Retornar a la tierra, como las simientes, para echar raíces. Es el viaje de Nacho Álvarez, un enólogo que hace ocho años emprendió el camino de regreso a casa. Su itinerario acabó en Puente de Domingo Flórez, una aldea en la frontera entre las comarcas leonesas de El Bierzo y La Cabrera. Y allí, arropado por las montañas, nació la que dice que es la aventura de su vida: recuperar los viñedos heroicos, aquellos que abandonados a la maleza resistían en sus escarpadas laderas. Un legado centenario que Álvarez ha resucitado y que hoy embotella bajo Pago de los Abuelos, una marca que es también una reivindicación al amor que lo originó todo.
“En realidad es lo mismo que ya hicieron mis abuelos con una única diferencia: quiero llevar a todo el mundo el vino que ellos preparaban para la taberna del pueblo”, confiesa Álvarez. Es una tarde ya avanzada de julio, pero la canícula aún hace estragos en los alrededores de Puente de Domingo Flórez, el pueblo de 1400 habitantes en el que nació el viticultor y al que ha vuelto tras formarse en algunas de las bodegas y denominaciones de origen más reconocidas de España. El calor no le espanta. Tampoco le intimidaron antes el descuido de las parcelas de mencía o godello por las que hoy transita o los desniveles que convierten la vendimia en una labor extrema, digna de avezados escaladores.
Lo difícil fueron los comienzos. Hoy la corriente tiene menos fuerza
“Lo difícil fueron los comienzos. Hoy la corriente tiene menos fuerza. Esto era un río con mucha agua brava; ahora, en cambio, va mucho más despacio”, dice al mostrar con orgullo los bancales en los que los racimos de uva crecen y engordan a un mes de su recolección. “Estoy en una posición bastante más cómoda que hace cinco años. Ha sido una tarea muy costosa, tanto en trabajo como en dinero. Y no solo depende de ti. El clima, la zona e incluso los animales hacen su parte”, comenta Álvarez, el alma de Pago de los Abuelos, la única bodega reconocida como "viticultura heroica" en El Bierzo.
“No sé si catalogarlo de heroico pero sí es un trabajo bestial. También hay que estar un poco loco para volverse a un pueblo, no digo olvidado pero casi, y a un barrio en el que la media de edad son los 75 años y lo más pequeño que hay es mi hijo Julián, con cuatro años”, relata Álvarez entre risas. “Venir hasta aquí, donde tus vecinos te han visto crecer, para montar una empresa a mí me da mucha felicidad”, desliza.
Al auxilio de las viñas abandonadas
“Los superhéroes son los chicos que están conmigo en la viña, Jaime y José, y que han visto crecer estas viñas abandonadas, después de años perdidas y olvidadas, con la hierba más alta que las cepas”. Él, en cambio, se reconoce "un poco loco y bestia". "Lo más importante de todo es pasarlo bien y ser feliz. Que te compense, no solo económicamente sino mentalmente", responde.
Un lustro después, la metamorfosis ejecutada por sus brazos ha empezado a cambiar los parajes que habían sido derrotados por los matorrales. “Monté la empresa con mis ahorros, unos 200.000 euros, y la decisión de tener la libertad de hacer y desarrollar lo que quería. Compré el viñedo familiar y empecé a hablar con amigos que tenían las tierras de sus abuelos sin trabajar. Yo quería trabajarlas. Adquirí algunas muy baratas y otras no tanto. Mucha gente pensó que era una locura en una región dedicada a la extracción de pizarra”, rememora.
Su empecinamiento salvó a los viñedos heroicos de la comarca. Hoy son seis hectáreas, repartidas en 35 parcelas, las que cada agosto dan su fruto. “Empecé con diez parcelitas, entre ellas la de mi familia, el viñedo Barreiros, y de ahí fui recuperando e invirtiendo un poco más”. No fue un camino expedito de obstáculos y reveses. “Compré una parcela, la podamos y vino un helada. Me quedé sin la parcela. Todo se murió y la finca es hoy un prado. Fue una carambola bastante mala y duele porque hay cosas que intentas recuperar con mucho cariño y se mueren”.
Y pese a los percances, el suyo es un viñedo a prueba de cambios, también ahora que el cambio climático amenaza con trastocar los cultivos. “Es que siempre nos hemos adaptado a todo. Es una putada lo que nos está pasando. El sol cada vez quema más, el agua cada vez escasea más, pero las parcelas llevan 135 años ahí”, replica. “Tenemos que entender que el godello es una variedad muy sensible al sol. Hemos apostado por dejar un poco más de vegetación aunque eso necesite más nutrientes y más agua. Cuando son plantas muy viejas, el desarrollo de su raíz está muy abajo. Yo juego con la ventaja de que el viñedo sufre menos cuando es viejo”.
