Procedente del mundo libertario de su Barcelona natal, Marina Garcés (1973) ha sido una de las pensadoras más influyentes de la izquierda alternativa de los últimos diez años. Formó parte de los movimientos sociales que a partir de la crisis de 2008 desembocaron en el 15-M. Su nombre quedó vinculó a la órbita intelectual de los comunes y Podemos, aunque nunca participó orgánicamente de ninguno de estos movimientos y ha mantenido su escepticismo respecto a la política convencional de partidos. Profesora de la UOC, acaba de publicar El tiempo de la promesa (Anagrama), una reflexión sobre el poder para crear futuro que puede tener la palabra dada, en un tiempo en que cualquier certidumbre respecto al futuro, y con ello la posibilidad misma de la promesa, parece una quimera.

El origen de este libro está en el anterior, Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020), que "acababa con un epígrafe, 'el tiempo de la promesa rota', que se refiere específicamente a la promesa educativa. Esa idea de que una buena educación ofrecía un horizonte de prosperidad personal, social, material, pero también colectiva, de emancipación, libertad, dignidad, justicia e igualdad, hoy no sabemos dónde está", explica en conversación con El Independiente. En otra obra precedente, Nueva ilustración radical (2017) Garcés "invitaba a entretejer los tiempos rotos del presente, la sucesión de instantes, de momentos sin conexión que vivimos actualmente, para recuperar un futuro que hoy o bien parece el pozo de todos nuestros miedos o una utopía inalcanzable". De esa línea de reflexión surge El tiempo de la promesa. "En este ensayo me acerco al ejercicio de la promesa en su cotidianidad, en su condición más concreta, para intentar pensar en el futuro y la manera de enlazarlo con el presente". 

Pregunta.- En un tiempo de cambio acelerado, de pandemias, accidentalidad y excepcionalidad permanente, ¿qué fuerza vinculante puede tener la promesa dada, qué puede significar tanto en la esfera pública como en la privada?

Respuesta.- Me interesaba hacer un libro no tanto de ética o de moral, justificando si es bueno o malo hacerse promesas, sino qué dicen de nosotros las promesas que nos hacemos como sociedad y como personas. Las promesas y el modo de hacerlas. Qué ponemos en práctica, qué hacemos o qué no hacemos. Hay una parte de lo que vivimos acerca de lo cual no hacemos promesas; más bien nos relacionamos avisando de que “no te puedo prometer nada”. En un tiempo histórico en el que nos parece difícil relacionar lo que pasa hoy con lo que va a pasar mañana, las promesas se caen por su propio peso y quedan en un lugar vacío: o bien son falsas o bien son absurdas. Nos da miedo comprometernos a algo que no sabemos si va a estar en nuestra mano poder cumplir. Pero por otro lado, cuando empecé a adentrarme en la cuestión, me di cuenta de que lo que somos, nuestro trabajo, lo que consumimos, nuestro sentido de la historia o de la vida, todo está repleto de promesas estructurales que a lo mejor no está haciendo nadie, pero que determinan nuestros sentimientos acerca de lo que está siendo nuestro presente o ha sido la historia, y de qué ha pasado con todos aquellos futuros o ideas que nos habíamos prometido como horizontes de progreso y de cambio. Vivimos atravesados por muchas promesas que estructuran nuestra manera de experimentar lo que sucede. Por eso El tiempo de la promesa pretende abordar no solo por qué nos hacemos o no promesas sino qué promesas están condicionando la experiencia de nuestro tiempo. 

P.- Explica que la importancia de la promesa en la experiencia humana tiene que ver con la necesidad que tenemos de creer, pero también de servir. ¿Las promesas articulan la manera que tenemos de estar y de organizarnos como seres humanos?

R.- El ensayo se va desplegando como un origami al revés, se va abriendo y va mostrando sus distintas caras. Acabo detectando dos modos de estar en la promesa. Está en primer lugar la promesa soberana, la palabra de un poder que puede prometer algo a su pueblo, a sus fieles, a sus ciudadanos, y que implica algún tipo de servidumbre. Es la promesa a la que estamos volviendo hoy cuando pedimos a determinados líderes, o incluso a determinadas formas de tecnología, que nos prometan algo: prométeme que esto nos va a salvar de esta desazón contemporánea o de esta catástrofe social. Esta sería la promesa soberana que hoy está volviendo con fuerza, quizá con otros rostros, de dioses distintos, aunque también vuelvan los antiguos, y que para mí forma parte de la tentación reaccionaria de nuestro tiempo. La otra forma de promesa sería la promesa igualitaria, recíproca, aquella que no implica una relación de servidumbre y por tanto de castigo, sino que es una promesa entre iguales, que no entre homogéneos. Implica ponerse delante del otro, ir un paso más allá de lo que hace funcionar las cosas de forma habitual y crear un vínculo, un compromiso, una manera alternativa de enunciar el futuro.

