Sería un escenario perfecto para un capítulo de Juego de Tronos. Visto desde el alto se parece a la gran muralla China. Un sendero de piedra de cinco kilómetros de largo, monumental como una antigua calzada romana. Nadie diría que estamos a unos cincuenta kilómetros de Madrid si no fuera porque, en todo momento, se divisa en el horizonte la inmensa mole de la cruz del Valle de los Caídos.
El Camino Real de la Cruz es quizá el rincón más oculto detrás de la verja del polémico monumento que acoge los restos de Francisco Franco y de más de 30.000 víctimas de la Guerra Civil. Se trata de un vía crucis de proporciones descomunales. Un recorrido simbólico que recuerda, a lo largo de 14 estaciones, los últimos momento de la vida de Jesús.
Se empezó a construir en 1944 por voluntad de Franco en aras del sentimiento nacional católico al que había consagrado España.
Más de 2.300 escalones de granito recorren el desfiladero de Cuelgamuros a 1.200 metros de altitud. Suben y bajan por los riscos hasta llegar a la abadía de la discordia.
Los monjes benedictinos, que custodian el Valle, organizan procesiones un par de veces al año. En septiembre y por las celebraciones de la Semana Santa, cuando el calendario litúrgico lo establece. En teoría es la única forma de acceder al camino. El acceso está prohibido y hay que pedir permiso a Patrimonio Nacional, titular de la propiedad del Valle de los Caídos. Sin embargo no se pueden poner puertas al campo, y esto es literal. Existen muchos senderos que atraviesan el monte o que desde el embalse de la Jarosa llegan a la calzada.
El Camino Real empieza pocos cientos de metros después de la verja de ingreso del Valle de los Caídos. Cuatro columnas solitarias al lado de la carretera marcan el punto en el que hay que desviarse de la carretera para adentrarse en el bosque. Son las columnas de Juanelo. Franco ordenó que se transportaran hasta aquí desde Toledo, donde fueron labradas en el siglo XVI para el Alcázar de Felipe II.
Enseguida se encuentra la primera capilla, robusta y sobria según el estilo de Pedro Muguruza. El arquitecto al que se encomendó construir el Valle de los Caídos. Aquí no hay estatuas piadosas, estatuas de cristos dolorosos, magdalenas llorosas o vírgenes desmayadas. Apenas hay una cruz de madera solitaria. Muguruza inyecta al carácter frío y civil de sus edificios. No es un vía crucis para reconciliarse con Dios sino para dar muestra de la monumentalidad del poder franquista.
El camino es cómodo, la calzada ancha, ininterrumpida y bien conservada en su mayoría. La subida es agradable a pesar del desnivel, más de 300 metros, pero se supera con poca fatiga. En la mayoría de las estaciones ni siquiera hay capilla. Un simple crucifijo señala el punto donde rezar.
Las vistas son impactantes. Por un lado el anfiteatro de Cuelgamuros, dominado por la gigantesca cruz. Por el otro el embalse de la Jarosa y de Valmayor. Al fondo Madrid. Difuminados en la boina de contaminación, aparecen los rascacielos de la Plaza de Castilla.
El punto más alto del sendero se encuentra en el pico del Altar Mayor (1336 mt.). Aquí, en la VIII estación, está la capilla de la Virgen. La más alta, la más grande de todo el recorrido. Sin embargo el interior el edificio se encuentra en estado precario, reconvertido en una estación de bomberos.
A partir de este punto empieza la bajada hasta un desvío donde la calzada se convierte en un camino de tierra. Un paseo por la vegetación que llega hasta el poblado del Valle de los Caídos. Aquí vivía el personal no religioso que se encargaba del mantenimiento del monte. Muchas de estas casas ahora están abandonadas.
El Camino de la Cruz es un proyecto inacabado. El constructor José Banús, gran amigo de Muguruza, se encargó de los diferentes tramos de calzada pero nunca llegaron a conectarse entre ellos. Tampoco se acabaron todas las capillas previstas. Una de ellas está vallada por el riesgo de desprendimientos.
La última parte del trayecto, ya en plano, está dedicada a los últimos momentos de la pasión de Cristo. Una capilla, aparentemente derrumbada, simboliza a Jesús clavado en la cruz. A poca distancia se encuentran las tres cruces de la crucifixión, coronadas por la sombra de la cruz de la basílica. Unas escaleras laterales suben a la explanada y del templo. De ahí se puede abrazar con la vista todo el valle. En el verde de la vegetación se distinguen las capillas del vía crucis.
La última capilla, la XIV, la piedad, es colosal estatua que se encuentra en la misma puerta de la basílica. Es la única escultura del recorrido, obra de Juan de Ávalos, y estuvo a punto de no ver nunca la luz cuando en el ministerio de la Gobernación se dieron cuenta de que Ávalos - que entonces vivía en Lisboa - había sido depurado por el régimen. Fue en un encuentro de apenas diez minutos con Franco en los que Ávalos consiguió convencer al dictador del valor de su obra.
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