Hoy puede parecer increíble, pero en julio de 1995 Pedro Almodóvar se encerró cuatro días seguidos para hablar de cine y de su cine con Juan Cobos, Miguel Marías, Juan Miguel Lamet y los cowboys Eduardo Torres-Dulce y José Luis Garci. El resultado de aquella larga conversación en las oficinas de El Deseo, la productora de Almodóvar, quedó recogido en el primer número de Nickel Odeon, la revista trimestral entonces recién fundada por Garci y Cobos.

Son 74 páginas de entrevista. Parece la transcripción de uno de los largos coloquios de Qué grande es el cine, el programa presentado y dirigido por Garci que había comenzado a emitirse en La 2 en febrero de aquel año. Un par de meses antes de estrenar La flor de mi secreto, sentado delante de aquellos señores que aparentemente tan poco tenían que ver con él –el fiscal, Marías con su pipa y Garci, que venía de hacer una película de monjas, Canción de cuna, preconciliar comparada con el almodovariano convento de Entre tinieblas–, señores tan distintos a él pero con los que en realidad comparte una pasión visceral, una visión de la vida a través del cine, Almodóvar habla de todo con una confianza sorprendente. 

Filias y fobias

Reconstruye sus comienzos, reniega de la movida, ese “invento” del PSOE, y arremete sin complejos, y con nombres y apellidos, contra algunos que podrían pasar por ser de los suyos –“yo donde noto de un modo más claro cómo la sociedad de este país se ha hecho mucho más conservadora es en todos los progres que escriben”–. Confiesa filias y fobias cinéfilas, explica una a una sus películas, los detalles de su proceso creativo y de la cuadratura del círculo que ha logrado con su hermano Agustín, conseguir el dinero para hacer lo que le da la gana y conservar su independencia. 

Desde que rozó el Oscar por primera vez con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) Hollywood le pretende, quiere vampirizarle, pero él se resiste. Se lo dijo Billy Wilder, “no hagas cine nunca aquí”. Maneja con precaución la oportunidad. Les cuenta a los cinéfilos de Nickel Odeon que quiso hacer El silencio de los corderos. También que le mandaron el guion de Sister Act: definitivamente los ejecutivos de los estudios no se enteran de nada. A él lo que le gustaría de verdad sería rodar el western con indios homosexuales y putas puestas de opio hasta las cejas que entonces tenía abocetado, o una obra de Ibsen o Chéjov en un teatro vacío, como Louis Malle en Vania en la calle 42. Y producirle una película a Wilder o a Stanley Donen, porque entonces en Estados Unidos ninguna compañía se comprometía a asegurarles por viejos.

Una película frágil

Casi 30 años después de aquella entrevista, tras muchos forcejeos y algún proyecto fallido, Pedro Almodóvar, 75 años recién cumplidos –tres más que los que tenía Donen cuando le conoció– estrena su primera película no exactamente americana pero sí rodada en inglés, La habitación de al lado. El León de Oro y la presencia de dos estrellas indiscutibles como Julianne Moore y Tilda Swinton en un mano a mano hipnótico han silenciado las críticas y reservas que muchos comentaristas expresaron tras su primera presentación en Venecia. El talento promocional del equipo de El Deseo y la adhesión religiosa que el cineasta despierta entre sus partidarios han hecho el resto para galvanizar la película.

Pero La habitación de al lado resiste con dificultad un visionado ecuánime. Almodóvar se escuda en el preciosismo de la producción y el entusiasmo de su dúo protagonista para sostener una película narrativamente frágil. 