Una obra de arte
Desde los inicios, la misión en los confines de León donde sopla la morriña tuvo un marchamo singular. “Es que en la frontera de El Bierzo y Valdeorras no podía hacer un proyecto más y eso pasaba por coger los viñedos con más de cien años. Su aporte es que ellos mismos regulan los kilos que pueden dar. Son cepas que pueden rondar entre un y dos kilos máximo por planta y en boca hace vinos más largos, más serios”, comenta Álvarez, una suerte de alquimista que presume de haber llegado a conocer sus viñedos y jugar con sus características en busca del caldo más redondo.
Algunas viñas llevaban 80 años produciendo mucho. Hay que decirles: 'ya va siendo hora de que descanses un poco'
Un ejercicio de temple que incluye cierta conversación con la planta. “En la tarea inicial de recuperación, el viñedo va a su aire, a su bola. Algunos daban mucha carga y llevaban 80 años produciendo mucha uva. Hay que decirle: 'oye, ya va siendo hora de que descanses un poco y me des solo lo que yo te pido'”, narra. “Y luego llega la parte de cuándo vendimio, algo que depende de las laderas, las exposiciones o la frescura. El desarrollo de la fermentación también varía bastante de un depósito a otro”, comenta quien experimenta ahora con el ánfora. “No sé si se llama obra de arte o no, pero es entender el viñedo”.
El viticultor titubea cuando se le interroga por su finca predilecta. “Todas son especiales, pero Barreiros es la joya de la corona porque es la finca familiar, el sudor de mis abuelos, mis tíos y mi padre”, admite. En sus dos hectáreas, a 430 metros de altitud y en suelo de pizarra, su abuelo estableció un sistema peculiar: anudaba cordones de zapatos a las cepas que deseaba reservar para el vino más íntimo. “Esas no se tocaban cuando iban a vendimiar y servían para el vino de la familia. Los cordones se terminaron deshilando y, en su lugar, coloqué estacas con spray rojo”, señala Álvarez. De la selección heredada procede ahora el Barreiros Mencía, con ocho meses de crianza en barricas de roble Francés. “Lo hago con los medios que tengo hoy a mi alcance pero es básicamente el mismo vino que elaboraba mi abuelo”.
En España hemos perdido un montón de variedades por plantar albariños, godellos y verdejos porque en blanco es lo que se da
Brisa y pizarra
Un vino que lleva en el ADN las coordenadas donde nace: surge del frío que desde Peña Trevinca, la montaña más alta de Galicia, baja por el valle de La Cabrera y está mecido por la brisa. “Tiene frescura, altitud y mucha exposición a los vientos. La segunda parte son sus suelos de pizarra negra, muy compacta y dura, en las inmediaciones de la mina a cielo abierto de pizarra más grande de Europa”, enumera el enólogo. “Y después están las inclinaciones, en mi caso de 46 y 51% de desnivel, que por la entrada y exposición del sol favorece la maduración. Tiene muchos ingredientes para llegar a ser un gran viñedo”.
Una combinación que también traslada a sus botellas. “Mis cinco vinos, del rosado al blanco o el tinto, son especiales. Todos tienen historias para escribir libros. Es una zona en la que había muchísimas variedades que se han perdido, pero hay algunas que yo he seguido conservando. Por ejemplo, el rosado es maravilloso, porque tiene seis variedades de uva y tres de ellas las he tenido que recuperar. El godello es estupendo porque tengo una de las fincas de godello más viejas del mundo”, esboza.
Aún en crecimiento, Pago de los Abuelos aspira a producir anualmente 50.000 botellas. “Con eso podrán vivir las tres personas a mi cargo y yo mismo”, murmura quien sostiene una filosofía que se mueve, en cierto modo, a contracorriente. “A veces no entendemos la política de la viticultura ni del planeta. Tenemos que conservar y mantener lo que hay. En España hemos perdido un montón de variedades que hemos dejado de escapar por plantar albariños, godellos y verdejos porque en blanco es lo que se da. Hemos perdido muchas cosas solo por querer hacer más dinero, que a veces son proyectos de cinco, seis, siete años que después se quedan por el camino. Lo heroico es mantener y seguir trabajando con lo que había de atrás y hacerlo viable”.
Lo heroico es mantener y seguir trabajando con lo que había de atrás y hacerlo viable
Es la receta que aplica a pie juntillas. Con el cariño de quienes le enseñaron a amar la tierra. A su abuela que emigró a Suiza y que hizo un poco de dinero con el que comprar uno de los viñedos. “Eran gente muy adelantada en el pueblo para aquella época. Mi abuelo se quedó con sus cinco hijos y sobrinos en el pueblo y mi abuela se fue a trabajar a Suiza durante tres años. Vino con el carné de conducir y montaron un ultramarinos en el que vendían cosas que aquí ni se veían”, evoca.
“Su lucha no tiene nada que ver con lo que yo hago ahora. A veces llego a mi casa, me tumbo y no muevo ni un hueso de los dolores del trabajo, pero es un día. Ellos lo hacían todos los días del año”. En una de esas casualidades del destino, Pago de los Abuelos se sirve hoy en las mesas más selectas de Suiza. “Pensar que ella vino de allí y ahora esto va hacia allí me emociona. Que mis abuelos vieran esto sería la hostia, aunque yo creo que ellos siempre están en el viñedo”.
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