"El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada", dice Max Estrella en Luces de Bohemia, la obra que inauguró y también culminó el género literario que inventó Ramón del Valle-Inclán. Hasta ahora, el esperpento han sido una serie de obras de teatro irrealizables, un experimento estético y literario en el que lo grotesco sublima la expresión dramática. También se ha colado en nuestro vocabulario como un término coloquial para definir sujetos y sucesos a medio camino entre lo trágico y lo cómico. Aunque lo cierto es que no tiene por qué quedarse solamente en esas acepciones tan concretas.
Eso es lo que trata de demostrar la exposición que presenta el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía bajo el título: Esperpento. Arte popular y revolución estética. Una muestra que busca ampliar los horizontes críticos, estéticos y políticos de este género tan particular, hasta elevarlo a la categoría de vanguardia. Al menos así lo defiende su equipo de comisarios compuesto por Pablo Allepuz, Rafael García, Germán Labrador, Beatriz Martínez-Hijazo, José A. Sánchez y Teresa Velázquez.
"Una forma genuina de grotesco puramente española"
No es que lo grotesco en el arte solo se diera en España, otras técnicas europeas como el distanciamiento, la animalización o la muñequización también compartían su mismo interés por la deformación. "La diferencia está en la manera en que el esperpento logra entrelazar la vivencia de lo cotidiano, la estética y las problemáticas históricas. Eso es lo que hace que sea una forma genuina de grotesco puramente española", explica la curadora Teresa Velázquez.
La muestra establece una genealogía investigadora sobre qué es el esperpento y hasta dónde llega su influencia estética, más allá de lo teatral. Y cómo esta concepción ha sido absorbida por una especie de subconsciente colectivo que establece una forma de expresión capaz de captar la miserable realidad de la España del primer tercio del siglo XX.
En este sentido, la idea del Reina Sofía parece dialogar con la propuesta veraniega de su hermano mayor, el Museo del Prado, y la exposición: Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910). Aprovechando la mirada deformada del espejo cóncavo de Valle-Inclán, la respuesta del museo dirigido por Manuel Segade coge perspectiva histórica para aludir al presente, tratando de establecer una correspondencia entre dos siglos, el XX y el XXI.
Sus curadores la presentan como "una exposición histórica sobre la vigencia del esperpento" a partir de una asimilación del concepto como una parte ineludible de la experiencia vital. Para ello, han dedicado un trabajo de dos años de investigación, siendo comisariada de manera conjunta por seis expertos que han conseguido crear un universo visual, sonoro, político, sociológico y teórico que habla, respira y piensa en "esperpéntico".
Pero sobre todo es una investigación en clave de arte total que trata de equiparar la particularidad universal de este lenguaje a las vanguardias europeas de los años 20 y 30. "El esperpento es una forma de vanguardia española, impregnada a su vez de diálogos europeos y latinoamericanos", defiende Germán Labrador, comisario de la exposición y director de actividades públicas del Reina Sofía.
Un esperpento sin literatura y sin Goya
La teoría sobre la que se sustenta esta visión vanguardista del esperpento la pone Max Estrella al afirmar que "los ultraístas son unos farsantes, el esperpentismo lo ha inventado Goya". Sin embargo, el de Fuendetodos no aparece por ningún lado en esta muestra en la que sí que están Eugenio Lucas Velázquez, José Gutiérrez Solana, María Blanchard, Maruja Mallo, Antonio Fillol o Castelao, entre tantos otros.
De esta forma, el recorrido, articulado en ocho secciones, comienza en el siglo XIX, con estampas de costumbres, aleluyas, caricaturas políticas y prensa satírica. Aunque Goya no esté, sí que está presente lo goyesco a través de la pintura del mayor de sus admiradores, Eugenio Lucas de Velázquez. Aquelarres, revueltas y tauromaquia configuran este primer imaginario sobre el que orbita gran parte de la investigación. Asimismo, la muestra anticipa el carácter multidisciplinar de la misma estableciendo una relación entre las obras y los dispositivos que la acompañan.
