Conchita no fue Concha hasta que murió Franco. Figuró como tal por primera vez en una película de 1976, Libertad provisional. Dirigida por Roberto Bodegas y producida por José Luis Dibildos, en ella da vida a una vendedora de libros a domicilio que ejerce la prostitución ocasionalmente para completar sus ingresos y que se empareja con un delincuente interpretado por el popular cantautor Patxi Andión.
Para entonces, Concha Velasco ya había trascendido el registro de la, con frecuencia injustamente, denostada españolada, tras sus exitosos ciclos cinematográficos emparejada con Tony Leblanc y Manolo Escobar. Con sus Estudios 1 en TVE, con su Rosalía de Bringas en la versión cinematográfica de Tormento o la Paca de Pim, pam, pum… ¡fuego!, en ambas ocasiones a las órdenes de Pedro Olea, había terminado de conquistar esa condición de actriz respetable que en realidad siempre tuvo, porque hacer comedia ligera es un asunto muy serio. Pero Concha no logró apearse de ese afectuoso y juvenil Conchita hasta mediados de los años 70, cuando ya estaba a punto de cumplir los 40 y el franquismo se extinguió.
Novia de la primavera
Había debutado veinte años antes, siendo apenas una adolescente, interpretando a una fregona en La fierecilla domada (1956), donde tuvo el privilegio de arrojarle un jarro de agua a Carmen Sevilla. Aquella joven vicetiple de la compañía de Celia Gámez no tardó en destacar. Se reveló antes de cumplir los 20 como una de Las chicas de la Cruz Roja (1958). Era la muchacha humilde –y la que más recaudaba en el Día de la Banderita– del cuarteto que completaban Katia Loritz, Mabel Karr y Luz Márquez. Una alemana, una argentina, una madrileña y una de Valladolid caminando por la Gran Vía y cantando el pasodoble moderno de Augusto Algueró subidas a un descapotable –insólito en la época salvo para los norteamericanos de misión en España– por el paseo de Recoletos. Fue la única de las cuatro actrices que le puso voz a la canción. Porque Concha cantaba, bailaba, actuaba y presentaba, y todo lo hacía bien.
La modesta pero floreciente cinematografía española sintió un flechazo inmediato por la jovencísima y polivalente actriz. Solo en la siguiente década, Concha Velasco hizo más de 30 películas, una decena de ellas con su primera pareja cinematográfica estable, Tony Leblanc. Nacía la que según el estudioso Carlos Aguilar estaba llamada a ser “la más popular, y dúctil, estrella patria”.
Un año después de Las chicas de la Cruz Roja, el tándem de guionistas formado por Pedro Masó y Rafael J. Salvia volvió a pensar en ella para El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959), película que reeditaba el tono y el esquema argumental de la anterior –los avatares románticos de cuatro parejas a lo largo de un solo día– y que también contaba con una canción de Algueró como reclamo adicional y enganche popular. Conchita repetía romance con Leblanc, bendecido por un apuesto San Valentín al que daba vida Jorge Rigaud, y que tras lanzar sus flechas del amor subía al cielo en un ascensor de la Torre de Madrid.
Rigaud, “argentino, divertido y encantador”, le dio a Velasco un consejo que la actriz recordaba años después en conversación con el periodista Andrés Arconada, que lo recogió en su libro Concha Velasco, diario de una actriz (2001). “Me dijo, con su peculiar acento: ‘Mirá Conchita, vas muy mona vestida por tu mamá, pero ya sós una estrella, tenés que lucir otra ropa’. Fui corriendo a decirle a mi madre que no podía seguir con sus vestidos, que de lejos se notaba que estaban hechos con tela de visillo y un poquito de sofá”.
Su siguiente trabajo, un clásico de la comedia española, apuntalará la proyección de Concha Velasco y esa condición de incipiente estrella que había advertido Rigaud. En Los tramposos, dirigida por Pedro Lazaga y producida por Dibildos, Velasco y Laura Valenzuela (futura esposa del productor) redimen a sus respectivos novios –Tony Leblanc y Antonio Ozores–, dos timadores que gracias al amor acaban dejando atrás la entrañable delincuencia de baja intensidad que ejercen en las calles de Madrid. Para la historia del cine español queda el inolvidable timo de la estampita que ambos perpetran a las puertas de la Estación de Atocha.
