Existe una generación que arrastra el silencio de sus padres. Y con ello, el peso de una sociedad que optó por ocultar en vez de responsabilizarse. Una generación de personas que lucha por descubrirse. Por saber de un pasado que, a duras penas, logra desvelarse.
El cineasta austriaco Günter Schwaiger se enfrenta a un legado distorsionado en Quién teme al pueblo de Hitler, un documental rodado en Braunau, la ciudad natal de Hitler. Por primera vez se ha dado permiso para grabar dentro de la casa en la que nació. Tras conmocionar al público austriaco y alemán, la película se estrena en cines españoles este viernes 26 de julio.
El filme denuncia la visión que Austria tiene sobre su pasado nazi. Es fácil echarle la culpa a Alemania de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero lo cierto es que el país vecino también participó de ellos. Schwaiger lo deja claro en conversación con El Independiente: "La visión del poder austriaco hacia el pasado nos convirtió en un país de víctimas del nazismo engañados por Hitler en el que todo el mundo era bueno. Y eso es mentira". En la que asegura que es su película más personal, el director reflexiona sobre su propio pasado y, en consecuencia, sobre su propio presente.
"Los hijos arrastran el silencio de sus padres"
Hacer memoria histórica es, sobre todo, hablar y escuchar. La comunicación es la única vía que tenemos para que el olvido no se imponga. Para recordar lo que fuimos, en lo que nos equivocamos, e impedir que vuelva a suceder. Y se requiere de un gran valor para reconocer nuestros errores. Tanto individuales como colectivos.
Por ello, Schwaiger admite haber hecho su película "más complicada y dolorosa" hasta la fecha, pero el haber reconectado con ese yo interior –con ese yo social que vivía en Austria–, ha convertido Quién teme al pueblo de Hitler en, también, la que más "satisfacción interior interior me ha dado como proceso de crecimiento personal".
Pero, ¿dónde reside el dolor de una sociedad que se niega a hablar? "Los hijos arrastran el silencio de sus padres", se menciona en un momento de la película. Y esa oración contiene la clave de todo. Una generación de padres y abuelos marcados por una adolescencia nazi a la que no se le dio la oportunidad de aprender de su error arrastra el conflicto a sus descendientes. Por ello, "ochenta años después", lamenta Schwaiger, "todavía me enfrento al nazismo de mi país".
La película no se esmera en argumentar qué pasó durante la ocupación nazi, sino cómo se llegó hasta ahí. Cómo eran las personas que, aunque ahora traten de hacerse ver como puros e inocentes corderos, terminaron por apoyar un régimen que fue el malvado lobo feroz. "Tenemos a los grandes verdugos de los campos de concentración, pero esos son tan malos que es muy fácil distanciarse de ellos", denuncia el director. Pero el mal no se originó en un pequeño pueblo al norte de Salzburgo: creció de entre nosotros.
La casa que engendró al diablo
Durante la realización de la película, Schwaiger se topó con un imprevisto: la casa natal del führer se convertirá en una comisaría de Policía. Braunau se empeña en ocultar su historia. "Cuando ves cómo el gobierno austriaco convierte la casa en algo donde no puedes entrar, esa mitificación de la figura de Hitler crea una mitificación del mal". No produce la desafección, sino el interés por la figura.
Así, no sorprende que, cada año, simpatizantes del dictador austríaco se acerquen a su casa natal para dejarle flores. Una ofrenda que demuestra que, en el fuero interno de estas personas, Hitler no hizo nada malo. "Las imágenes que han sobrevivido de los nazis son propias de los nazis, lo que no hace más que realimentar [a sus seguidores]", recalca el director.
La casa podría ser un lugar de instrucción social, como la mayoría de los habitantes de Braunau prefiere. O un lugar de análisis de los verdugos, la opción favorita del director. Sin embargo, la decisión tomada por el gobierno austriaco de convertirla en una comisaría refuerza ese sentimiento de vergüenza hacia un pasado imperdonable. De la vergüenza nace el miedo y, de cualquier miedo, los totalitarismos.
Cuando Günter Schwaiger presentó su película en el Festival de Cine Judío de Jerusalén puso una única condición: poder hablar libremente de la guerra entre Israel y Palestina. Allí, denunció los atentados de Hamás, pero también la injusta guerra contra Gaza. "Tenía que decir esas palabras porque los errores del pasado, si no se resuelven en el momento, se pasan a las siguientes generaciones. Si no se resuelve el asunto de Palestina ahora, las siguientes generaciones heredarán ese conflicto".
"Tenemos la responsabilidad de comunicarnos con nuestro pasado para entender cómo la gente normal se puede convertir en fascista", insiste Schwaiger. "Todos somos producto de ese pasado, y también del silencio. Tenemos que analizar qué hay de esa época dentro de nosotros. No para sentirnos culpables, sino responsables. A través de la responsabilidad podemos evitar los errores del futuro".
Quién teme al pueblo de Hitler denuncia, en esencia, una sociedad que oculta, que teme. Que no habla del peligro del pasado, sino de la humillación del ahora. De una sociedad que no dialoga y de un país enfrentado consigo mismo. Pero "así es Austria: la verdad es muy cruda y la mentira, muy grande".
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