Adanía Shibli iba a recibir esta semana en la 75ª Feria del Libro de Fráncfort el galardón LiBeraturpreis que se entrega cada año a una autora de un país árabe, africano, asiático o latinoamericano. La ceremonia se iba a celebrar el próximo 20 de octubre pero el viernes pasado la asociación que lo organiza informó de que se cancelaba y que, aunque buscarían una nueva fecha, la guerra entre Israel y Hamás les llevaba a no poder entregárselo a esta autora en estos momentos.
La novela por la que la habían elegido se titula 'Un detalle menor' (Hoja de lata) y cuenta la investigación de una joven sobre un caso de una chica palestina que en 1948, antes de la creación del estado de Israel, fue violada y asesinada por unos militares israelíes. Desde 'El Independiente' reproducimos el primer capítulo de este libro que ha llevado a la feria literaria más importante a sufrir una de sus mayores polémicas.
Nada se movía salvo las reverberaciones de la luz. Yermos interminables se sucedían hasta el horizonte, temblorosos bajo los pasos que él iba dando en silencio, al tiempo que la luz cegadora del sol de la tarde casi había borrado los contornos de las pálidas colinas. De aquellas elevaciones de terreno, los únicos detalles que podían apreciarse eran sus límites imprecisos, que se curvaban sin propósito alguno en desniveles y virajes bifurcados. Acá y allá se percibían las sombras alargadas de los resecos arbustos de la pimpinela y de las rocas que sobresalían en los oteros. Y nada más. Solo la inmensa superficie del desierto de Néguev, sobre el que caía el calor sofocante del mes de agosto.
El único indicio de vida en toda aquella extensión eran algunos ladridos esporádicos y el alboroto de los soldados, que se aplicaban a levantar el campamento, todo lo cual llegaba a sus oídos mientras examinaba, a través de los prismáticos, el espacio que se extendía ante él desde la perspectiva de uno de aquellos promontorios. Por deslumbrante que resultase la luz, no apartó la vista un instante de las estrechas veredas que discurrían entre la arena, deteniéndose en cada punto para dedicarle atención prolongada. En un momento dado se retiró los prismáticos de los ojos, los secó de sudor y los devolvió a su estuche, y echó a andar a través del aire terso y potente de la tarde, de regreso al campamento.
Cuando llegaron a este lugar, lo que encontraron fueron dos cobertizos y lo que quedaba de la pared de un tercero, semiderruido. Nada más se había salvado del lugar después del intenso bombardeo que sufrió al comienzo de la guerra. Pero ahora, junto a los dos cobertizos se alzaba el puesto de mando y la tienda común; y el ruido que acompañaba el clavado de estacas y barrotes para las tres tiendas en las que se alojarían los soldados llenaba el espacio. Su asistente, el cabo mayor, se acercó a él nada más verlo llegar y lo informó de que habían limpiado el terreno de escombros y rocas, y ahora algunos soldados estaban cavando los fosos. Él, por su parte, le dejó bien claro que tenían que concluir todos los preparativos antes de que cayese la noche, y le encargó que convocase de inmediato a los suboficiales, a algunos cabos y a los reclutas más veteranos del destacamento a una reunión de trabajo en el puesto de mando.
La luz del sol de la tarde llenó la abertura de la tienda, y a través de ella entró y cubrió la arena, poniendo de manifiesto las numerosas marcas superficiales que habían dejado las pisadas de los soldados. Inició la reunión explicando que la misión del destacamento mientras se encontrase en aquel lugar sería, además de mantener el trazado de la frontera con Egipto e impedir que la cruzasen infiltrados, peinar la zona suroeste del Néguev y limpiarla de los árabes que pudieran quedar, pues, según habían informado fuentes militares aéreas, había habido movimientos, tanto de ellos como de infiltrados. Por otra parte, realizarían expediciones de reconocimiento por la zona, que habían de conocer al dedillo. Todo esto les llevaría sin duda algún tiempo, pero permanecerían allí estacionados hasta que se restableciera el control absoluto sobre aquella parte del Néguev. Realizarían ejercicios diarios y maniobras militares, con los demás soldados, para adquirir experiencia de combate en condiciones propias del desierto, y aclimatarse a ellas.
