parricidio de la dulce Neus. Siguiendo la estela quinqui de delincuentes juveniles como El Jaro o El Guille. Contando los ajustes de cuentas en la cárcel de Carabanchel y la vida en la prisión de mujeres de Yeserías. Describiendo desde dentro las historias tristes del boxeo o la cara oculta del Rastro de Madrid.
Verdugos, quinquis y boxeadores
Hay en las hemerotecas centenares de historias de Julio César Iglesias sobre sectas, mendigos, púgiles sonados, brujas y locos. Con ellas dio el escritor y editor Servando Rocha cuando estaba documentándose para escribir un libro sobre Dum Dum Pacheco, delincuente, legionario y boxeador, a quien Iglesias le había puesto el apodo del mismo modo que años después bautizaría a la Quinta del Buitre. En 2020 Rocha le llamó y le propuso editar una recopilación de sus mejores artículos negrocriminales. Cinco años después aparece El buscador de balas perdidas (La Felguera), una colección de crónicas, publicadas "mientras explorábamos aquel histórico presente con una mezcla de ansiedad y avidez", que conforman una suerte de historia social y alternativa de la Transición.
"Aquí estoy, dando pedales". Julio César Iglesias responde al teléfono desde su jubiloso retiro en Alicante. No está en ruta ni subido a una bicicleta estática. "Estarás de acuerdo conmigo en que esa no lleva a ninguna parte", bromea. Lo de los pedales es solo una expresión, que recogió del elegante ciclista José Pérez Francés. "Pero esta es otra historia".
Iglesias ha dedicado los últimos años a releer, ordenar, editar y seleccionar los textos destinados a este libro vibrante. Y muchos de ellos los ha leído como si fueran de otro. "El 70 por ciento no los recordaba. Y esto tiene una explicación. Yo en ese tiempo trabajaba por la mañana en El País y por la tarde en Radio Nacional. No había todavía ley de incompatibilidades y yo era un periodista de 30 y pocos años que quería aprender las mecánicas de trabajo de todos los medios, de prensa, de radio y de televisión, y si el día hubiera tenido más horas hubiera hecho más cosas". Aunque reconoce que lo que más disfrutaba era ese trabajo de reportero, y que "si hubiera tenido que elegir una forma de vida, seguramente habría elegido esa".
Dentro del crimen de los marqueses de Urquijo
La mañana del crimen de los Urquijo ilustra la hiperactividad de aquella época pluriempleada. Iglesias había llegado a la redacción de El País a las 9 de la mañana. Allí saltó el teletipo del asesinato. A las diez cogió el coche y cruzó la ciudad, 30 kilómetros en dirección a la escena del crimen, donde encontró "una romería" de vecinos y periodistas. "Tuve que darme mucha prisa para llegar a alguna conclusión", recuerda. A la una del mediodía ya estaba de vuelta en la redacción y a la una y media entregaba el texto, primero de la serie de artículos dedicados al crimen incluidos en el libro. A las cinco de la tarde entraba en Prado del Rey para hacer la tercera edición del Diario Hablado de Radio Nacional de España, del que era subdirector.
Por haber hecho aquella primera crónica le tocó cubrir el caso para su periódico, y se involucró tanto que el caso se metió en su vida. Visitó en prisión no menos de diez veces a Rafael Escobedo, yerno de los marqueses y único condenado por el doble asesinato, "persona de buen trato pero que casi siempre estaba enfadado conmigo por algo que había escrito, aunque tardaba 10 minutos en reconciliarse conmigo". Una tarde le tuvo una hora en la radio respondiendo en directo a los oyentes desde la cárcel, lo que motivó una queja ante el Defensor del Pueblo, entonces Joaquín Ruiz Giménez, que le llamó a su oficina y al orden. Aquella emisión determinó que cambiara la legislación a propósito de las entrevistas a reclusos. Después, un poco por azar, Iglesias descubrió que los marqueses habían constituido una fundación en la que tenían previsto depositar su patrimonio. Fueron asesinados antes de que las transferencias pudieran realizarse. "Ese caso terminó estando en mi vida tanto como para que yo quisiera en un momento dado separarme de él, porque además no podía ir más lejos", admite.
Gran estilo sin pretensiones
Hoy estas crónicas se pueden leer como excelente literatura, pero Julio César Iglesias explica su proceso de redacción con modestia. "Lo que yo hacía no era tanto investigar sino documentarme hasta donde podía, sobre todo hablando con la gente". Un ejemplo de ello es su trabajo sobre el caso de la dulce Neus. En un viaje relámpago a Montmeló comenzó interrogando a la florista del pueblo, y encadenando fuentes y testimonios de manera azarosa logró una radiografía cabal del caso. "Al cabo de los días tenías que decidir si ya tenías material suficiente y buscar una fórmula para narrar el asunto. Venías de la posibilidad de haberte equivocado en la documentación, y luego había una segunda posibilidad que era equivocarte en la narración. A mí me gustaban mucho esas dos emociones, ir avanzando por un camino y buscar la manera de llevar eso a las páginas de un periódico. Era una aventura que me gustaba mucho".
