En una ocasión fletaron un avión y enviaron al público a una isla cercana para asistir a uno de los conciertos secretos. En otra invitaron a un colectivo de sordos a que fueran los músicos y desde entonces son unos habituales. En Tremor, el festival de música de las Azores, todo es posible. No hay desafío que se les resista a sus promotores. Una cita con las músicas más diversas que acaba de cumplir su décima edición con la misma receta con la que echó a andar: el paisaje como escenario y un menú de sesiones que, en la mayoría de los casos, los participantes desconocen de antemano.
“La mejor definición que se puede hacer del Tremor es el de una paranoia colectiva. Todo es un delirio. Estar en el medio del océano ya te da una energía bastante única. Y rodeado de música y de esta belleza natural que tenemos resulta explosivo”, explica Luís Banrezes, el artífice del menú. Luís es una institución en San Miguel, la principal de las nueva islas volcánicas que componen el archipiélago portugués de las Azores, a unos 1.500 kilómetros al oeste de Lisboa y una de esas regiones ultraperiféricas de la Unión Europea.
El festival arrancó hace una década cuando Luís -propietario de una tienda de discos en la isla que presume de ser la más occidental del continente- embarcó en la odisea de establecer un festival “sui generis” a los dueños del sello Lovers & Lollypops. Su alianza alumbró Tremor, un festival boutique que se jacta de seguir fiel a sus principios: se celebra en la capital de San Miguel, Ponta Delgada, y en localizaciones secretas alrededor de la isla; el número de entradas a la venta supera por poco las 1.000; y se agotan antes de que sus organizadores anuncien el cartel de bandas invitadas.
Es un festival bastante especial porque se convierte en el modo de cumplir con una experiencia cultural, geográfica y social
Existe una suerte de pacto entre quienes programan y quienes se dejan arrastrar hasta esta isla de 140.000 habitante, ubicada en la región de la Macaronesia del Atlántico Norte. Una confianza establecida a lo largo de la última década que cada marzo convierte a San Miguel en un lugar de peregrinación de los forofos de la música. En “mitad del océano”, como les gusta describir a sus pobladores de un emplazamiento que se halla a 1.500 kilómetros al noroeste de Marruecos y a 1.930 kilómetros al sureste de Canadá, la sorpresa emerge a cada paso.
“Es un festival realmente único por la programación que ofrece, muy arriesgada”, reconoce Pedro Ojeda, una de las almas de Romperayo, una banda colombiana que mezcla la música tropical con la electrónica y que hizo vibrar al auditorio esta pasada semana en Portas do Mar, uno de los espacios fijos del festival. “Tiene propuestas que son muy de vanguardia y muy especializadas, pero lo bonito es que esta música reúne a toda la comunidad”, desliza.
De raíces y periferia
“Es tan particular porque une la música, que es muy universal, con la comunidad. Cuando empezamos la ciudad tenía un problema muy grave de desertificación: se estaba quedando vacía porque la gente había optado por el campo. Lucía desoladora y con muchos edificios en ruinas”, rememora Banrezes desde un centro de Ponta Delgada cuya resurección urbana reivindica parcialmente como uno de los milagros de un festival que, no obstante, también fía sus cartas a los tesoros naturales que guarda en sus alrededores entre el verde de su vegetación bendecida por más de 160 días de lluvia al año y piscinas termales para compensar la gélida agua de la costa atlántica.
En el Tremor conviven todas las parroquias, desde los que peinan ya canas y van en busca del rock o el fado a los que sienten debilidad por el hip hop o la electrónica. Todos son bienvenidos y todos tienen algún plato en un menú que durante meses preparan en Azores en busca de figuras emergentes, con un presupuesto que ronda los 300.000 euros, lejos de las cuentas millonarias de las propuestas del Viejo continente. “En el fondo se trata de vivir una experiencia. Es un festival bastante especial porque se convierte en el modo de cumplir con una experiencia cultural, geográfica y social”, apunta Pedro S. Lucas, un cantautor azoriano que tras una etapa de experimentación se reivindica como "un tipo que hace media docena de canciones que canta y graba sólo con el instinto y la intuición”.