"Reanudó la charla advirtiéndoles que tendrían que estimular a los soldados rasos, en especial a quienes se habían incorporado recientemente, así como cuidar del equipo y del uniforme"
Los presentes lo escuchaban atentos al movimiento de sus manos sobre el mapa desplegado ante ellos, donde el campamento era solo un punto negro, apenas perceptible, en el interior de un gran triángulo gris. Y, como nadie tenía nada que comentar, reinó el silencio en la tienda unos instantes, durante los cuales trasladó él su mirada del mapa a los rostros taciturnos y bañados en sudor, brillantes a la luz que entraba por la abertura. Reanudó la charla advirtiéndoles que tendrían que estimular a los soldados rasos, en especial a quienes se habían incorporado recientemente, así como cuidar del equipo y del uniforme. En el caso de que a alguno le faltase cualquier pieza de pertrecho o prenda de ropa, se lo comunicarían a él en persona. Debían también recordarles a los novatos la necesidad de mantener el aseo personal y afeitarse a diario. Luego, antes de que se disolviera la reunión, les ordenó al conductor, a un sargento y a dos cabos de los presentes que se aprestasen a salir con él, enseguida, en una primera ronda de reconocimiento por las inmediaciones.
Antes de salir, hizo un alto en el cobertizo donde había decidido alojarse, y comenzó a trasladar sus pertenencias, que tenía amontonadas junto a la entrada, a uno de los rincones de la habitación. Hecho esto, tomó la lata que acababa de traer y vertió parte del agua que contenía en una pequeña palangana metálica. Sacó de la maleta de tela una toalla, la humedeció con el agua que había vertido en la palangana y se enjugó del rostro el sudor. Lavó la toalla, se quitó la camisa y se lavó las axilas. Volvió a ponerse la camisa y, después de abotonársela, limpió bien la toalla y la colgó de uno de los clavos
que había en la pared. Sacó fuera la palangana y vació en la arena el agua sucia; volvió a la habitación, la colocó al lado de sus demás pertenencias, en un rincón, y salió.
El conductor estaba en su asiento, tras el volante; los demás componentes del grupo que iban a acompañarlo estaban de pie, alrededor del vehículo, y, cuando se les acercó, subieron a la parte trasera de este, mientras que él se dirigía al asiento delantero libre, junto al conductor. Este se enderezó antes de tender la mano hacia la llave y encender el motor, cuyo estruendo lo dominó todo.
Partieron en dirección oeste, avanzando por entre los pálidos promontorios que se extendían por todas partes, mientras los seguían espesas nubes de arena. Las levantaban los neumáticos y se elevaban muy alto, impidiéndoles ver nada de lo que hubiese detrás. Los que iban sentados en la parte trasera se esforzaban por cerrar los ojos y la boca para tratar de cortarle el acceso al polvo. Y las oleadas de nubes, de las más diversas formas, solo se disiparon cuando el vehículo alcanzó un punto invisible desde el campamento y se extinguió por completo el ruido del motor. Las arenas volvieron a posarse en las colinas, difuminando las dos líneas paralelas que habían dejado los neumáticos.
Alcanzaron la línea de tregua con Egipto y observaron la franja fronteriza sin considerar la posibilidad de traspasarla. El sol se aproximaba al horizonte pero, como el calor y el polvo habían dado ya buena cuenta de ellos, le dio al conductor la orden de volver. Durante aquella ronda no se toparon con ningún otro ser, a pesar de los informes que hablaban de movimientos por la zona.
Llegaron al campamento antes de que hubiese caído la noche, aunque el azul del cielo estaba cerca de fundirse, por el este, en la oscuridad, donde ya se distinguía el brillo tenue de algunas estrellas. Los preparativos del lugar aún no habían terminado, y él, nada más descender del vehículo, anunció que había que tenerlo todo listo antes de sentarse a cenar. Se aceleró entonces la actividad de los soldados, cuyas figuras comenzaron a circular por el lugar con mayor celo y más prisa.
"Las figuras de los soldados seguían deambulando y sus voces resonaban en la lóbrega oscuridad, en la que se colaban los resplandores de las lámparas encendidas a través de las aberturas y rajas de las tiendas"
Él se dirigió a su alojamiento, de cuyo interior se había adueñado la oscuridad, y en medio de ella se detuvo unos instantes, transcurridos los cuales volvió a la puerta y abrió sus dos batientes, para aclarar en algo la negrura del interior. Descolgó de la pared la toalla, que se había secado por completo. La mojó con un poco de agua, que vertió directamente de la lata, y se enjugó el sudor y el polvo del rostro y las manos. Se inclinó de nuevo sobre sus pertenencias y tomó una lámpara; le levantó el cristal y la puso en la mesa sin llegar a encender la mecha, y salió del cobertizo. Aunque solo había permanecido en este unos minutos, el cielo estaba ahora plagado de estrellas y envuelto en su totalidad por las tinieblas. Se diría que la noche se había precipitado sobre el lugar de repente. Las figuras de los soldados seguían deambulando y sus voces resonaban en la lóbrega oscuridad, en la que se colaban los resplandores de las lámparas encendidas a través de las aberturas y rajas de las tiendas de los soldados y del pabellón comunitario.