Hoy en política "quien triunfa no es solo quien mejor engaña sino quien ni siquiera tiene miedo de ser descubierto como mentiroso"

Del futuro hablamos de muchas maneras distintas. Hacemos proyectos, listas de objetivos, de tareas, tenemos propósitos, intenciones, soñamos… El repertorio lingüístico y expresivo acerca del futuro es inmenso. ¿Por qué entonces prometer? Porque implica que eso que declaramos querer hacer crea, por el hecho mismo de ser declarado, un vínculo con el que recibe la promesa. Porque a diferencia de otros modos de tener propósitos, una promesa siempre se dirige a alguien e implica un compromiso, un vínculo anudado con aquello que se ha prometido. Ahí es donde está el meollo de la promesa: qué vínculos y qué compromisos podemos darnos entre iguales. Si no, solo nos queda volverle a pedir a un dios que nos salve. 

P.- Escribe que la política, prometiendo en falso, nos ha enseñado que la palabra no vale nada. ¿Termina esa malversación filtrándose a las promesas que nos hacemos entre iguales, contaminándolo todo?

R.- Totalmente. La política, con su modo de hacer promesas, manipula, pero eso lo ha hecho siempre. El discurso del poder siempre ha sido aquel que es capaz de manipular las voluntades colectivas, no hace falta leer a Maquiavelo para saberlo. Ahora no es solo que manipule, es que hay una pedagogía de la malversación de la palabra. La palabra no vale nada y quien triunfa no es solo quien mejor engaña, sino quien ni siquiera tiene miedo de ser descubierto como mentiroso. Hay incluso una ostentación de poder decir cualquier cosa porque no va a pasar factura, porque no habrá una exigencia de retorno o de reparación. Esto no significa que siempre haya que poder cumplir las promesas. Una promesa es tan frágil como cualquier acontecimiento de la vida. Pero sí hay que poder saber por qué no se ha podido cumplir. Hoy en día no hay rendición de cuentas de nada que tenga que ver con aquello que se ha prometido. Y eso es un ejercicio del poder, claramente. Tener poder es que nada te pase factura. Y la servidumbre es no poder reclamar, exigir, revisar, pasar cuentas por ello. Creo que esto es una de las grandes fuentes de desafección en la actualidad. Pero también va impregnando el sentido de lo social, de la vida pública y de la interacción. Porque de algún modo se reproduce en los entornos laborales o en la educación, que para mí es el lugar donde se cruzan todos los caminos, E incluso en ese territorio que hoy nos inquieta tanto que es el de los afectos, el de los vínculos, el de la vida personal.

Marina Garcés, fotografiada el pasado mes de diciembre en Madrid.
La escritora y pensadora Marina Garcés, durante el encuentro con 'El Independiente'. Israel Cánovas

P.- La promesa es un arma de doble filo. La ilusión, la creación de esperanza puede ser un instrumento de dominación. Pero explica que puede tener un potencial emancipador.

R.- Esa es la tensión interna de la promesa, de ese invento tan extraño que es poder dar la palabra. Hablamos, decimos, escribimos, firmamos contratos, leyes, pero que la palabra sea algo que se puede dar es muy interesante. Nos suena a algo caballeresco, aristocrático, pero dar o tomar la palabra significa disputar el poder hablar. Decidir qué vínculos y compromisos queremos y deseamos contraer a través de nuestra posibilidad de darnos la palabra. Para mí esta es una pregunta esencialmente política en este momento. 

P.- Remite al Quijote y a María Zambrano para explicar ese punto de delirio racional que hay en toda promesa. 

R.- La promesa no es un cálculo de probabilidades, no es una oportunidad en el mercado. La promesa tiene que poder ser aceptable, tener sentido para quien la recibe y al mismo tiempo no ser un puro cálculo o una pura deducción. La promesa me interesa porque es una figura de la imaginación, de la imaginación política, de la invención de posibles no arbitrarios pero sí delirantes en el sentido de que se salen de aquello que está mecánicamente escrito o ya forma parte previsible de lo que va a acontecer.

P.- Su libro es esencialmente positivo, pero hay un pasaje especialmente sombrío, este de la página 53, que contrasta con el resto: “No hay proyecto, aunque simulemos uno tras otro. Y no sabemos ni quiénes somos ni cómo somos, aunque nos aferremos a un catálogo cada vez más detallado de atributos e identidades”.

