Tenía diez años cuando le diagnosticaron una enfermedad ósea. Sus huesos no crecían a la velocidad normal y, además, eran mucho más frágiles. Pronto se rompió las dos piernas y pronto estas dejaron de crecer. Se quedó en 1,52 metros y con una cojera vitalicia. Su padres, dos nobles que eran primos hermanos, le habían traído al mundo en un castillo y con el ADN corrompido. Su aspecto, deforme, le hacía sentirse incómodo entre los suyos. Gente de clase alta que le miraba, sólo, como a un tullido.
Touluse-Lautrec (1864-1901) aprendió a dibujar en cuanto sus piernas no dieron para más. Pintaba su alrededor hasta que este le resultó infernal. A los 18 años se fue a París y descubrió en los suburbios el paraíso. Se mudó al Montmartre de finales del siglo XIX, se atiborró de su lado turbio, de su excentricidad. Devoró como nadie sus calles a oscuras.
Vio un mundo fascinante por defectuoso y pintó cada uno de sus rincones. Fueron las cabareteras, la absenta y sus consecuencias, los bares ruidosos, los burdeles, los circos, la línea de su obra. Ese París que ardía por las noches de lujuria, de falta de conciencia y de bebidas espirituosas. Hizo del Moulin Rouge su casa, de mujeres con poca suerte sus musas y de los artistas de aquel barrio bohemio sus amigos.
Ahora, su figura es la personificación de aquellos años. El centro de todos los artistas que como él convirtieron Montmartre en el centro cultural. Por eso, el CaixaForum de Madrid le dedica a él y a ese tiempo una muestra, Toulouse Lautrec y el espíritu de Montmartre, que se puede ver hasta el 19 de mayo y que con más de 350 piezas nos lleva a finales del siglo XIX entre cafés, alcohol, tullidos, prostitutas y arte.
"Representan la libertad frente a las convenciones, el triunfo de la creación y la vocación contras las seguridades de la vida burguesa, la belleza del momento frente a los valores intemporales, pero muertos, de las academias. Decimos Montmartre y vemos una época en la que nos habría gustado vivir, unas calles por las que nos gustaría pasear, unas mesas de café que parecen esperarnos", asegura Jaume Giró Rivas, director general de la Fundación Bancaria La Caixa, en el prólogo del catálogo.
Vincent van Gogh, Édouard Manet, Louis Anquetin, Pierre Bonnard, Georges Bottini, Pablo Picasso, Maxime Dethomas, Hermann-Paul, Henri-Gabriel Ibels, Charles Léandre, Louis Legrand, Charles Maurin, Henri Rivière, Théophile Alexandre Steinlen, Louis Valtat y Adolphe Willette compartieron lugar con Lautrec y ahora también lo hacen en esta exposición.
Según el comisario, "una muestra multidisciplinar para comprender el papel fundamental que el espíritu de Montmartre tuvo en el desarrollo del arte moderno, y la manera en la que Toulouse-Lautrec y sus contemporáneos influenciaron la evolución de la producción artística efímera". Desde carteles, ilustraciones, impresiones a diseños, que expandieron a nuevos públicos el espíritu bohemio y las creaciones artísticas. Un todo en uno que llegó de manera masiva.
Quizá eran los mensajes. Esa especie de declaración política, ese ironismo que se reía de lo correcto, de lo esperado y se centraba en el entretenimiento, en los marginados, en aquellas vidas que se criticaban con fuerza y que ellos disfrutaban con ímpetu, lo que captó la atención de muchos y lo que les encumbró en un París deseoso de cambios.
Creaban pinturas, dibujos, grabados, diarios, carteles, fotografías y objetos, que respondían a la efervescencia artística de finales del siglo XIX . "Generaron un centro literario y artístico radical y moderno que representa la conquista de la libertad frente a las convenciones", añade Elsa Durán, directora general de la Fundación La Caixa sobre una muestra que en Barcelona fue visitada por 200.000 personas.
El Montmartre de entonces, que sigue llamando la atención ahora. Los clubes, los cabarets, los cafés. Aquellas mujeres que durante un tiempo se las pensó musas y que acabaron siendo parte del movimiento. Lautrec, Ibels, Bonnard. El cambio de una sociedad concentrado en un suburbio.
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