Decidió recorrer las dependencias del campamento para comprobar cómo iban avanzando las tareas, en especial el cavado de fosos y la preparación de espacios de adiestramiento. Todo parecía ir a pedir de boca, salvo por el hecho de que ya eran más de las ocho de la noche, y tenían la costumbre de reunirse a cenar a las ocho en punto. Pero a no mucho tardar se dirigieron todos a la tienda común y tomaron asiento ante las largas mesas.
Inmediatamente después de la cena se fue a su alojamiento, guiado por la luz de la luna llena y de las estrellas dispersas por encima del horizonte en sombras. Cuando estuvo listo para dormir, apagó la mecha de la lámpara y se tendió sobre el catre; empujó lejos de sí el cobertor, dejando todo su cuerpo al descubierto, pues el calor que pesaba sobre el interior era tórrido. Con todo, se durmió enseguida. Había sido un día largo y difícil para todos, aquel 9 de agosto de 1949.
Lo despertó un movimiento sobre su muslo izquierdo. Abrió los ojos a la lóbrega oscuridad y al calor agobiante. Tenía el cuerpo bañado en sudor. Había un ser vivo un poco más abajo del borde de sus calzoncillos, que se movió hacia arriba y luego se detuvo. El zumbido del silencio seguía llenando el aire, entrecortado de cuando en cuando por algún atenuado ruido de los soldados
que estaban guardando el campamento, por los golpes del viento en los techos de las tiendas, por los ladridos de un perro remoto y acaso por berridos de camello.
"Dirigió luego la vista hacia su muslo, pero la oscuridad no le permitía ver lo que había, aunque ya le era posible distinguir los contornos de los muebles y demás objetos que había en la habitación"
Tras unos instantes de inmovilidad, alzó la cabeza y levantó la espalda, todo en un movimiento, pero con suavidad. El ser se movió mientras que él volvía a quedar inerte en su posición. Dirigió luego la vista hacia su muslo, pero la oscuridad no le permitía ver lo que había, aunque ya le era posible distinguir los contornos de los muebles y demás objetos que había en la habitación, así como las estacas de madera en las que se apoyaban las chapas del techo, pues por las rendijas se colaba al interior del cobertizo una luz turbia procedente de la luna. Lanzó un manotazo contra el ser y lo arrojó lejos de sí. Sin perder un instante, fue a la lámpara que había dejado en la mesa y la encendió. En cuanto la llama prendió, recorrió el espacio que quedaba entre el catre y la mesa, con la lámpara pegada al suelo. Y, al no advertir movimiento alguno, salvo las sombras oscilantes que proyectaban algunos guijarros esparcidos, ocasionadas por los recorridos que iba trazando con la lámpara en su minucioso examen, amplió el círculo de búsqueda, de modo que comprendiese el catre, y luego el suelo bajo este, los rincones, el espacio ante la puerta, las proximidades de su maleta, la caja con los pertrechos y sus demás pertenencias y, a continuación, las paredes y los altos de estas, cerca del techo, el catre de nuevo, las cercanías de su calzado. Sacudió luego su ropa, que había tendido en los clavos de la pared, y volvió a mirar, una vez más y con detenimiento, debajo del catre y por todo el suelo de la habitación, a lo que siguieron todos sus rincones, las paredes y el techo; para acabar con el espacio que cubría su propia sombra, que iba dando saltos a su alrededor, de un lugar a otro, sin orden ni concierto. Por fin, se detuvo, y con él se detuvo la luz, así como las sombras proyectadas por la habitación. Al poco se acercó la lámpara al muslo, donde sentía una ligera quemazón. A la luz de la llama se apreciaban dos pequeños puntos rojizos. Era evidente que el ser había sido más rápido que él y había conseguido picarle antes de que él lo arrojara lejos de sí.