R.- ¡No lo recordaba literalmente! Pero pienso que hay que partir honestamente de la profunda desorientación de nuestro tiempo a muy distintas escalas y de muy distintas maneras. Por supuesto la humanidad no es una en cuanto a modos de vida y de experiencia, pero sí es una en la medida en que estamos embarcados en un planeta cada vez más puesto en cuestión. No quiero decir solo amenazado, que me parece muy reduccionista, sino puesto en cuestión de muchas maneras a la hora de pensar qué significa estar aquí. Es una pregunta que ya no es solo existencial, es material, climática, de especie, de supervivencia. Conlleva una serie de aspectos que no habían estado nunca materializados y llevados al nivel de concreción de este momento.

"Una promesa es tan frágil como cualquier acontecimiento de la vida, pero hay que poder saber por qué no se ha podido cumplir"

Las clásicas preguntas existenciales, quiénes somos, cómo construir una vida con sentido, están directamente afectadas por esta situación. Por mucho que te inventes una película o un proyecto de sociedad o una reforma de una ciudad, cualquier cosa que implique planificar, imaginar y dar orientación a la acción personal y colectiva está atravesada por la cuestión radical de la accidentalidad, en la que el mundo mismo es puesto en cuestión cada día en muchos aspectos. Hoy, en el Ave, viajaba junto a un par de hombres catalanes, de mediana edad, que venían del campo. Y uno decía, "si esto sigue así, este verano nos vamos a morir". Estaba hablando de la sequía, también del cambio climático, pero no con términos analíticos, sino con esa frase. Esto es cotidiano, un viernes por la mañana yendo a Madrid a una reunión. Desde ahí, prometer parece un gesto retórico, pero en cambio yo creo que puede volverse un gesto radical si no se convierte en una estratagema de salvación banal o de mercadeo político.

P.- Están muy recientes acontecimientos políticos en los que la palabra dada, incluso las promesas, se han visto forzadas para conseguir unos objetivos muy concretos. Para volver a ser presidente, Pedro Sánchez se ha tenido que desdecir de muchas cosas. ¿Cómo afecta esto al debate público y al valor de la promesa?

R.- Me interesa esta pregunta por el desdecir, que es un verbo muy bonito: desandar, desdecir aquello que ya habíamos dicho. Yo pienso que hay dos maneras de afrontarlo. Una es la manera honesta, que implicaría también un buen uso de la promesa. Decíamos antes que la promesa conlleva la posibilidad de que no pueda ser cumplida o que pueda ser revisada. ¿Qué promesas nos hicimos que a lo mejor partían de un error de visión o de un amor ciego? Hay que poder revisar la palabra dada, las intenciones, pero hay que hacerlo con nuevos criterios y de forma honesta. El problema del desdecirse, o de estos giros de guion que muchas veces vemos en la política y en otros ámbitos de la vida pública, es cuando es evidente y casi ni se oculta que es puro tacticismo. Es la diferencia entre revisar, cuestionar aquello que uno ha creído de la forma más fuerte y un ejercicio continuadamente tacticista, instrumental, de cálculo de probabilidades y de oportunidades. Ahí el desdecir no es revisar, es calcular, como ya se habían calculado las anteriores promesas. Y eso para mí es una de las causas de la desafección que existe hacia una política que ojalá incluyera la posibilidad de que los representantes políticos dijeran, esto no lo hemos podido cumplir por estas razones, esto lo planteamos mal por estas otras. Ojalá hubiera ese espacio. Pero desgraciadamente no se opera desde ahí, ni siquiera cuando se cambia de guion.

P.- Ha estado estrechamente vinculada con los movimientos políticos y sociales que tuvieron lugar tras la crisis y desembocaron en el 15-M. ¿Cómo valora la decantación política de aquello, Podemos, su evolución?

R.- Formo parte de ese amplio espectro que en un momento dado confluyó en el 15-M pero que venía de muchas experiencias anteriores, de muchos tipos y de sensibilidades a veces bastante contrapuestas. Yo me situaría entre aquellos que hemos desconfiado siempre y mucho del sistema de partidos, que no es lo mismo que la política institucional. Hay muchos tipos de instituciones, yo trabajo en una, que es la universidad, hay otras, y también la política tiene una diversidad muy amplia de instituciones.

