Está en modo pasota. Habla con las palabras justas, como quien se arrastra al caminar o quien cuenta hasta el último céntimo que le resta en el bolsillo. No tiene nada que añadir a sus críticas, feroces, contra el poder. “Casi todo está corrompido, desde los medios de comunicación hasta la educación, que no promueve el conocimiento libre”, dispara a modo de justificación. Ai Weiwei, el artista y activista de derechos humanos que ha hecho de la irreverencia y la resistencia frente a los regímenes totalitarios su modo de vivir, observa la sociedad con un denso escepticismo.
“Es que nunca he sido optimista. Estamos en la vida por casualidad. Es mejor ser curioso, cuestionarse las cosas o disfrutar que sostener sensaciones sentimentales”, alega. El Museo Kunshtal de Róterdam (Países Bajos) le dedica desde esta semana y hasta finales de febrero una exposición que condensa cuatro décadas de trabajo. Un periplo a través de 120 obras que constituye la mayor retrospectiva hasta la fecha de un artista único, que inició su singladura desafiando al régimen comunista chino y hoy agita la conciencia del mundo, allá donde haya una causa por la que merezca alzar la voz.
Hijo de los campos de reeducación
“Mi arte está basado en mi memoria como ser humano. Tenemos que entender el pasado y la vida dolorosa de otros”, desliza Weiwei, quien -a pesar de sus recelos hacia la prensa- se mantiene atento a lo que sucede. La exposición abre sus puertas en una ciudad conmocionada por un tiroteo que la víspera paralizó el centro y se cobró tres vidas. “Es un tiroteo que pasa en paralelo a una guerra como la de Ucrania, donde diariamente mueren soldados pero también civiles. Y todos estamos apoyando y proporcionando dinero a alguna de las dos partes en liza. Que nadie diga que no tenemos responsabilidad en lo que pasa y que nadie se sorprenda ahora cuando la violencia llega hasta aquí. Todas las vidas son humanas y nadie quiere que le destruyan su hogar”.
Que nadie se sorprenda ahora cuando la violencia llega hasta nosotros. Todas las vidas son humanas
Weiwei reivindica la humanidad extraviada -la retrospectiva, titulada In Search of Humanity, tiene su búsqueda como hilo- a partir de su propia biografía, la del hijo de Ai Qing, un artista proscrito por la China comunista que penó por campos de reeducación abierto la Revolución Cultural de Mao Zedong en el norte del país.
“Soy vástago de un poeta que estudió en París y fue arrestado al regresar a China. Se unió a la causa comunista pero muy pronto fue censurado y perseguido. Nací en 1957, poco después de que mi padre iniciase su destierro. Fueron 20 años de vida muy difícil. Mi obra está relacionada con mi experiencia. No sé lo que es la belleza. Mi producción aborda la humanidad a través de un lenguaje artístico y una narrativa”.
Durante sus dos primeras décadas de vida, Weiwei vive en un campo de trabajo junto a su progenitor, obligado a limpiar diariamente los retretes comunitarios. Una infancia terrible que Weiwei desempolva cuando en 2015 la guerra civil en Siria llama a las puertas de Europa y la crisis de refugiados cruza el viejo continente, desnudando a todos. “En 2015 recuperé mi pasaporte y pude ir a Lesbos, Turquía, el Líbano, Jordania o Israel. Estuve en 40 campos y me encontré con cientos de refugiados. Pude ver cómo son y por qué quieren llegar a Europa. Tenía que estar allí y escuchar sus historias. Me siguen preguntando por qué me interesa tanto. Yo nací en una situación similar y mi familia fue considerada enemiga del sistema. Me interesa la gente que se vio forzada a abandonar su lugar de origen. Encuentro emociones comunes con esa gente”.
Entre los refugiados sirios: "Emociones comunes"
Entre su infancia y la crisis migratoria se desarrollan cuatro décadas de arte que ejercita la provocación como medio para obligar a quien observa a dejar atrás las zonas de confort. “Para muchos la vida es muy cómoda. Para mí las dificultades que he afrontado me han dejado una manera propia de entender la vida”, arguye. Durante su formación artística en Nueva York, en la década de 1980, Weiwei descubre el arte occidental pero también la contestación callejera. Las fotografías que toma entonces inauguran la exposición.
