A la flor de Rousseau no le falta ni un pétalo. Enseguida nos damos cuenta de que es una margarita, como que es Cupido quien sirve como paje a la Venus de Velázquez o de que los relojes de Dalí parecen haber sufrido una insolación en la playa dentro de esa expresión trivial para la que el tiempo fluye. Porque la imagen, dice Françoise Barbe-Gall, "tal como nos llega, es el resultado de las elecciones", de las decisiones o las renuncias de un artista frente al vacío de una tela. Es lo explícito dentro de lo implícito que no se ve, ni se entiende si no se percibe, como el Munch que representa a una persona que escucha un grito y no, como muchos continúan asumiendo y debatiendo, a una persona que grita: "El Grito fluye como la lava. El color, presa del pánico, gira en todas direcciones y los demás, allí, en un puente que no tiene fin, no han visto nada ni acuden corriendo. Lo que él está viendo no se transmite, su fracaso para hacerse oír se lee en la deliberada pobreza de las formas, en ese pantanoso vacío que lo aspira" y para el que el Museo Británico ya ha presentado pruebas que aclaran el misterio de cómo el pintor noruego incluyó deliberadamente la ansiedad que repentinamente sintió en sus pinceladas.
Y es precisamente sobre esa premisa, la implícita, la de Munch o la del hombre aplastado reducido a papilla de Francis Bacon, la que ha llevado a la historiadora de arte a escribir Cómo mirar un cuadro (Lunwerg), el libro que reúne 42 pinturas de Rembrandt, Caravaggio, Ingres, Vermeer, Goya, Hopper, Rothko y otros artistas, para "observar y entender": "El discurso da la espalda a la enseñanza de la historia del arte. Nos invita a dejarnos llevar por nuestras impresiones para tomar poco a poco conciencia del sentido de las obras. Y el arte se torna límpido. ¿Quién no ha soñado, al visitar un museo, con poseer las claves para descifrar una pintura? Gracias a la claridad expositiva y a la simplicidad de la demostración, todo se vuelve luminoso y accesible, pero hay mucho donde agudizar la mirada más allá de las impresiones que sentimos frente a un lienzo", explica la autora.
Así, en 320 páginas, el ensayo pretende analizar los detalles de grandes clásicos de la historia del arte, su correspondencia con la realidad, las deformaciones de lo visible o el engaño de las apariencias del Baltasar Castiglione de Rafael, La Gioconda de Da Vinci que vestía seda de Valencia, o el escaparate del bar que no termina nunca del óleo sobre lienzo al que Edwar Hopper bautizó como Noctámbulos: "Cómo mirar un cuadro busca facilitar el acercamiento a la pintura, invitando al espectador a apreciar el poder y la pertinencia de su propia mirada. Hasta el menos entendido puede captar la atmósfera general de un cuadro. Y lo que se percibe no debe subestimarse. Cualquier obra, sea cual sea su tema, plasma una serie de percepciones y reminiscencias que se han fusionado, pero la pintura intimida. Célebre o no, un cuadro posee un aura que todo el mundo percibe y que, dependiendo de los casos, atrae o desconcierta al que mira el cuadro al darle la sensación de que su primera impresión, por muy fuerte que sea, podría superarse, ahondarse".
Un pintor siempre persigue inducir al espectador a ver de otra manera lo que creía conocer"
Françoise Barbe-Gall
Cómo mirar un cuadro está organizado en función de la "relación directa con las imágenes" y el punto de partida del efecto que a simple vista puede producir un cuadro y vislumbra en un recorrido de seos bloques que van desde 'Una simple realidad', hasta Un mundo sublimado', 'Las deformaciones del mundo visible' o 'La dulzura del cuadro', y donde poco o nada importa la temporalidad de las obras: "Contrariamente a la opinión extendida, la pintura antigua no resulta más fácilmente accesible que la contemporánea, ni el arte figurativo más sencillo que el abstracto. Como mucho, los unos y los otros tienen potenciales de seducción diferentes en función del espectador. Un cuadro, sea cual sea su terminología, multiplica los accesos a la realidad, tanto si la describe de una manera detallada, como si solo se queda con la materia bruta. Un pintor siempre persigue el mismo objetivo: inducir a ver de otra manera lo que este creía conocer", asevera Barbe-Gall.
Del 72 de 'La Gioconda' al cerebro de Miguel Ángel
Los misterios del arte se encuentran entre los más interesantes por descubrir. Y es que lo largo de los siglos, muchos pintores han disfrutado insertando queriendo o no, símbolos secretos o mensajes codificados, diseñados para el observador entusiasta (o no) para el que Cómo mirar un cuadro está escrito.
Es el caso de la Mona Lisa, que pese a que es probablemente una de las pinturas más famosas y comercializadas de toda la historia del mundo todavía esconde para muchos las iniciales de Leonardo Da Vinci en su ojo derecho o el vislumbrado número 72 en las pinceladas del puente de detrás de la mujer protagonista; o la famosa pintura donde Dios se acerca al Primer Hombre, sostenido por una nube, La creación de Adán de Miguel Ángel, que en realidad es un cerebro humano.
Y Baco no iba a ser menos. La pintura realizada por el ilustre pintor italiano Caravaggio entre 1596 y 1598 que representa al dios del vino y la borrachera para los romanos, sosteniendo una copa en la mano, esconde en el interior un autorretrato que se cree, podría estar relacionada con el fisonomía del propio Caravaggio. De ser así, sería el único autorretrato existente el artista.
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