En aquel 1908 sus padres le bautizaron como Lena. Aquella niña nacida en tierra extraña, en unos Estados Unidos que acababan de dar cobijo a sus padres tras su huida de Ucrania. Al contrario que a algunos de sus hermanos, a la pequeña Lena el mundo le deparaba haber nacido en Brooklyn en el seno de una familia judía ortodoxa. También una realidad social en la que el hombre todo lo copaba y la mujer debía guardar recato, discreción y vida familiar. Esa niña no se demoró en dar señales de no querer asumirlo. No tardó en proclamar a los cuatro vientos que no sería como las demás, que el mundo sería una montera sobre la que expresarse y reivindicarse y que lo haría como artista.
Los Estados Unidos de su juventud le transformaron pronto en ‘Lenore’ y la escuela en la que firmó sus primeros lienzos le convertirían en Lee, el nombre que, junto a su apellido, Krasner, terminaría por encumbrarla como referente del expresionismo abstracto. Lo hizo tras un protagonismo arrebatado en gran parte de su vida y solo otorgado en vísperas de su muerte el 19 de junio de 1984.
El color y la luz llamaron su atención desde siempre. Siendo una adolescente experimentó una llamada clara, una vocación, por el arte: a los 14 años había decidido que sería artista. Fue el inicio de medio siglo de trayectoria que inició en la Women´s Art School de Coper Union. En sus aulas los autorretratos se convirtieron en su primera manifestación pública ante el mundo artístico. Uno de ellos sería su puerta de entrada, con apenas 19 años, en la prestigiosa National Academy of Desing. Para lograrlo debió defender la autoría y veracidad del mismo ante los rectores del centro. El espíritu combativo y avanzado de Lee Krasner terminaría por llevarle a cuestionar la “mediocridad congelada” que percibió en esa academia, demasiado tradicional para Krasner.
Su historia, la personal y la artística, se muestra en una completa muestra que desde este viernes exhibe el Museo Guggenheim de Bilbao. La exposición ‘Lee Krasner. Color vivo’ es una retrospectiva dedicada a la artista neoyorkina pionera del expresionismo abstracto. A lo largo de la muestra se percibe la constante reinvención y exploración que caracterizó su trayectoria de casi medio siglo y que abarcó los autorretratos iniciales, las obras monumentales de los 60, los collages o las pequeñas imágenes’. Todas las fases de su trayectoria se muestran en la pinacoteca bilbaína hasta enero del próximo año.
Inspirada por Picasso y Matisse
Sus primeros pasos se complicaron con la depresión de la década de los 30. Aquella crisis le obligó a abandonar la academia para matricularse en un centro con formación gratuita: el City College de Nueva York. En 1937 ingresó en la escuela de Hans Hofmann, un pintor modernista alemán que había trabajado en París y conocía a hablo Picasso y Henri Matisse, dos de los pintores más admirados por Krasner. Es en este periodo cuando la artista hace sus primeras incursiones en la abstracción.
Su obra evolución al ritmo de su biografía. Lo hace a modo de álbum fotográfico, con especial incidencia en los momentos más dolorosos y atormentados de su ámbito personal. Uno de los hitos más relevantes es su relación con el pintor Jackson Pollock desde 1942 y con el que terminaría casándose. Al contrario que otras mujeres, Pollock no fue un impedimento para su desarrollo artístico, incluso lo impulsó. Junto a él desarrollo el diseño y montaje de una veintena de escaparates de grandes almacenes de Manhattan y Brooklyn con el que el Gobierno de Estados Unidos promovió cursos de formación para la guerra.
La muerte de su padre le afectó de modo especial. Tanto que le llevó a un parón en su producción artística que limitó a lo que denominó ‘losas grises’. Poco después, su inmersión en la naturaleza se tornó vibrante, con abstracciones en “Pequeñas imágenes” en las que las densas capas de pintura se mezclaban con arabescos.
Su primera gran oportunidad tardó en llegar. No fue hasta 1950, con 42 años, cuando empezó a trabajar en una exposición individual. Sucedió por fin en octubre de 1951, en la Betty Parsons Gallery, donde mostró 14 de sus obras abstractas geométricas caracterizadas por sus colores suaves y luminosos. La crítica fue muy bien, la venta no. Ninguna de las obras encontró comprador.
De la oscuridad al color
La decepción en la a partir de entonces se adentró Krasner, apagó de golpe su color. En su vida se instaló el blanco y negro y la angustia. En su estudio, desde el suelo y hasta el techo, comenzó a colocar dibujos que debían inspirarle. Tardaron en hacerlo pero una mañana fue consciente de que no soporta verlos más y los destruyó. Los restos de papeles que semanas después rescató del suelo acabarían por convertirse en sus primeros collages, pegados sobre una docena de las obras que no había logrado vender en la Betty Parsons Gallery.
Para el verano de 1954 la relación con Pollock se había enfriado, complicado. En aquel mes de agosto Krasner estaba ultimando una obra que en poco o nada se parecía a las anteriores. Sus formas ondulantes, carnosas, enmarcadas en negro y rosa, asomaban una iconografía corporal. A sus allegados les había reconocido que aquel cuadro le inquietaba enormemente. Cuando tuvo que parar su trabajo para viajar a Francia, el lienzo descansó en el caballete. Días más tarde, el 12 de agosto, una llamada de teléfono terminaría por poner nombre a su cuadro, ‘Profecía’; alguien le acababa de comunicar que su marido, que Pollock, acababa de fallecer en un accidente de tráfico.
Semanas más tarde, la serie que ‘Profecia’ inicio se completó con ‘Nacimiento’, ‘Abrazo’ y ‘Tres en dos’, todas ellas fruto de una pintura de duelo y sufrimiento: “Pintar no es algo ajeno a la vida, es la misma cosa”, aseguró.
Reconocimiento tardío
Al año siguiente, Krasner se recompone suficientemente como para instalarse en el estudio de Pollock, en un granero de Springs, lo que le permitió experimentar con obras de mayores dimensiones. El insomnio crónico que para entonces le invadía le llevó a trabajar de noche y con ello a olvidar los colores, que no le gustaba emplear con luz artificial. Durante un tiempo aquellas noches en el taller restringieron su paleta a blancos y colores tierra. Son las obras que su amigo Richard Howard llamaría ‘Viajes nocturnos’.
En la década de los 60 el color regresa a su obra, lo hace de forma enérgica, con reminiscencias de Mattise, uno de sus referentes. En los 70 su evolución artística se caracteriza por las formas recortadas. El reconocimiento a su trabajo es ya evidente y se materializa en la que exhibe en el Whitney Museum of American Art en 1973, en su ciudad en New York.
A partir de ahí el reconocimiento que durante tantos años se le negó comenzaba a extenderse. Lee Krasner llego a asegurar que aquel olvido que padeció durante buena arte de su trayectoria fue en realidad “una bendición”; le restó presión y la obligación de convivir con la crítica de coleccionistas y marchantes para hacer fluir su arte según su criterio, su estilo de vida y libre albedrío.
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