Las dificultades que he afrontado me han dejado una manera propia de entender la vida
De regreso a China en 1993 para cuidar a su padre, Weiwei lanza el primer desafío al poder: con la masacre aún fresca de la plaza de Tiananmen, se fotografía con su dedo corazón extendido en el escenario del baño de sangre. Una peineta que repite frente a otros centros de poder y dominación del planeta, convirtiéndola en una seña de identidad. El artista jamás levanta el dedo contra un ser humano porque considera que cualquier individuo es capaz de cambiar, no así las instituciones y sistemas a los que declara enemigos. En 2000 lleva su dedo hasta un rótulo luminoso -“Fuck”- que expone en la pared de su estudio en las afueras del noreste de Pekín.
"Todo es arte. Todo es política"
“Todo es arte, todo es política”, proclama quien une ambas para denunciar la veloz destrucción del patrimonio chino que emprende el régimen mientras las grúas y el capitalismo van conquistando su país. En 1995 firma una serie de autorretratos en las que deja caer deliberadamente una urna de la dinastía Han hasta hacerse pedazos en el suelo. En una instalación posterior, reduce a polvo varias cerámicas del neolítico y las conserva en recipientes de vidrio. En otra de sus obras, agrega el logotipo de Coca-Cola a las urnas de la dinastía Han en un grito contra la sociedad de consumo capaz de devorarlo todo.
“Aspiro a que la gente llegue a su propio entendimiento. Que, al menos, no esté en el lado criminal”, dice. Una lección de humanismo en la que se va acentuando su defensa de la libertad de expresión. “Es que es un concepto esencial en la vida. No puede haber creatividad artística sin libertad de expresión”, comenta.
Él mismo explora los límites en los confines de su país natal, donde va adoptando múltiples facetas, incluida la propia de un periodista que tras el terremoto de Sichuan en 2008 busca sin desfallecer los nombres de los más de 5.000 niños que perecieron por la deficiente construcción de las escuelas en las que se hallan.
Weiwei, que publica el listado de nombres como una obra de arte frente al silencio oficial, comienza a vérselas con los torquemadas del régimen. En 2009 es arrestado por primera vez. Su estudio es demolido. La policía secreta le detiene y le mantiene en paradero desconocido durante 81 días. La presión internacional obra su liberación pero se le prohíbe abandonar el país y el Gran Hermano chino le somete a una estricta vigilancia.
El artista, cuyo blog ya había sido censurado en 2009 junto a cualquier referencia a su nombre en el internet local, ventila los detalles de su cautiverio a través de su arte. Reproduce con bloques de Lego el selfie que firma en el ascensor junto a agentes de policía o reconstruye a escala real la celda en la que estuvo confinado. Años después lleva hasta la Bienal de Venecia seis escenas carcelarias cotidianas dispuestas en contenedores de acero.
Se necesita una vida entera para llegar a conocerse. Buscar la humanidad es básicamente buscarse a sí mismo
Un viaje por sus infiernos, desde su infancia en una campo de reeducación hasta su calvario carcelario, que Weiwei concibe como un periplo inacabado. “El viaje dura toda la vida. Y se necesita una vida entera para llegar a conocerse. Buscar la humanidad es básicamente buscarse a sí mismo. El encuentro sólo se produce cuando uno convierte la búsqueda en un lenguaje”, esgrime quien ha tenido la dicha de hallarlo.
La mayoría de los coleccionistas no entienden de arte. Y eso es bueno para los artistas
El suyo denuncia la vigilancia extrema que los regímenes aplican con sus propios ciudadanos en Oriente y Occidente o el sadismo -como el asesinato y descuartizamiento de Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul- que el poder firma para acallar la disidencia.
A Weiwei le interesa poco todo lo demás. “No hablo de los coleccionistas privados que compran mi arte. A la mayoría ni les conozco. La mayoría de ellos no sabe de arte y eso es bueno para mi y para otros artistas”, esboza con retranca. Afincado en el Alentejo portugués tras su salida de China y su primera residencia en Berlín, el artista más político tampoco habla de sus próximas obras. “Estoy aquí en Róterdam. Lo más importante es hoy. No estoy en el mañana. Estoy feliz de estar aquí hoy”.
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