Está el lujo decorativo de siempre –en los agradecimientos de los créditos aparece, entre otros, el director de la revista AD España, Enric Pastor–. También la apabullante paleta de colores –del brillante verde Bottega Veneta del suéter de Tilda Swinton a las tazas Pantone que usan las amigas para su té mientras se hacen confidencias–. La artificiosidad deliberada del skyline neoyorquino que se ve desde el apartamento de Martha/Tilda recuerda al perfil de Madrid de la terraza de Pepa/Carmen Maura en Mujeres. También a los decorados silvestres tras las ventanas de Solo el cielo lo sabe, una de las películas favoritas de Almodóvar, de un maestro del melodrama como Douglas Sirk

El cineasta español apela al reconocimiento por parte del público de ese registro melodramático –con la pegajosa música de Alberto Iglesias empapando la acción–. Pero al ver La habitación de al lado –la por otro lado hermosísima sucesión de primeros planos de Julianne Moore escuchando a gente, esgrimiendo todo su catálogo de visajes– uno no puede evitar acordarse de una película reciente de la actriz, Secretos de un escándalo, donde está el melodrama y todo lo demás –el humor, la ambigüedad, la extrañeza– que casi –salvo en un par de pasajes que recuerdan al mejor Almodóvar y que son lo más brillante de La habitación de al lado, adivine cuáles si la ha visto– ha desaparecido de su cine. Las mejores películas de Almodóvar las está haciendo hoy Todd Haynes. 

El cainismo nacional

Complaciente y autorreferente, con escenas rígidas y diálogos ortopédicos, preciosa y preciosista, La habitación de al lado saca al espectador definitivamente del encantamiento de su diseño de producción con las píldoras panfletarias introducidas por el personaje de John Turturro y que el director ha hecho suyas en las diversas ruedas de prensa y declaraciones que ha ofrecido durante estas semanas de promoción. Líneas metidas con calzador –como aquella escena sonrojante de la fosa en Madres paralelas– que lejos de ponderar el tono crepuscular de la película incomodan, desconciertan y evidencian los problemas de su guion. 

Y contribuyen, además, a perpetuar esa confusión entre obra y personaje que existe con Almodóvar y otras figuras del cine español, y que le han convertido en uno de los muñecos favoritos del cainismo nacional. Que el otro día Diego S. Garrocho, ex director de opinión de ABC, se estrenara como columnista de El País atizándole a Almodóvar por unas supuestas lecciones morales no es en absoluto inocente. 

Se busca guionista

Dicho esto, hace tiempo que Almodóvar necesita un guionista que le complemente, que oxigene su visión de la vida y de los personajes, la que antes obtenía de primera mano; antes de que a mediados de los 90 renunciara a las “emociones fuertes” y se entregara “a la disciplina de un trabajo que consiste en estar mucho tiempo solo en tu casa escribiendo”, tal y como explicó en su rueda de prensa en San Sebastián. Cuando descubrió la emoción en la rutina.

Lo sorprendente es que Almodóvar no solo sabe que le convendría un guionista sino que se lo confesó a Garci y compañía en 1995. “Yo busco pareja para escribir porque hay que romper la soledad. A mí me gustaría tener alguien con quién hablar mientras escribo, discutir las secuencias. Si ese diálogo no lo tengo con un guionista he de tenerlo conmigo mismo, pero evidentemente siempre es el mismo punto de vista. Creo que me vendría bien por muchas razones, pero no he encontrado la persona adecuada”, reconocía.

Los cowboys le sugirieron algunos nombres. Al fin y al cabo hablaban el mismo idioma. Y se verifica en La habitación de al lado, que es en buena medida un homenaje al mismo cine americano y a la misma América del cine que ama y enamora y ha influido a Garci. Comparten mitomanía. Está en el protagonismo hitchcockiano de la escalera, en la fascinación por el paisaje de Estados Unidos, por los lugares comunes de su cultura popular, ya sea un diner o un camión de bomberos. En la presencia del cine de los otros, de John Huston a Buster Keaton. Y en la inspiración pictórica de la escena del incendio de Montana o de la agonía de Martha/Tilda, un evidente cuadro de Hopper.

Así que quizá a quien necesita Almodóvar es a Garci, y viceversa. Dos cineastas opuestos pero que comparten el mismo universo de referencias. Y que han fracasado cuando se han dejado llevar por la autocomplacencia. Que lo intenten. Solo por repetir esa entrevista que hoy nos parece ciencia ficción merecería la pena.