De migraciones y márgenes
Lucas conoce bien la filosofía del festival. Ha actuado hasta en cuatro ocasiones y reclama con su música una narrativa hecha de idas y venidas, la de un archipiélago que en medio del mar hizo de la emigración hacia Estados Unidos o Canadá uno de sus modos de conectarse al mundo. “Es un lugar de migraciones. Todas las islas tienen ese espíritu de espacio abierto y melancólico”, esboza quien prefiere las canciones sin “mensaje claro” que son resultado de un conflicto. “En mi música prevalece el diálogo de gente que está inmersa en un conflicto y que aspira a ser mejor”.
La trayectoria musical de Lucas está hilvanada a la del propio festival no solo por sus orígenes sino también por la defensa de una identidad que asume con naturalidad los contrastes, las contradicciones e incluso las sombras, todas las que supone pertenecer a la Unión Europea en un lugar camino de América. “El festival ha logrado crear una narrativa propia y también involucrar a las nuevas generaciones de cantantes locales”, admite Lucas.
Una periferia que lo es aún más en Rabo de Peixe, un pueblo de pescadores cuya trama a partir del hallazgo de un alijo de cocaína la serie homónima de Netflix elevó a fenómeno portugués de la plataforma. Con 9.000 habitantes, es uno de los emplazamientos más pobres de Europa. En su laberinto de callejuelas de casitas coloridas conviven la marginación, la falta de oportunidades y el tráfico de drogas. Una realidad sombría que rapean en la Escola de Música de Rabo de Peixe en colaboración con DJs y el rapero Sam the Kid.
Es un festival que tiene promotores que les gusta verdaderamente la música y eso también marca la diferencia
“Intentamos llevar a la gente a sitios que de una u otra manera no se visitan cuando se está en las Azores”, explica Banrezes desde una cantera que detiene la extracción de basalto -la piedra más común de la isla y la que lucen sus fachadas de estilo colonial del centro- durante una jornada para albergar un concierto de los Poison Ruin, una banda de “rock ochentero” procedente de California. “Suena a los Ramones y tiene una mezcla de cosas bastante potente. Qué mejor lugar que este para un grupo cañero y fuerte”, arguye. La legión de “festivaleros”, como les llama Banrezes, acude a la explanada siguiendo unas coordenadas que se comparten en el último momento. Es el modus operandi de los conciertos en ubicaciones secretas, uno de los platos fuertes de la cita.
El efecto sorpresa también lo profesan en Rastafogo, una banda de jóvenes brasileños que se conocieron en Lisboa y que llevan dos años reivindicando los sonidos de las calles de su infancia. “Lo nuestro es mezclar tradiciones, vivencias y celebraciones locales para jugar con el público y que sea una fiesta, un carnaval”, explican sus integrantes. Una propuesta que conecta con la esencia de un festival cuyo ADN carece de límites y reglas. “Siempre vamos más allá. No seguimos unas reglas. Los escenarios son siempre distintos, los artistas también. No lo hacemos por géneros ni nada parecido. A nosotros eso nos da igual. Es un festival que tiene promotores que les gusta verdaderamente la música y eso también marca la diferencia”, admite su creador. Las únicas líneas rojas son evitar lo comercial, lo trillado, las citas de masas que son ya réplicas. “Lo que nos diferencia es el sitio. Podríamos traer al cantante más conocido del mundo pero lo que nos interesa como llamada y cartel es la isla. No es nuestra decoración sino la protagonista. Nuestra misión es crear una banda sonora para la isla que dure una semana”, concluye.
Un festival verde en el paraíso de las Azores
Designado recientemente como A Greener Festival (AGF), el Tremor cuelga el cartel de “no hay entradas” antes incluso de que se anuncie el cartel definitivo. En su programa se mezclan nombres de culto y poco convencionales a artistas emergentes y representantes de la diáspora musical portuguesa. Más de medio centenar de actividades para las más diversas tribus, desde el metal al hip hop hasta el pop, el indie o el dance. En la de 2024 participaron Marie Davidson, Jards Macalé, Sam The Kid, La Jungle, Colleen, Lambrini Girls, Deli Girls, Rastafogo y Glockenwise.
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