"Siento dolor y rabia por el escenario actual de las izquierdas, pero no siento decepción, porque para mí era un terreno ya totalmente baldío"

Para mí, el debate no es si había que entrar en la política institucional o no, sino qué implica ser partido político, y esa pregunta no se hizo seriamente. Por un lado hubo una especie de disimulo bajo otros nombres, plataformas, círculos, proyectos, pero se estaba reproduciendo, incluso incorporando, a los partidos tradicionales, como Iniciativa, el PCE y otros que formaron parte de esas coaliciones. No se ha hecho una experimentación seria con el sistema de partidos. Algunos confiaron en que se podía construir un partido distinto, otros a lo mejor no desconfiaron lo suficiente de que se pudieran transformar las cosas desde ahí. Siento dolor y rabia por el escenario actual de las izquierdas, pero no siento decepción, porque para mí era un terreno ya totalmente baldío. Si no se hacía una crítica seria al sistema de partidos era bastante previsible. Todo ha ido muy rápido. 

P.- ¿Tiene esperanza de que pueda reconducirse la situación de aquellas nuevas izquierdas?

R.- Tengo la sensación de que se ha cerrado una etapa. Una serie de cuestiones relacionadas con la corrupción y la crisis motivaron el 15-M y el desarrollo de nuevas propuestas políticas. Había asuntos que resolver y en los que entrar. Pienso que todo eso se ha cerrado. El peligro de la extrema derecha no puede ser el único argumento de las izquierdas. Me parece un argumento perdedor.

P.- Se implicó en el procés, fue testigo de las defensas en el juicio. ¿Cómo valora los indultos, la amnistía, la situación en Cataluña?

R.- La amnistía no es una solución a todo lo que abrió el 1 de octubre, pero pienso que es un paso necesario. Dar respuesta política a la represión es bueno. Estoy totalmente a favor. Otra cosa es que sea la solución política a la cuestión catalana y sobre todo a la pregunta que abrió el referéndum, que para mí es lo interesante: más allá del nacionalismo, ¿es posible o no hacer una pregunta como aquella en la España contemporánea? Para responder a esto la solución no es la amnistía. Hace falta otro tipo de trabajo político.

P.- Aquello también empezó con una promesa. Que no tenía tanto que ver con las necesidades de la gente sino de una élite y una estrategia de poder. También el régimen constitucional español, cita aquel “puedo prometer y prometo” de Suárez. ¿Cree que existe un problema de caducidad u obsolescencia del régimen y de esa promesa?

R.- Todo va muy rápido. Hace unos años, no solo en España, sino en Europa y en eso que llamábamos el mundo global, estábamos en un proceso político de desestatalización. No solo en cuanto al capitalismo global. Existía una pregunta abierta sobre qué papel podían tener los Estados nación, que son una invención política relativamente reciente, para responder a los retos, los problemas y desafíos de un mundo no global sino planetarizado. Yo viví los movimientos sociales pre 15-M y el 15-M, y en ellos la escala local se conectaba con los procesos transnacionales más allá del tablero de Risk que conforman los Estados nación. A mí esto me produce tristeza biográfica y política, porque me interesaba pensar la política desde ahí. Ahora estamos en una reestatalización del mundo. Es una vuelta a aquello que pensábamos que ya no servía, pero en un mundo que no tiene nada que ver con aquel. Hoy los Estados aparecen como piezas defensivas en un tablero de amenaza global y excepción permanente, no como organizadores de un mundo que se estaba desfeudalizando o laicizando como en la época de su creación.

P.- Usted reivindica el espíritu libertario, una idea, hablando de palabras malversadas, que hoy se han apropiado, especialmente en América, movimientos de naturaleza e ideología muy distinta a la original.

R.- Es un juego de palabras muy inoportuno, sobre todo en territorios como los nuestros, España, Italia, Francia o Grecia, donde ha habido tantos planteamientos y experiencias al respecto, desde el anarquismo histórico a los movimientos libertarios. Ese fue otro trazo de lo que podía estar emergiendo en 2011, en este sur de Europa empobrecido, precarizado con la crisis de 2008, haciendo reaparecer, no de una forma nostálgica ni idealizada, sino con experiencias y prácticas muy concretas, unos imaginarios y unas historias políticas que tenían que ver con lo libertario. Aquello también quedó barrido rápidamente ante la necesidad de dar respuestas eficaces y poderosas a situaciones de emergencia. Como todo, en la historia, las promesas son también comienzos. Y a pesar de que vivimos en la urgencia, pienso que hay que tener un poco de paciencia, insistir y perseverar. No puede ser que todo vuelva a estar en manos de las grandes estructuras verticales que hoy son las grandes corporaciones y su extraña colaboración y antagonismo, porque a veces van juntos y a veces se enfrentan, con los viejos nuevos agentes de la vida política que son los Estados.