La chica ye-yé de Sáenz de Heredia
Concha Velasco acababa de hacer su primera película como protagonista, Trampa para Catalina (1961), de nuevo bajo la dirección de Lazaga, cuando José Luis García Sánchez, entonces un estudiante de cine, y que con el tiempo la dirigiría en su ópera prima, El love feroz, la vio una tarde en el Café Gijón, bajando las escaleras de su cripta-restaurante “con aquellas piernas maravillosas, y sus zapatos de tacón, muy seria, mirando al frente, siempre al frente, no podía mirar a los lados porque en los lados había señores devorándola con los ojos, y corría el peligro de ser asesinada por Sáenz de Heredia, que era un celoso casi siciliano”, recoge Marcos Ordóñez en su libro Ronda del Gijón.
Sáenz de Heredia, director de Raza, la película escrita por Franco bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, y de una obra maestra como Historias de la radio, tomó a Velasco bajo su protección. Mantuvieron una relación de once años e hicieron un buen puñado de películas juntos. Primero la fallida El indulto, adaptación de un cuento de Emilia Pardo Bazán, y a continuación La verbena de la Paloma (1963), inspirada en la zarzuela homónima. En la siguiente, Historias de la televisión (1965), Velasco interpreta a Katy, una joven que sueña con triunfar en el mundo de la canción. Es “La chica ye-yé” que quedará para siempre prendida a su nombre.
Velasco, cuyos papeles previos habían cultivado la imagen de "muchacha moderna pero honrada, simpática y no casquivana, redicha, pícara, con sentido común y respetuosa del orden, es decir, una perfecta novia", en palabras del cineasta y escritor Diego Galán, pasó a representar a una nueva generación de españolas que llevaban pantalones y minifalda y que no se resignaban a quedar atrapadas en los estrechos márgenes que habían delimitado las vidas de sus madres y sus abuelas. Una mujer que quería vivir, trabajar e incluso estudiar, sin renunciar por ello a la vida familiar ni desafiar frontalmente el orden y el decoro de la sociedad de la época.
Esa tensión entre tradición y modernidad es la nota común del ciclo de películas que Velasco protagoniza junto a Manolo Escobar bajo la dirección de Sáenz de Heredia –Pero... ¡en qué país vivimos! (1967), Relaciones casi públicas (1968), Juicio de faldas (1969), En un lugar de La Manga (1970) y Me debes un muerto (1971)–. Las novedades y contradicciones de la España del desarrollismo están reflejadas en aquellas comedias, en las que Escobar representaba los valores tradicionales y Velasco un alegre pero controlado anhelo de emancipación. Y todo ello bajo las órdenes de un director denostado con posterioridad por su adhesión inquebrantable al régimen.
Como Landa, López Vázquez o Sacristán, Velasco salió del registro cómico preparada para afrontar los retos interpretativos que el cine de los 70 y los 80 le iba a plantear. En 1982 formó parte del reparto estelar de La colmena. Y en 1984 se ganó todos los galones con la asombrosa Teresa de Jesús que compuso para la serie de televisión de Josefina Molina. Conchita era ya definitivamente Concha.
Pero la gravedad de los papeles serios y ambiciosos en teatro, cine y series nunca sepultó el registro desenfadado que la hizo popular en los 60. El espectador que veía a Velasco presentar variedades en la televisión de los 80 y 90 –recordados programas como Viva el espectáculo, Encantada de la vida, incluso Sorpresa ¡sorpresa!– con su espléndida sonrisa y sus estupendas piernas reconocía a Conchita, y la admiraba del mismo modo que a la Concha actriz. En ocasiones eran trabajos alimenticios para pagar las deudas con hacienda o las pellas de su marido, aireadas por ella misma en los medios. Pero no se notaba, y en el fondo daba igual. El talento, la gracia natural y la presencia de Velasco disolvían cualquier objeción. Incluso política. Hubiera resultado mezquino mencionar a Sáenz de Heredia o las visitas al Pardo cuando decidió apoyar al PSOE. Conchita mutó en Concha cuando murió Franco, pero siguió siendo un poco Conchita. Un poco como el país que la aplaudió, que cambió por completo pero siguió siendo el mismo. Y quizá en esa íntima identificación resida en parte el secreto de su éxito y la clave del afecto que despertó en vida y hoy en su muerte.
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