Entre 1906 y 1911, una figura cautivó el universo creativo de Auguste Rodin (1840-1917). Movido por un impulso casi animal que reavivó sus últimas obras, el considerado como creador de la escultura moderna quedó ensimismado por la expresividad de una bailarina japonesa que sedujo, no solo la mirada del francés, también la del público europeo que acudía a sus interpretaciones.
Conocida en su Japón natal como Ōta Hisa (1868-1945), Hanako se convirtió en la musa tardía de Rodin, ocupando gran parte del currículum creativo del escultor francés. El estilo idiosincrático de la artista nipona atrajo a un público poco acostumbrado a la expresividad de sus actuaciones, viendo en ella una nueva forma de mostrar las emociones que recorren al ser humano.
Ambos se conocieron en 1906, cinco años después de que Hanako llegase a Copenhague, -su primera parada europea-, con un grupo de bailarines y acróbatas. El encuentro entre artista y musa tuvo lugar en Marsella, en la Exposición Colonial. Introducidos por la también bailarina Loie Fuller (1862-1928), la actuación de Ōta Hisa en la muestra impresionó a Rodin, principalmente gracias a una escena en la que Hanako tuvo que interpretar su propia muerte.
"Tan fuerte es que puede permanecer parada sobre un solo pie el tiempo que sea, manteniendo la otra pierna perpendicular. Exactamente como un árbol que hundiera sus raíces", dijo de ella Mori Ōgai (1862-1922), médico, novelista y literario japonés. De esa metáfora arbórea nace la fusión de Oriente y Occidente en el arte de Rodin, una combinación de dos tradiciones fuertes que encuentran su punto de unión en la inusual y exótica belleza de Hanako.
Desde entonces, hasta 1917, Hanako se convirtió en principal hoja de ruta para los bustos, máscaras y esculturas de Rodin, consagrando a la bailarina japonesa como la modelo más importante de sus últimos años. Hasta la muerte del francés, tanto la nipona como el escultor permanecerían en contacto.
La bailarina japonesa fue la fuente de inspiración ideal para el escultor francés: una armoniosa masa de músculos y una confección de aristas imperfectas que la convertían en la nueva expresión de su arte. La lacra de esplendor para los japoneses se convirtió en principal modelo creativo para un escultor obsesionado con la complejidad de su rostro y expresión.
"La danzarina, con su fuerte belleza, no necesita de intérprete ninguno para ser comprendida por Rodin", espetó la profesora argentina Amalia Sato en su ensayo Sobre Hanako de Mori Ogai: Japón en el atelier de Rodin.
Hasta el estallido de la I Guerra Mundial, Ōta Hisa estuvo de gira por Europa con sus performances centradas y orientadas a la forma de teatro oriental que se estaba desarrollando en Japón. Poco a poco, Hanako se convertiría en la estrella de dichas, encontrando en Berlín, Londres, Paris, Nueva York y Moscú algunos de sus grandes escenarios.
Hanako consiguió en Europa el aplauso y repercusión que se le negó en su Japón natal, donde los géneros teatrales autóctonos como el Kabuki o Noh únicamente permitían a los hombres formar parte de las interpretaciones, incluso si se trataba de roles femeninos. La bailarina se consagró, así, al ensimismar a un público reformista que veía en su obra una nueva forma de reflejar la vida en el escenario.
Más allá de haber copado gran parte de su última época como escultor, Hanako sirvió a Rodin como excusa para ampliar su mira y creaciones, para atreverse a moldear diversas emociones y para dar un salto creativo. La bailarina marca un nuevo capítulo en la larga obra del francés, siempre centrada en la existencia, el movimiento y la expresividad más íntima del ser humano. La nipona fue la única asiática que le sirvió de modelo.
Junto con numerosos bocetos, Rodin creó más de 50 máscaras y bustos de Madame Hanako, centrados, principalmente, en la capacidad corpórea y expresiva que la bailarina inspiró en él. Rara vez un artista ha recurrido de forma tan reiterativa a una figura como musa.
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