Dos años después del lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón, Albert Einstein escribió un artículo pidiendo prudencia. "Si la energía atómica se utiliza con fines militares, la humanidad habrá caído en un abismo del que será difícil salir", aseguró y añadió que era importante que esta se utilizase "sólo con fines pacíficos" y que se estableciera "un control internacional".
Había sido él el que en 1939 había avisado al presidente Roosevelt de que los nazis podrían estar fabricando una bomba atómica y fue por aquella carta, justo cuando había empezado la Segunda Guerra Mundial, por la que se puso en marcha el conocido como Proyecto Manhattan.
También fue Einstein el que aseguró, tras saber que Oppenheimer iba a ser el jefe del proyecto que "el problema es que dice amar algo que no lo ama: el gobierno de Estados Unidos". Porque aunque ya se había desligado de sus escasas ideas políticas, nunca le había provocado mucho entusiasmo, había tenido un pasado relacionado con la izquierda que no se veía bien en el país, incluso un hermano que se afilió al Partido Comunista y con el que compartía alguna que otra teoría. También su mujer, Kitty, y sus amigos de la Universidad de Berkeley habían pertenecido a grupos que ahora el gobierno estadounidense repudiaba y, además, él había vivido con mucha angustia la Guerra Civil española y su final.
Su historia, la de una adolescencia solitaria, una psicología compleja y todo lo que provocó en él el proyecto de la bomba atómica; llega este jueves a los cines con la película Oppenheimer, de Christopher Nolan Nolan, que durante 2 horas y 49 minutos nos cuenta el cómo del que fue el físico más famoso del mundo.
Julius Robert Oppenheimer nació en Nueva York en 1904. Hijo de padres judíos, vivió en un enorme apartamento en el West Side donde los artistas europeos decoraban sus paredes y un equipo de servicio atendía a sus necesidades. Su familia y sus amigos contaron que ya a la edad de 9 años leía en griego y que se volvió algo antisocial porque los gustos de los niños de su edad no eran acordes a los suyos.
Porque a él le gustaba buscar minerales por Central Park y enviarlos al Club Mineralógico de Nueva York con una carta en la que les explicaba su hallazgo. Escribía de tal manera que desde la institución lo confundieron con un adulto y le invitaron a realizar una presentación con todo lo que había encontrado.
"A menudo se burlaban de él y lo ridiculizaron por no ser como los demás, pero sus padres estaban convencidos de su genialidad", cuentan en Prometeo americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin Sherwin, el libro en el que se basa la película.
Donde también añaden cómo se sentía él: "Recompensé la confianza de mis padres en mí desarrollando un ego desagradable, que estoy seguro debe haber ofendido tanto a los niños como a los adultos que tuvieron la mala suerte de entrar en contacto conmigo".
"Me voy el fin de semana para destilar energía de bajo grado en risas y agotamiento, leo griego, cometo errores, busco cartas en mi escritorio y deseo estar muerto. Voila"
OPPENHEIMER, EN 1923
Y su angustia, su incapacidad para relativizar ciertas cosas y su falta de sociabilidad se incrementaron cuando llegó a la Universidad de Harvard para estudiar Física. En el volumen que Alice Kimbal y Charles Weiner editaron sobre sus cartas, se lee en una de 1923: "Trabajo y escribo innumerables tesis, notas, poemas, historias y basura. Produzco olores desagradables en tres laboratorios diferentes. Sirvo té y hablo con erudición a algunas almas perdidas, me voy el fin de semana para destilar energía de bajo grado en risas y agotamiento, leo griego, cometo errores, busco cartas en mi escritorio y deseo estar muerto. Voila".
Y todo empeoró cuando estudiando el postgrado en el famoso Laboratorio Cavendish de Ernest Rutherford, uno de sus profesores le obligó a esforzarse más en las tareas que peor se le daban, "lo estoy pasando bastante mal", escribió en 1925 y le colocó una manzana envenenada al profesor en su mesa. Le pillaron y consiguió que no lo echasen pero la institución le obligó a acudir a un psiquiatra, que no consideró que tuviese ningún problema mental.
Pero tras aquellos malos años, Oppenheimer decidió irse de vacaciones a Cerdeña y se llevó en la mochila En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Le sirvió como si se tratara de un libro de autoayuda y se volvió más tolerante consigo mismo, con sus defectos, con sus pensamientos crueles. Volvió a Inglaterra renovado y desde entonces hizo de la literatura su mejor terapia. Y fue a su vuelta cuando descubrió la Física Teórica y comenzó a estudiar en la Universidad de Göttingen por petición de su director, que vio en él a un genio en potencia.
Tras completar sus estudios comenzó a relacionarse con otros científicos, a cuadrar más tanto a nivel académico como a nivel personal y entró dentro de una comunidad que impulsaba la Física teórica. Aquellas iniciativas le colocaron años más tarde en el ojo del equipo de Roosevelt, que ya tenía en mente la fabricación de la bomba atómica tras la carta de Einstein, ya que Oppenheimer se había convertido en uno de los físicos más reconocidos del país.
Estoy cortando todas las conexiones comunistas. Porque si no lo hago, al gobierno le resultará difícil utilizarme. No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación"
Él se vio como candidato y le dijo a un amigo: "Estoy cortando todas las conexiones comunistas. Porque si no lo hago, al gobierno le resultará difícil utilizarme. No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación". No le faltaba razón, su hermano se había afiliado al Partido Comunista años atrás y él se había mostrado muy contrario al nuevo régimen franquista español. También su mujer y sus amigos de la universidad habían compartido ideas de la extrema izquierda en un país que ahora no quería ni intuirlas.
Pero al final consiguió lo que deseaba, se alejó por completo de todo aquello, y en septiembre de 1942 entró a formar parte del equipo que tenía la misión de crear la bomba atómica. Y no sólo eso, sino que le nombraron jefe del proyecto. "Me convencí de que no solo era leal, sino que no permitiría que nada interfiriera con el cumplimiento exitoso de su tarea y, por lo tanto, con su lugar en la historia científica", aseguró el hombre que estaba a cargo de elegir a los miembros del Proyecto Manhattan.
Y el resto ya es historia. Tras una primera prueba en un desierto mexicano, los japoneses fueron las víctimas de dos bombas atómicas en 1945, ambas se lanzaron bajo la supervisión de Oppenheimer que años más tarde le diría al presidente Truman: "Siento que tengo sangre en las manos". A lo que él le contestó: "La sangre está en mis manos".
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