Desde que nació en 1895, el cine se ha enfrentado a los que pronosticaban su final. Pero este ancianito de 130 años sigue vivo y coleando, después de mutar y metamorfosearse para adaptarse a los gustos y las demandas de espectadores y creadores. Empezó sordo y mudo. Recuperó el oído y, más adelante, el habla. Adquirió color, movimiento y, camaleónico, se permitió hablar de lo que quiso. Sin ápice de vergüenza, el séptimo arte goza del lujo más fascinante de todos: el de moldear realidad e imaginación a placer. Permite mostrar lo más ilusorio de la verdad y lo más palpable del ensueño. Y todo se lo debe a ellos.

Los hermanos Auguste (1862-1954) y Louis Lumière (1864-1948) no pensaron jamás en una vida más allá de poner a punto las placas fotográficas secas, "etiqueta azul", en los productos de la empresa familiar, una fábrica fotográfica que se conocía bajo el título de Sociedad Autónoma Lumière e hijos (quédense con el nombre, aparecerá –y será clave– más adelante). Entonces, su padre, Antoine, les habló del invento patentado por un tal Edison en el verano de 1894, el kinetoscopio, que permitía almacenar imágenes en una caja. La bombilla se encendió en dos cabezas que, en realidad, pensaban como una sola: esas imágenes debían ser libres, abandonar la caja y mostrarse en su eterno viaje hacia la inmortalidad.

Escribir el movimiento

Los hermanos Auguste (izquierda) y Louis Lumière.

Los hermanos examinaron minuciosamente el extraño aparato y se pusieron manos a la obra para crear un invento que sirviera tanto de cámara (su padre era fotógrafo retratista) como de proyector. Lo bautizarían como cinématographe (literalmente, 'escribir el movimiento') o, como llegó a nosotros, cinematógrafo. Un sutil robo que le hicieron al inventor León-Guillaume Bouly, quien ya había patentado ese nombre para una cámara fabricada en 1892.

Al principio, el cinematógrafo era un armatoste tan difícil de manejar como de transportar, pero el espíritu soñador de los hermanos (concebido en sus lecturas infantiles, dominadas por Julio Verne) y su fe en el progreso permitieron que no se vinieran abajo. Lo patentaron en febrero de 1895 y, apenas un mes después, filmarían aquella película que pasaría a la historia como la primera producción en la historia del cine. O, lo que es lo mismo, la primera película de la historia.

La rodaron en territorio familiar, aquella Sociedad Autónoma Lumière e hijos anteriormente mencionada. Y fue, en términos actuales, muy sencillita: plantaron el cinematógrafo en la salida de la fábrica y grabaron a los trabajadores salir tras una ardua jornada de trabajo. Es la máxima expresión de la cotidianeidad: algunos hablan entre ellos (aunque no se les escuche), otros montan en bicicleta, hay un par que juega con un perro que se contonea por ahí, e incluso los hay que bromean y hacen carantoñas al objetivo. Terminan por salir los últimos rezagados y el portero cierra las puertas. Pantalla en negro y c'est fini. La primera película de la historia del cine dura la friolera de 46 segundos.

La llamaron La Sortie de l'usine Lumière à Lyon (La salida de la fábrica Lumière en Lyon) y, tres días después de rodarla, el 22 de marzo de 1895, la presentaron en París. Hicieron más películas, todas brevísimas y de carácter documental, que presentaban, una a una, en sociedades elitistas de la Francia de finales del XIX, caninas de primicias científicas. En diciembre de ese mismo año realizaron la primera proyección cinematográfica abierta al público a modo de experimento; ninguno de los dos hermanos tenía esperanza en el éxito de su invento. Esa noche, por un franco, cualquier persona pudo asistir al inicio de un arte que pasaría a la historia. Fue un éxito rotundo.

Hicieron un pedido de 200 cámaras, e inmediatamente se pusieron a trabajar. Ansiaban filmar todo aquello que se les pusiera por delante, ya fuera tierra, mar o aire, y proyectar el resultado a todo tipo de público. Invirtieron en publicidad, ampliaron el catálogo e incluso llegaron a vender arquetipos minúsculos del invento (el merchandising no es cosa de ahora). Y, así, el invento por el que no daban un duro pasó a ser lo que es ahora, un salvavidas para aquellos que no encuentran su lugar en un mundo que va demasiado deprisa.

La huella Lumière

Pese a cumplir hoy 130 años, el cine no puede desprenderse de esa "huella Lumière". Esta en Coppola, en Ford e incluso en Tarantino. Como director del Festival de Cannes, Thierry Frémaux (Tullins, 1960) es un experto en el tema. Sabe de los hermanos casi tanto como de sí mismo, y los revindica en sus documentales ¡Lumière! Comienza la aventura (2016) y Lumière, la aventura continúa (2025), que restauran casi dos centenares de películas de los franceses. Esta última se encuentra ahora mismo en cines.

Para Frémaux, "el cine de los Lumière nunca será viejo, del mismo modo que Shakespeare tampoco lo será", sino que, al contrario, "siempre será muy moderno". Así lo manifiesta en una entrevista publicada en El Cultural, en la que, además, habla de la "belleza" de los mismos. "Los Lumière expresan la verdad a través de la belleza, y la belleza a través de la verdad. Para ellos el mundo es bello, por eso sus películas son sinceras".

"Si alguien hubiera inventado el cine antes que ellos, los Lumière no serían por
ello menos cineastas
… y unos cineastas determinantes. Su estilo y sus
convicciones han permanecido; allanaron el camino para una nueva forma de
arte, cuyo glorioso futuro fue anunciado por sus propias películas", asegura el capo de Cannes en su reciente película.

Frémaux se pregunta "qué será de las películas, las salas y el público en su segundo centenario". Un espacio de seguridad e intimidad hoy amenazado por el streaming que defiende Vicente Monroy en su reciente ensayo Breve historia de la oscuridad (Anagrama, 2025). En su obra, el programador de la Cineteca de Madrid defiende las salas de cine como un espacio de luz frente a la oscuridad. Que no es solo "la que el proyector arroja sobre la pantalla", sino también la de "las pupilas y los rostros iluminados en el patio de butacas". El cine como desconexión, y su historia como arte imperecedero, vivo para aquel que esté dispuesto a disfrutar de él.