Hace algo más de una década, un dúo de artistas italianos, Antonio Garullo y Mario Ottocento, suscitaron cierta atención con una provocadora escultura, como esas que anualmente sirven de reclamo fácil en ARCO. En un féretro de cristal, el que se reserva a los santos y a las momias de líderes carismáticos, presentaron en Roma una recreación en silicona de Silvio Berlusconi. Sonrisa plácida, parcialmente descamisado, mano sobre la bragueta abierta y pantuflas de Mickey Mouse para representar el histrionismo y la concupiscencia del hombre, un poco lo que llevaba representando en persona Il Cavaliere desde hacía años, el reflejo deformado de un país en crisis permanente como Italia.
Berlusconi acababa de dimitir de su tercer y último mandato como primer ministro. El tiempo demostró que pese a la edad y los escándalos estaba lejos de ser un cadáver, ni siquiera político. Pero su afición a la cirugía estética y al maquillaje espeso acabaron convirtiendo su rostro en algo muy parecido a la cara de silicona creada por Garullo y Ottocento. Y en objetivo fácil de las parodias y las sátiras más descarnadas, que alcanzaron su cénit en 2018 con Loro (Silvio y los otros), la visión grotesca de Berlusconi y su entorno alumbrada por el cineasta Paolo Sorrentino. El actor Toni Servillo fue el encargado de darle vida en la pantalla, como ya había hecho diez años antes con Giulio Andreotti en Il divo, también a las órdenes de Sorrentino.
En 2006, Nanni Moretti había ensayado una aproximación más elíptica y también más política a la figura de Berlusconi en El caimán, a través del personaje de un productor en bancarrota que ve en la realización de un documental sobre el fundador de Forza Italia una oportunidad para reflotar su carrera. Más recientemente, la excelente serie 1992 –y sus siguientes temporadas, 1993 y 1994– trazaba su arco argumental entre las pesquisas judiciales de la operación Manos Limpias sobre la mafia y la corrupción política y la llegada al poder de Silvio Berlusconi.
Federico contra la tele
Pero el primer cineasta que se atrevió con Berlusconi, mucho antes de que este diera el salto a la política activa, fue Federico Fellini. Lo hizo con Ginger y Fred, su antepenúltima película. La historia de una veterana pareja de imitadores de Fred Astaire y Ginger Rogers que se reúnen por última vez para acudir juntos a un programa de televisión no solo fue un vehículo de lucimiento crepuscular para Marcello Mastroianni y Giulietta Masina, sino una afilada crítica de la vacía cultura audiovisual alumbrada por el Canale 5 de Berlusconi.
Desde los primeros 80, el magnate se había consolidado como el dueño y señor de la televisión privada italiana, adquiriendo las emisoras de sus competidores y erigiéndose en la gran y única alternativa a la pública RAI. Coincidiendo con aquella operación, en 1983 había comprado todo el catálogo de la compañía de producción y distribución Cineriz por ocho mil quinientos millones de liras (unos 800 millones de pesetas de entonces). Y es que tener un buen repertorio cinematográfico era estratégico para alimentar la programación de su creciente imperio televisivo.
Con aquel movimiento, Berlusconi se convirtió en dueño de buena parte de los mejores títulos del cine italiano. Películas de Visconti, De Sica, Rossellini, Antonioni o Pasolini. Y de Fellini: clásicos como Los inútiles, La dolce vita, Ocho y medio y Giulietta de los espíritus. Cuando el Canale 5 anunció un ciclo dedicado al cineasta, Fellini denunció a la cadena por las interrupciones publicitarias indiscriminadas a las que sometían a las películas. Tal y como publicaba el diario La Repubblica en mayo de 1985, el director alegó que los cortes «violan las normas que protegen los derechos de autor y conducen a una deformación del producto con grave perjuicio para la calidad artística de la película y, por consiguiente, para la reputación profesional del autor».