Apagó la lámpara, la dejó junto a la caja de pertrechos y volvió a acostarse. Pero no consiguió quedarse dormido. La quemazón de la picadura, en la parte alta del muslo, iba empeorando poco a poco, tanto que, al rayar el alba, le recordó una desolladura.
Dejó, pues, el catre y se acercó al rincón donde había juntado sus pertenencias, moteadas ahora por la luz del sol de la mañana, que caía sobre ellas colándose por los boquetes de las chapas del techo. Llenó de agua la palangana; descolgó la toalla del clavo, la mojó bien, la retorció para eliminar el exceso de líquido y se enjugó la cara, el pecho, la espalda y las axilas. Se puso la camisa y luego los pantalones, pero solo hasta poco más arriba de las rodillas, donde se detuvo para observar un momento la picadura del muslo. Ya se había formado una ligera tumefacción en torno a los dos puntos que ahora estaban negros y le dolían. Se abrió los calzoncillos por arriba y se metió la camisa por dentro. Se apretó el cinturón en torno al talle, fijándolo en la señal que había quedado en el tejido. Lavó la toalla, la colgó del mismo clavo, lanzó una mirada general y detenida a las paredes, el techo y el suelo, y salió.
Dieron por concluida la ronda de reconocimiento de aquella mañana cuando el sol comenzaba a descender de su cénit. Ya no les era posible soportar el calor ni permanecer un minuto más sentados en el vehículo, cada una de cuyas partes achicharraba a quien la tocase, tal era su temperatura. Primeras horas de la tarde del 10 de agosto de 1949.
Los soldados en el campamento se habían abandonado a las estrechas franjas de sombra que corrían en paralelo a las tiendas; en los amplios espacios sobre los que el sol caía sin obstáculo, las partículas de arena venían chupando el ardor de los rayos desde la mañana, y era imposible parar. Él, por su parte, se vio obligado, por el cólico que le entró durante la ronda, y no por el calor, a retirarse de inmediato a su habitación nada más descender del vehículo, sin detenerse en el puesto de mando ni ver cómo iban las cosas en el campamento.
El agua sucia con que se había lavado por la mañana seguía donde la dejó, en la palangana. La sacó al exterior y la vació sobre la arena, cerca del cobertizo. Luego la llenó de nuevo con agua limpia, que vertió de la lata. Se quitó toda la ropa salvo los calzoncillos; descolgó la toalla, la humedeció y se dispuso a enjugarse el cuerpo. Comenzó por la cara, y de allí pasó a la nuca, luego al pecho y a las partes de la espalda que le resultaban accesibles. Lavó la toalla de nuevo antes de ocuparse de sus brazos y axilas. Las piernas fueron lo último, salvo la zona de la picadura, que estaba más inflamada. Después de lavar bien la toalla y colgarla del clavo, tomó un estuche pequeño, que había depositado en un rincón del cuarto, con el resto de sus pertenencias, y volvió hacia la mesa, donde lo colocó. Lo abrió y sacó desinfectante, algodón y gasa. Vertió un poco de desinfectante en el algodón y procedió a limpiarse la picadura con sumo cuidado; cuando acabó, se la envolvió con la gasa. Se dirigió al lecho y se tendió en lo alto. Una fuerte contracción había comenzado a dejarle sus efectos por la espalda y los hombros.
Aunque les resultó útil para ir familiarizándose con la zona e ir desvelando sus enigmas, la ronda de la primera hora de la tarde tampoco les sirvió para detectar a los infiltrados. Las monótonas dunas que los rodeaban por todas partes seguían tan taciturnas como siempre, sin revelar sobre sí otras huellas que las que dejaban las ruedas de su propio vehículo.
"Y es que su presencia en aquel lugar, por sí misma, y la firmeza con que la sobrellevasen, con independencia de su incorporación a unas determinadas operaciones militares, estaban llamadas a desempeñar un papel fundamental"
Mientras, en el campamento, con el avance del día y la persistencia del calor, los soldados seguían arrastrándose lentamente detrás de la sombra, que perseguían adonde esta se moviese, formando franjas paralelas a las tiendas. A su llegada, y a pesar de que se sentía peor del cólico que había comenzado a afectarle antes del mediodía, se dirigió a un grupo de ellos, entre los que había varios veteranos. Los puso al corriente de las dos rondas del día y les preguntó hasta qué punto se iban aclimatando a las condiciones del lugar y al calor extremo, sobre todo durante los ejercicios que tenían asignados. Después de escuchar sus breves respuestas, prosiguió afirmándoles lo necesario que era estacionarse en aquel lugar y realizar aquellos ejercicios, tan importantes como las misiones bélicas en que pudieran tomar parte más allá de los límites del campamento. Y es que su presencia en aquel lugar, por sí misma, y la firmeza con que la sobrellevasen, con independencia de su incorporación a unas determinadas operaciones militares, estaban llamadas a desempeñar un papel fundamental en el dominio sobre la zona y el establecimiento de una nueva frontera con Egipto, que había de resultar invulnerable a cualquier intento de intrusión. Ellos eran el primer y único destacamento que llegaba hasta aquel punto extremo del sur desde que se anunció la tregua, y a ellos se les había confiado la total responsabilidad de mantenerlo seguro.
