"El arte del cine ha de ser popular. Lo mío es hacer películas para el entretenimiento del público. Nunca he sentido que plegarme a las necesidades y circunstancias sea un modo de rebajarme. Es de locos insistir en dar al público lo que no quiere", explica Cecil B. DeMille en Mis diez mandamientos, las memorias de este precursor del cine bíblico.
En sus películas, este genio precursor del cine de Hollywood mostraba pecados y debilidades que interpelaban al espectador, pero hacía que los protagonistas pagaran por ellos antes de que acabase. Una fórmula que lo hizo invencible en taquilla, pero no ante la crítica. Y un ejemplo de ello es la película que da título a sus memorias, Los diez mandamientos, que recaudó más de 65 millones de dólares en la taquilla estadounidense.
La cinta, remake parcial de una primera versión muda estrenada en 1923, fue creada cuando DeMille tenía 75 años, siendo su última obra. Tan grandilocuente como la mayoría de sus trabajos y siguiendo el ejemplo de películas italianas como Cabiria, entre sus fuertes estuvieron los efectos especiales, sobre todo en la escena en la que Moisés abre las aguas del Mar Rojo, toma para la que se construyó un tanque de agua gigantesco en los estudios de Universal en el que se incorporó una hendidura en forma de U en la parte central:
Contó con uno de los sets más grandes en la historia del cine y fue protagonizada por Charlton Heston como Moisés, Yul Brynner como Ramsés II, Anne Baxter como Nefertari y Edward G. Robinson como Datán.
Fue una de las películas bíblicas –Rey de reyes, Sansón y Dalila, – que rodó a lo largo de su carrera, algunas de ellas primero en versión muda y recuperadas luego con todo el lujo del tecnicolor. Fue el caso de Los diez mandamientos.
Pero esta fue solo la última película de una de las carreras más prolíficas de la historia del cine, pues DeMille llegó a rodar más de 10 filmes al año. ¿En qué se distinguían sus trabajos? Entre otros aspectos, por los excesos y la visceralidad. El propio director dedica a ello un capítulo de sus memorias, que comienza con las críticas que la prensa especializada hizo de Old Wives for New, película muda estrenada en 1918.
De ella se valoró cómo mostraba que el cine empezaba a separarse del teatro y su trama, pero se dijo también que podía ser "demasiado cruda". Al público estadounidense ya le iba la épica con grandilocuencia visual sin complejos, amplísimos escenarios y todos los extras posibles.
La erotización y su censura
Otro de los recursos de los que se valía este director deliberadamente mainstream era de la erotización de sus tramas, algo que se vio acotado con la implantación del Código Hays, reglamento vigente desde 1934 hasta 1968 concebido por William H. Hays, miembro del Partido Republicano y primer presidente de la Asociación de Productores y Distribuidores de Cine de América. Un conjunto de normas que pretendía la reparación moral de la sociedad tras el crack del 29 y la denuncia del capitalismo desaforado, pero que terminó siendo un manual de puritanismo que dejaba el sexo fuera de la mayoría de producciones.
DeMille, cuya colección de literatura erótica era mítica en Hollywood, así como sus lujuriosas fiestas o su fetiche con los pies femeninos, trasladaba ese universo a sus películas, incluyendo escenas sensuales u orgías como las de La señal de la cruz, El Homicida o Madame Satán.
La cosa cambió con la aprobación del código y un ejemplo de ello es Cleopatra (1934), rodada cuando la censura aún no había cogido fuerza. Sumado al éxito del realizador, esto hizo que pudiese sortear las estrictas normas. Unos meses después, el director estrenó Las cruzadas (1935), notablemente más suave que sus propuestas previas y más cercana a lo que permitía la censura. Años después, cuando la influencia del código ya había decaído, Sansón y Dalila (1949) estaba trufada de gestos picantes. Un estadio intermedio hacia el abierto erotismo que una década después podrá verse en películas como Ben Hur o Espartaco.
Pero la censura no fue su único obstáculo. En sus memorias, DeMille explica cómo el exceso de tópicos en torno a su persona le dificultaba el día a día, entre ellos uno sobre que se dedicaba a "fotografiar todo tipo de bañeras" y que su fama residía en eso. De hecho, cuenta que la gente estaba deseando ir a su casa para ver sus aseos, llevándose "un chasco" al ver que no eran tan teatrales como los que mostraba en su cine. Las memorias recogen también de dónde venía su devoción por los baños.
Y, como tantas cosas, su origen resulta estar en la infancia: "Aún recuerdo nuestro baño de Nueva York, hace 60 años. Oscuro, lleno de trastos, con la bañera de zinc empotrada en madera bajo la cual se guardaban los trapos y los cepillos, lugar de reunión de un montón de cucarachas […] no me gustaba, por eso en cuanto pude demostré que un cuarto de baño puede ser un sitio claro, cómodo y agradable".
Del teatro a Hollywood
De esa infancia cabe destacar también que fue gracias a sus padres, Henry Churchill DeMille y Matilda Beatrice Samuel que decidió dedicarse al espectáculo, pues escribían obras de teatro. Sin embargo, Henry falleció cuando Cecil tenía tan solo 12 años.
Poco después, siguió a su hermano William a Nueva York para estudiar en la Academia de Artes Dramáticas, debutando en el año 1900. Tras esto, fue durante 20 años actor y mánager de la compañía que había fundado su madre.
Ya en 1914 creó la productora Players Lasky, que firmó El mestizo, el primer largometraje filmado en Hollywood, que con el tiempo tendría dos remakes. DeMille alquiló el granero que se convirtió en el primer estudio de lo que hoy es Paramount.
Años después y siguiendo el patrón del lujo de otros tantos directores, adquirió una mansión de casi 1.000 metros cuadrados de estilo Beaux Arts en Los Feliz, un vecindario de Los Ángeles donde tuvo como vecino a Charles Chaplin.
Allí vivió hasta su muerte con su mujer, Constance Adams (aunque tuvo aventuras con Jeannie Macpherson y Julia Faye, entre otras), así como con sus cuatro hijos, Cecilia (la única hija biológica), John, Richard y Katherine, primera esposa de Anthony Quinn.
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