Guillaume Apollinaire (1880-1918) sintió la necesidad de ser más francés que nadie, quizá porque aunque había nacido en Roma era de ascendencia polaca, quizá porque en 1911 había estado unos días en la cárcel, junto con Pablo Picasso, acusado de robar la Gioconda del Museo del Louvre. Quizás porque, al fin y al cabo, era un extranjero en ese París de principios de siglo al que todo el mundo quería pertenecer.
Así que cuando llegó la Gran Guerra se alistó rápido para defender a Francia y, sin quererlo, dejó atrás uno de los libros más llamativos de su trayectoria. En un vibrante comienzo del s. XX él ya había perdido el miedo al pudor y se pasó años escribiendo los prólogos de las grandes novelas eróticas de la historia. Se atrevió con Fanny Hill, con Un verano en el campo o con Venus en India.
El encargo le había llegado en 1908, de la mano de Robert y Georges Briffaut, directores de la editorial L'Édition. Él tenía 28 años y le pidieron un análisis en profundidad sobre el marqués de Sade, el cura español Francisco Delicado o sobre John Cleland; sobre todo aquello que el romanticismo había calificado de obsceno y que le llevó a rebuscar en grandes bibliotecas, releer y reentender una sexualidad que él ya sabía más amplía y más libre.
El poeta cubista, el germen del surrealismo, no se tomó el encargo a la ligera. Al contrario, como explica Julio Monteverde en el prólogo de Los diablos enamorados que recoge todos estos textos que no se consiguieron publicar juntos hasta 1968 (50 años después de la muerte de Apollinaire) y que ahora se publican por primera vez en España gracias a la editorial sevillana El Paseo; el autor, un "erotómano incorregible, de constitución libertina, ya en el pasado había realizado trabajos similares, entre los que destacó la escritura de una novela erótica de claros ecos sadianos: Las once mil vergas". Una obra que se convirtió en la favorita de su amigo, y compañero de celda, Pablo Picasso.
Así que empezó con un primer encargado (Sade, del que realizó su conocido estudio, y Aretino) y continuó "con mayor o menor regularidad" con estas colaboraciones hasta 1917 (con la I Guerra Mundial como paréntesis), "año en que entregó su famosa introducción a Las flores del mal de Baudelaire", que también incluye esta publicación.
"Este libro es una caja negra en la que han quedado registradas algunas de esas formas de entender el impulso erótico. Su autor, como se verá, era un auténtico poeta, en el más alto sentido de la palabra", explica Monteverde que asegura que "tenía el suficiente respeto por todos los textos como para proyectar su publicación en un volumen específico que incluye todos los prólogos que escribió".
En ellos se puede ver mejor al poeta, al que fue muy poco fanático de las consideradas obras maestras y siempre buscó en las esquinas de la literatura una manera mejor de leer el mundo. Era apasionado, libre en cuanto a sexualidad, lleno de perspectivas distintas y menos erudito de lo esperado.
Los mejores párrafos de esta obra son justo aquellos en los que el autor se deja llevar por lo que ama por encima de sus deberes literarios"
"Ahora parece claro que Apollinaire se vistió de estudioso para poder hacer lo que deseaba como poeta. Y todo esto tendría relativa importancia si no fuera porque en la actualidad lo que más conmueve de este volumen es precisamente todo aquello que desborda su marco de texto erudito", asegura el prologuista y continúa sentenciando que "los mejores párrafos de esta obra son justo aquellos en los que el autor se deja llevar por lo que ama por encima de sus deberes literarios".
Y le muestran como ya le había calificado Maurice Blanchot, como un 'Moisés laico', "porque guió a los pueblos de la vanguardia artística a la tierra prometida, y que como aquel murió justo antes de poder habitarla".
También como un libertino, si lo miramos con ojos su época. Sobre el caballero Nerciat, del siglo XVIII, escribió: "El amor, el amor físico, aparecía por todas partes. Los filósofos, los sabios, las gentes de letras, todos lo hombres, todas las mujeres, se preocupan por él. No era como en nuestros días una estatua de un pequeño dios desnudo y enfermo disparando flechas con los ojos vendados, un vergonzoso objeto de curiosidad, un tema de observaciones médicas y retrospectivas. Volaba con libertad en los parques sombreados donde el dios de los jardines le daba cobijo". Dejando clara su postura ante el puritanismo de aquellos años.
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