Estamos acostumbrados a ensalzar los actos heroicos en las situaciones dramáticas. Admiramos los ejemplos de solidaridad y fortaleza en los que el bien triunfa sobre el mal, como si entre el blanco y el negro, solo los que mantienen su integridad moral intacta fuesen dignos de salvarse. Durante mucho tiempo, las historias del Holocausto judío han servido para conocer los límites del ser humano en uno de los episodios más oscuros de la humanidad y, habitualmente, sus protagonistas han sido ejemplos de superación que nos han permitido hallar algo de esperanza entre tanto horror.
¿Pero qué ocurre cuando la vida de uno depende de que otro inocente pierda la suya? Los juicios morales quedan en suspenso cuando las condiciones y el trato se vuelven infrahumanos. Esta es la historia de Harry Haft, el boxeador que sobrevivió peleando contra los suyos en los campos de concentración alemanes. Una especie de gladiador judío que ganó su vida a costa de la de sus contrincantes.
La robusta y resistente condición física de Haft, incluso estando en riesgo de inanición, hizo que los nazis se fijaran en él para organizar sus peleas de boxeo. Los soldados y cargos militares alemanes apostaban su dinero y se entretenían gracias a este macabro entretenimiento. En los combates, enfrentaban a los judíos entre sí, el que quedaba en pie ganaba el permiso para vivir un día más, mientras que el que perdía era sacrificado como un animal.
Así queda retratado en la última película del oscarizado director Barry Levinson (Rain Man, Good Morning Vietnam), El superviviente de Auschwitz, protagonizada por Ben Foster y basada en la novela de Alan Scott Haft (hijo del boxeador). Como un pasado del que no puede escaparse, Harry Haft (Foster) vive atormentado por los flashbacks en blanco y negro de aquellos días en los que el valor de la vida colgaba de sus puños. El filme muestra el recorrido que Haft hizo hasta conseguir la redención que solo una nueva vida pudo darle. Entre medias, la promesa de reencontrarse con su primer amor, aquel en el que pensaba cada vez que la muerte lo acechaba.
El superviviente de Auschwitz recupera la historia del famoso boxeador polaco como un relato sin maniqueísmos de lo que ocurrió aquellos días en los que la vida se redujo a la mínima expresión.
El dilema sobre hasta qué punto tuvo capacidad de elección real sobre las vidas que "condenó" lo consumió por dentro. Haft peleó en más de 70 peleas en el campo de concentración de Jaworzno, muy cerca de Auschwitz, en las que permaneció invicto, mientras sus torturadores apostaban y se divertían salvajemente a costa de estos gladiadores de campo de concentración.
Pero su lucha por la supervivencia no quedó ahí. En 1945, cuando los alemanes estaban a punto de claudicar, el boxeador logró escapar durante las 'marchas de la muerte'. Haft mató a golpes a un soldado alemán y robó su uniforme para suplantar su identidad. Durante su huida, el púgil también asesinó a una pareja de ancianos, antes de que descubrieran su verdadera identidad.
Tras instalarse en Nueva Jersey, tuvo una breve pero intensa carrera pugilística entre 1948 y 1949, con 21 combates, con 13 victorias y 8 derrotas, donde se midió ante gigantes como Pat O’Connor, Johnny Pretzie y la leyenda del boxeo americano Rocky Marciano. Sin embargo, la peor lucha a la que tuvo que hacer frente el polaco es precisamente a la de los demonios de su pasado.
Al final de su vida, aquel boxeador que llegó a Estados Unidos con la etiqueta de ser 'el superviviente de Auschwitz', terminó alcanzando una vida tranquila como tendero en Brooklyn gracias a la estabilidad y la comprensión que encontró en su mujer, Miriam. Además, también logró limpiar parte del rencor que su historia generó en la comunidad judía, siendo reconocido por su trayectoria en 2007 con su introducción al Salón de la Fama del Deporte Judío.
Hoy su historia perdura como un testimonio de aquellos que sucumbieron al terror de los días más oscuros y sufrieron las peores consecuencias de la deshumanización. El relato de un superviviente que no puede sentir orgullo por su pasado, pero sí alivio por haber demostrado que, después del horror, siempre hay esperanza.
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