A finales del siglo XIX, algunos jóvenes artistas defendieron el arte como una manera subjetiva de expresar las emociones. Algo que hoy nos puede parecer normal pero que entonces, cuando todavía dominaba el academicismo, era poco menos que revolucionario. El color pasó a ser primordial y la realidad superficial. Uno de esos grupos de artistas se hacían llamar los nabis –por la palabra hebrea nebiim, que significa "profeta"–. Y al francés Pierre Bonnard (1867-1947) se le consideraba el profeta líder de este grupo. Por su obra no pasa el tiempo: es un eterno verano en el que todos los cuerpos son jóvenes y todo es azul, verde y amarillo. Una memoria dichosa plasmada en el lienzo y donde siempre aparece una misma mujer. Eternamente joven, eternamente hermosa.
Esa mujer fue Marthe de Méligny. A pesar de su fuerte carácter, se convirtió en musa de Bonnard en cuanto el pintor puso el ojo sobre ella. Marthe, que anhelaba una vida aristocrática, marcada por el lujo, los viajes y la ropa cara, aunque sin renunciar a un profundo, tórrido y verdadero amor, acabó casada con un bohemio, que es una manera edulcorada de decir un perdedor.
La mujer que pintó
Ahora, el actor y director de cine francés Martin Provost (Séraphine, Violette, Dos Mujeres) estrena Bonnard, el pintor y su musa, una película sobre esta extravagante pareja y el arte que rodeó su vida. Vincent Macaigne (Pequeños grandes amigos, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos) hace un excelente trabajo dando vida a un pintor que, lejos de ser un atormentado, hace caso omiso a su cabeza para pensar con otras partes de su cuerpo. Pero es la Marthe de Cécile de France (Más allá de la vida, Las ilusiones perdidas, Un amor de verano) la que roba toda la atención con su presencia en escena. Una mujer perdida en una promesa y en una vida que nunca va a poder tener.
La película trata de atender al punto de vista femenino, pero la mirada predominante es profundamente masculina. Vemos desnudos femeninos integrales, mujeres complacientes y un a veces excesivo deleite en la belleza plástica. Es, cómo no, una película muy francesa.
Aunque no va mucho más allá de la historia de amor y arte de la pareja protagonista, Bonnard, el pintor y su musa cuenta con algo que la hace singular. Nada conmueve más que dos personas que se encuentran, se pierden, se reencuentran y que se aman hasta el final. Quizá sean las brillantes actuaciones de ambos o la romántica escenografía que envuelve todo en una atmósfera propia de un sueño febril de agosto pero, con todo, el filme lleva a pensar que quizá sí fue amor. Aunque Pierre fuese más connard que Bonnard.
Juego de tonos
Pierre Bonnard sí fue un hombre enamorado. Sus pinturas estuvieron siempre protagonizadas por el perfil de esta enigmática mujer. Por la mirada cansada de una musa que no sentía el cariño de su pintor. Una realidad distorsionada, una figura real envuelta en una mentira, pues el autor vivía abstraído, en el mundo de su imaginación. Allí nada le impedía dibujar a Marthe con Renée Monchaty, su joven amante. Las dos en el lago, desnudas y jóvenes, salpicadas por los trazos de una pintura por la que no pasa el tiempo.
La pureza de su obra se mantiene en la película. Los verdes del bosque, el rojo de la villa o el azul del lago. El color empapa el escenario por el que se mueven los personajes, en un juego de tonos que bien podría estar expuesto en un museo. El arte por el arte.
Así, Provost crea un escenario en el que una pareja crece, se separa y se encuentra, aunque siempre sea ella la que salga malparada. ¿Es una relación romantizada? Desde luego. Pero, con todo, termina la película, se siente que el amor está ahí. Que Bonnard siempre buscó a Marthe. Y que fue en sus pinturas donde la encontró.
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