Por un cine sin cortes
No era el primer autor que se rebelaba contra estas prácticas. En 1982, Franco Zeffirelli había denunciado a la cadena Italia 1, después absorbida por Berlusconi, por interrumpir con 18 cortes publicitarios la emisión de su Romeo y Julieta.
El juez competente dio la razón parcial a Fellini –«la denuncia de la absoluta ilegitimidad de cualquier modificación del ritmo narrativo es comprensible»–, pero reconoció las peculiaridades del medio televisivo y el cambio de hábitos de los espectadores y remitió a la ley vigente, que establecía un máximo del 20% de anuncios por hora de programación sin restricciones adicionales.
Fellini no se resignó, y a finales de año, en vísperas del estreno de Ginger y Fred, publicó una tribuna en la revista l'Europeo. «Las continuas interrupciones de las películas difundidas por la televisión privada son una verdadera arbitrariedad y no sólo hacia una obra, sino también hacia el espectador. Se le acostumbra a un lenguaje sollozante, balbuciente, a suspensiones de la actividad mental, a tantas pequeñas isquemias de atención» que harán de él «un idiota impaciente, incapaz de concentración, de reflexión, de conexiones mentales, de previsión, y también de ese sentido de musicalidad, de armonía, de euritmia que acompaña siempre a algo que se cuenta».
"Cavaliere Fulvio Lombardoni"
Aquel meditado diagnóstico, premonitorio de lo que estaban por traer décadas después la revolución digital y la era de las pantallas portátiles, fue como un aperitivo de la andanada más lacerante contra Berlusconi: el estreno de Ginger y Fred. Aquellos dos viejos bailarines sometidos a la dinámica humillante del plató de la televisión de un tal "Cavaliere Fulvio Lombardoni", donde les tratan como a fenómenos de otra época, se elevaban pese a todo por encima de la alienante banalidad catódica. Berlusconi no tardó en responder con habilidad; ignorando el dardo y matándole a besos: «He visto la película de Fellini, es una bella película, una bonita historia de amor con una espléndida Giulietta Masina. No hay ninguna posibilidad de relación entre la televisión real, la nuestra y la pública, y la televisión imaginaria de Fellini: eso sólo pertenece a su mundo grotesco, y está muy alejado de la realidad».
Pero Fellini persistirá en su cruzada contra Berlusconi en particular y la televisión en general, y hablará de ello siempre que tenga oportunidad. A su juicio, el mando a distancia había propiciado una generación de «espectadores impacientes, indiferentes, distraídos, vagamente racistas, porque ese pequeño aparato es un pelotón de fusilamiento que te quita la cara, la palabra, te borra. Ver cuatro películas a la vez puede parecer la hazaña de una gran inteligencia, de alguien dotado de quién sabe qué poderes extraordinarios, pero en realidad es sólo la incapacidad de prestar la menor atención a quien habla, la incapacidad de dejarse seducir, encantar por una historia».
Una ley de ida y vuelta
En 1990, el gobierno de Giulio Andreotti aprobó la llamada ley Mammi, que además de legitimar la posición de monopolio práctico de Berlusconi, reconocía definitivamente las prácticas en materia publicitaria de las televisiones privadas. La aprobación de aquella ley provocó la dimisión de cinco ministros democristianos, entre ellos el actual presidente de la República, Sergio Mattarella, y fue recurrida ante el Tribunal Constitucional. Cinco años después, los italianos aprobaron en referéndum mantener la legislación.
Para entonces Fellini ya había muerto. Hoy, Mediaset conserva los derechos de sus principales obras. Con el tiempo, la compañía emprendió un ambicioso proyecto de restauración cinematográfica que ha contado con el respaldo del MoMA, Gucci y la Film Foundation dirigida por Martin Scorsese. Una ironía del destino que, si hoy viviera, podría inspirar una buena película a Fellini. Inspirador, al fin y al cabo, de todas las buenas películas que después se han hecho de ese histrión involuntariamente felliniano que ha sido Berlusconi.
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