En la segunda sala entran en juego las nuevas formas de percepción de la realidad, los avances en física y filosofía, pero también el interés por el ocultismo, la magia y los ritos espiritistas, o la alteración de los estados de la conciencia con estupefacientes. Aquí la exposición se centra en tres obras valleinclanas como La lámpara maravillosa (1916), su experiencia como cronista en la Primera Guerra Mundial La Media Noche (1917) y en La pipa de Kiff (1919). Cartelismo, misticismo y vanguardia dominan esta sección en la que se incluye un André Masson (Los fumadores, 1923), un tríptico futurista de Umberto Boccioni (I. Los adioses, II. Los que se van, y III. Los que se quedan, 1911).
La visita continúa pasando por un retablo de marionetas que conectan con la comedia del arte como medio para devolver la dimensión plástica, sensible y corpórea al teatro, mientras de fondo suena la Fornarina, emulando el ambiente cabaretesco y divertido que tanto gustaba al escritor gallego.
Y de las marionetas a las máscaras, a través de la trilogía de Martes de Carnaval (1930) y Los cuernos de don Friolera (1921). Feminicidio, militarismo y violencia colonial envueltos de fiesta popular y macabra celebración nacional. Aquí el protagonismo lo tienen obras como los ciegos de Castelao y de Solana, y las siniestras máscaras de la colección persona de este último.
Un 'tren de la bruja' de la historia de España
A lo largo de su recorrido, la exposición aturulla al espectador con colores y sombras, rostros deformados y escenas violentas. El ser humano deja de serlo y las tétricas imágenes golpean de pleno en la conciencia. La crítica se mezcla con la ironía, la tragedia roza con el cinismo, lo real se disuelve y la ensoñación se convierte en una cómica pesadilla. De fondo, la cacofonía de sonidos que mezclan escenas de películas, música de cabaret y zarzuelas, retumba en las paredes haciendo sentir al visitante como si estuviera en una especie de 'tren de la bruja'.
En el espacio dedicado a Luces de Bohemia, el individuo se diluye y aparece el colectivo, tomando como referencia el abrazo entre Max Estrellla y el preso anarquista. Las revueltas sociales del esperpento están marcadas por la represión y la muerte, la marginación y la decadencia. Aparecen aquí el anarquismo de Antonio Fillol, la bohemia cubista de María Blanchard y el proletariado de Giovanni Sottocornola.
Las salas más clásicas se intercalan con escondites, proyecciones en paredes y televisiones estratégicamente colocadas, juegos de marionetas e incluso santas figuras de Cristos y Vírgenes deformadas. La habitación dedicada a la narrativa de la profanación critica la hipocresía de la mal entendida ejemplaridad cristiana, en contraposición con la devoción genuina, mostrando las perturbadoras esculturas religiosas de la Tía Sandalia, en una demostración más de la relación entre cultura popular y esperpento.
Y como todos los caminos llevan a Roma, la parte final de este viaje a través de la historia esperpéntica de España termina con Tirano Banderas (1926) y El ruedo Ibérico (1927-1932), la guerra civil y la dictadura, en este caso la de Primo de Rivera, pero también sirve para la franquista. Son los últimos años de su vida, en los que aplica el molde del esperpento a la novela histórica, fijándose en los episodios nacionales de Galdós. Estremecen en esta última sección obras como La caída y Les Asturies, de Ismael González de la Serna, La muerte de Lorca, de José García Tella, o el gran óleo de Joaquim Martí-Bas sobre los fusilamientos en la plaza de toros de Badajoz.
El recorrido se cierra con una instalación sonora producida específicamente para la muestra por Maricel Álvarez y Marcelo Martínez recreando precisamente un fragmento de El ruedo ibérico, en una habitación oscura donde solo brilla en el centro un círculo de arena. Como una especie de rincón para reflexionar e interiorizar la experiencia sensorialmente contradictoria.
Al finalizar la exposición, ese sentido trágico de la vida española del que hablaba Max Estrella queda más que demostrado y el proceso de deformación sufrido termina generando también una profunda sensación de desesperanza. Sin embargo, tras la gruesa capa de estética y dramatización, también termina latiendo una especie de empatía compartida, la necesidad de sentir compasión y la voluntad del encuentro con el otro.
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