No olvidéis que el torturador es un funcionario, que el dictador es un funcionario, burócratas armados que pierden su empleo si no cumplen con eficiencia su tarea, eso y nada más que eso, no son monstruos extraordinarios, no vamos a regalarles esa grandeza. Es de una canción de Albert Pla, Veintegenarios, aunque quien lanza la proclama es Fermín Muguruza (Kortatu), y resume a la perfección la idea con la que la película de Jonathan Glazer (Londres, 1965), La zona de interés, es capaz de ofrecer una mirada distinta sobre uno de los géneros más manidos del cine épico-histórico: el Holocausto.
Al amparo de la productora 'indie' por excelencia, A24, el último filme del cineasta británico viene de triunfar en Cannes donde se hizo con el Gran Premio del Jurado con una propuesta arriesgada y experimental sobre el episodio más negro del siglo XX.
Esta libre interpretación de la novela homónima de Martin Amis convierte una debilidad, regresar sobre un suceso recreado hasta la saciedad, en virtud. Glazer puede olvidarse de tener que explicar un contexto de sobra conocido y se permite experimentar con la forma y el fondo. Gracias a un contraste perfectamente milimetrado, consigue dar con una dimensión prácticamente inexplorada en las películas sobre Auschwitz.
Si la obra de Amis juega a introducirse en los pensamientos más humanos y miserables de estos funcionarios de la muerte, la versión cinematográfica de Glazer se cuela en la casa familiar de Rudolf Höss (Christian Friedel), "el animal de Auschwitz", responsable de la sofisticada maquinaria que segó la vida de más de un millón de personas. Pero en la cinta no es ningún animal, sino un padre de familia que lee cuentos a sus hijas para que se duerman, sigue los partidos de fútbol por la radio y tiene una evidente afición a la bebida. Es un ser humano, con preocupaciones y miserias humanas, y un buen puesto de mando en la burocracia nazi encargada de la Solución final.
"¿Como puede ocurrírsele a alguien traer aquí a su mujer y a sus hijas? ¿Aquí?", se pregunta el personaje de Golo en la novela. Mientras en el libro la historia se articula entorno a los testimonios de tres hombres, Höss entre ellos, en la película la cámara sigue con celo a su mujer, Hedwig Höss (Sandra Hüller), la orgullosa señora de la casa. Una enorme mansión con un jardín repleto de flores, piscina e incluso su propio invernadero. Los Höss viven como una familia de nuevos ricos que se han permitido todo tipo de lujos y frivolidades a costa del buen hacer de su marido en el campo de exterminio. Da igual que solo un muro los separe de ese infierno en la Tierra que es Auschwitz, convivir con el horror no parece un precio demasiado caro para ninguno de los que allí viven. De hecho, el único conflicto capaz de perturbar la felicidad familiar aparece cuando ascienden al comandante y tiene que ser trasladado, pero Frau Höss consigue convencerle de que lo mejor es que sea solo él quien se marche y que la familia permanezca en la casa de sus sueños.
En términos de acción, la narración es plana y sin grandes sobresaltos, una sucesión sutil e incluso irónica de detalles cotidianos que hacen hincapié en la mundanidad de sus protagonistas. Sin embargo, el filme se cuida con acierto de no pretender la empatía o la justificación de sus personajes, humanizarlos no tiene por qué ser una excusa para meternos en sus carnes. Como espectadores, no entramos en esa casa como huéspedes, sino como voyeurs atónitos ante lo esperpéntico de esta familia. Glazer esquiva inteligentemente el maniqueísmo explícito al que nos tienen acostumbrados las películas sobre el Holocausto, convirtiendo La zona de interés en una nueva oportunidad para explorar un género que llevaba demasiado tiempo estancado en las mismas pretensiones y temáticas.
Aprovechando que la historia ha sido contada en miles de ocasiones, Glazer se centra en experimentar con las formas y arriesgar con un Auschwitz que no es ese lugar frío gris al que estamos acostumbrados, sino lleno de color y en plena efervescencia primaveral. Un estimulante y contradictorio juego sensorial en el que el sonido muestra lo que la imagen olvida. Los chillidos de los niños que juegan en la piscina se confunden con los gritos de dolor y el estruendo de las cámaras de gas al otro lado del muro. En el cielo, la nube de humo que sale de las chimeneas opaca la claridad azulada del cielo y en el río las cenizas de los cadáveres contaminan su pureza transparente. Y en esta pretendida confusión de los sentidos, la angustia por no poder ver lo que sabes que está ocurriendo acaba dejándote un poso existencialista que golpea de lleno en la cuestión humana.
Sin "monstruos extraordinarios" y sin grandeza histórica, una película como La zona de interés nos recuerda que no hay que buscar explicaciones sobrehumanas para aquello que seguimos sin comprender cómo pudo pasar. Un ambicioso filme que se atreve a ir más allá para que no caigamos en la trampa de pensar que, lo que ya se hizo en el pasado, no puede volver a ocurrir, si no está ocurriendo ya mismo en otras "zonas de interés".
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