La técnica, dice, era sencilla. Se trataba de empezar desde cero, sin prejuicios, observando "qué me parecía en realidad aquello que iba a ver. Y trasladar al lector las sensaciones que había tenido al conocer a estos personajes o estos fenómenos. Con esa idea lo hice todo". Como el impagable retrato del señor G. A. L., el último verdugo, que vivía de incógnito en una portería próxima a la Glorieta de Bilbao de Madrid encalada de azul.
Los textos de Iglesias no casaban necesariamente con el estilo seco y riguroso que Juan Luis Cebrián había impuesto en ese periódico anglosajón llamado El País. "Yo tenía unos vicios adquiridos en lo que se refería a contar las cosas antes de iniciarme en la profesión periodística, ya con los veintitantos años bastante avanzados, cuando escribía apuntes sobre ambientes que veía en Madrid. Y eso fue lo que quise hacer en El País, sin ninguna otra pretensión".
Madrid hizo al periodista
El camino que llevó al periodismo a Julio César Iglesias fue bastante azaroso. Llegó a Madrid con 17 años para estudiar Caminos, pero la ciudad tenía otros planes para él. Se instaló en una pensión en el Paseo de las Delicias, que en realidad era un piso donde alquilaban habitaciones, con otros estudiantes de Zamora. "Convivía con personas que estaban en mi misma situación, que no tenían aquí a su familia, que estaban justitos de dinero en una ciudad que no te preguntaba ni te rechazaba, que no te pedía el pasaporte, donde nadie te conocía y alguien anónimo como yo podía mirar con descaro donde quisiera. Me sentí atraído por diversos ambientes en los que había de todo. Si tenías los ojos abiertos, era relativamente fácil conocer un día en los Billares Callao a Paco de Lucía y a Camarón de la Isla e ir a Los canasteros", mítico y desaparecido tablao de la calle Barbieri, "a verles actuar. Una cosa tiraba de la otra. Cuando yo llegué al periodismo ya tenía el antecedente de esos escenarios que conocía de mi día a día como estudiante".
¿Y cómo llegó al periodismo? Todavía como estudiante de Caminos, Iglesias se había instalado en casa de un preparador de boxeo, Pampito Rodríguez, donde compartía habitación con el boxeador Miguel Velázquez, que terminaría siendo campeón del mundo. Aquella cercanía le franqueó el acceso a las veladas del Palacio de los Deportes y el Campo del Gas. "Era la época de Legrá, de Carrasco, del propio Velázquez, una promoción de boxeadores extraordinaria. Yo me sentaba en la fila de los periodistas porque siempre quedaba algún asiento libre y tenía al lado a gente como Manuel Alcántara o Fernando Vadillo, que ya eran mitos de esto. Como vivía en casa del preparador, tenía información reservada. Sabía, por ejemplo, cuándo un determinado boxeador tenía una ceja blanda e iba a durar cuatro asaltos. Esto con 23 o 24 años. Y yo lo comentaba, y los periodistas se quedaban mirándome sorprendidos, hasta que un día Manuel Alcántara se acercó, me preguntó mi nombre y me dijo, ¿quieres trabajar en Marca? Y así empezó la historia".
La bala perdida
En Marca, Julio César Iglesias hizo travesuras como encerrar en la redacción al boxeador cubano Mantequilla Nápoles para que nadie le robara la exclusiva. De ahí pasó al diario As, hasta que en junio del 76 le llamó Julián García Candau, entonces redactor jefe de Deportes del recién fundado El País. Por esa sección accedió al diario, para pasar enseguida a Madrid y al dominical, donde pudo comenzar el tipo de reportajes que aparecen en El buscador de balas perdidas.
Un libro que se titula así porque un día Iglesias se presentó en la escena de un tiroteo de la cual los asaltantes habían desaparecido sin dejar rastro aparente. Pero el joven y perspicaz periodista vio un agujero de bala en la pared y extrajo el proyectil con la llave del coche. Minutos después la dejó caer en la mesa durante la reunión de mediodía del diario. "Sí, había un redactor del periódico en el lugar del tiroteo", dijo "silabeando cuidadosamente las palabras". Iglesias ríe al otro lado del teléfono recordando aquel momento. "Yo no lo supe entonces, pero me jugaba la barba incipiente con eso, podían decirme que había incurrido en un supuesto de obstrucción a la justicia, que me había llevado una prueba… pero el orgullo era el orgullo, amigo".
Orgullo de reportero que escribía como sabía y como quería pero sin ínfulas ni melopeas de vanidad, ni siquiera cuando comparaban lo suyo con el Nuevo Periodismo. "Ni nuevo ni viejo. Ni Mailer ni Talese ni Capote habían sido mis autores favoritos. Yo había leído todas las novelas de la editorial Molino porque eran muy baratas. Y con esa formación, que no sé si llamar formación o deformación, llegué al periódico. Y fui un poquito francotirador en el sentido de que me dejaron que contase las cosas a mi manera".
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