Desde que fue pintado en Tahití, en 1892, el Mata Mua ha recorrido un largo viaje lleno de vericuetos: ha pasado por manos de coleccionistas, subastas y museos, hasta convertirse en una de las puntos calientes de la negociación entre el Gobierno y Carmen Thyssen que ha culminado este viernes.
La permanencia del cuadro en España era una línea roja para el Ministerio de Cultura, según declaró a Efe el ministro José Manuel Rodríguez-Uribes, que se había dado de plazo este mes -hasta mañana- para llegar a un acuerdo con la baronesa sobre su colección. Finalmente, el pacto ha llegado casi in extremis.
La vida de Mata Mua comenzó en Tahití, donde Paul Gauguin (1848-1903) se marchó en busca de inspiración, tribus primitivas y, también, del paraíso perdido.
Cuando llegó se dio cuenta de que el paraíso no existía, por lo menos tal y como él se lo imaginaba. De hecho, la escena de Mata Mua (“Erase una vez”), en el que unas mujeres maoríes adoran a Hina, la diosa de la luna, nunca existió, Gauguin se la imaginó para pintarla.
El francés volvió de su viaje con este y otros cuadros bajo el brazo y los mostró por primera vez en una exposición en la Galería Durand-Ruel, donde no despertó muchas simpatías; su lenguaje era demasiado innovador para la época.
Dos años después, lo subastaría junto con otras obras para sufragarse otro de sus viaje, esta vez a Martinica, donde falleció. Tres años después de su muerte el cuadro fue expuesto en el Salón de Otoño de París y pasó por distintas galerías y colecciones privadas.
Finalmente recaló en la colección de Julius Wolf, un empresario alemán afincado en Nueva York. Su mujer Erna Levi Wolf, que le sobrevivió, convivió con Mata Mua y otros muchos cuadros impresionistas en su apartamento del Lombardy Hotel hasta su muerte (1983).
Poco después saldría a subasta, y es ahí donde Heinrich Thyssen se encaprichó de él. Su viuda Tita Cervera suele recordar cómo su marido "se entristecía si no compraba un cuadro a la semana".
Había otro interesado: su amigo y también empresario, el coleccionista boliviano Jaime Ortiz-Patino. Para no inflar el precio en subasta, los dos, hombres de negocio, llegaron al acuerdo de comprarlo a medias. El precio alcanzó 3,8 millones de dólares en la puja (3,13 millones de euros), un récord para un Gauguin en la época.
Acordaron que cada uno se lo quedarían por un periodo 2 años y medio; y al terminar el plazo -5 años- tratarían de alcanzar un nuevo acuerdo.
Llegó 1989 y no consiguieron acordar nada, así que el cuadro volvió a salir a subasta. El barón Thyssen compitió con otros dos interesados y finalmente se quedó con él, por 24,2 millones de dólares (19,9 millones de euros), otro precio récord.
David J.Nash, uno de los responsables de subastas de la casa Sotheby’s aseguró entonces al New York Times que el magnate se había acostumbrado a tener en el comedor de su casa ocho obras de Gauguin que le prestó el Museo Pushkin para una exposición.
Cuando los cuadros volvieron a Rusia, Hans Heinrich Thyssen se propuso comprar un Gauguin de su época polinesa y finalmente, con Mata Mua, lo consiguió. El mismo año que lo compró, el barón lo mostró al público por primera vez en el Museo Reina Sofía de Madrid (1989).
Décadas después, el cuadro sería repartido en la herencia entre los herederos de la familia, entre ellos Carmen Cervera, que finalmente se quedó con él y es la joya de su colección.
Fue también uno de los cuatro que se llevó del museo durante el estado de alarma el año pasado, cuando el museo estaba cerrado por la pandemia. El episodio tensó la relación con el Gobierno, marcada durante décadas por un tira y afloja para cerrar un acuerdo sobre su colección que parece que no llegar nunca a buen puerto.
Salió con destino a Andorra, donde la baronesa tiene un pequeño museo y un búnker para proteger parte de la colección que no muestra al público. Días después de salir de España, el museo andorrano anunció su presentación, pero el evento fue cancelado días después sin muchas explicaciones.
Ahora, Mata Mua espera guardado en un búnker andorrano su próximo destino.
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