De camino a su alojamiento, se detuvo en el puesto de mando, donde estaban su asistente, los sargentos y el conductor, reponiéndose de los efectos de la ronda de la tarde, y les informó de que emprenderían otra antes del atardecer.
Y, en efecto, hubo otra, y más al día siguiente, y al cabo de dos días; pero lo único que el lugar revelaba eran torbellinos de arena y nubes de polvo, que parecían empeñadas en perseguirlos y jugar con ellos. Pero los torbellinos no lograron detener sus operaciones de búsqueda, del mismo modo que el silencio de las colinas yermas fue incapaz de acabar con su determinación de localizar a los árabes que hubiesen quedado en la zona, de atrapar tanto a los infiltrados como a los que se apresuraban a esconderse en las dunas nada más oían el estruendo del vehículo. Sus figuras negras y espigadas se le habían hecho visibles en ocasiones, agitándose entre las colinas; pero cuando el vehículo rugía en su dirección y las alcanzaba, no daban con ninguno de ellos.
Solo el calor extremo, cuando ya no podían aguantar los efectos del sol, y la falta de luz, porque comenzaba a declinar el día, podían ponerles punto final a aquellas persecuciones, cuando se veía obligado a ordenarle al conductor que los llevase de vuelta al campamento por una u otra razón.
Con el atardecer se aligeraba la densa pesadez del aire, cuya temperatura pasaba a ser soportable. Con ello recobraban su actividad los soldados, la mayoría de los cuales no había abandonado el campamento, ni apenas
la sombra de las tiendas, que los protegía nada más terminaban los ejercicios militares diarios. Así era como, tras la puesta del sol, comenzaban a resonar por toda la zona sus charlas y risas hasta que daban las diez, momento en que se retiraban a las tiendas mientras que él se metía en su cobertizo.
A la intensa negrura de la habitación llegaban de vez en cuando sonidos que, de primera intención, parecían murmullos, sílabas foráneas e incomprensibles; hasta que poco a poco se hacía posible distinguir los golpes del viento sobre el tejido de las tiendas, los pasos de los soldados que estaban de guardia y sus llamadas súbitas, a lo que se unían disparos lejanos, el ladrido de un perro o acaso berridos de camello.
Sudoroso, respirando con dificultad el aire pesado de la habitación, sentado a la mesa sobre la que había varios mapas desplegados, percibía aquellos sonidos lejanos, que agudizaban su dolor de cabeza. No se había quitado la ropa, ni siquiera el calzado, donde la humedad del sudor acumulado ahogaba a los dedos de sus pies, allí encerrados desde primera hora del día. Era casi medianoche, y la fecha, 11 de agosto de 1949. Movió las manos lentamente hacia el borde de la mesa, dobló los muslos debajo de esta y se levantó de la silla; aunque tuvo que apoyarse en ella a toda prisa para darle sustento, con ambas manos, a su cuerpo, que se caía. Respiró profundamente. Se dirigió a la maleta que tenía en el rincón, se inclinó sobre ella, puso ambas manos sobre los cierres, los abrió y levantó la tapa. Introdujo la mano derecha y sacó un paquete de balas. Se levantó y volvió a la mesa. Colocó encima de ella el paquete y comenzó a pasarse su contenido a los bolsillos del chaleco, con manos temblorosas. El sudor le manaba desde el nacimiento del cabello y por encima de las sienes y las mejillas. Cuando terminó, tomó su fusil, que descansaba a un lado de la mesa, se lo echó al hombro y salió del cobertizo.
Adanía Shibli es una narradora, dramaturga y poeta que vive a caballo entre Beirut y Berlín. Su libro Un detalle menor, al que pertenece este capítulo, ha sido publicado en España por la editorial Hoja de Lata.
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