En Orihuela, su pueblo, retumba el eco perpetuo de los versos hernandianos. Su indeleble tinta. Este pueblo alicantino y su poeta son urdimbre y trama de uno de los tapices poéticos de mayor calado; una obra cuyo pellizco resulta tan conmovedor como combativo por un mundo mejor.

El legado de Miguel Hernández Gilabert (1910-1942) nos invita, en esta edición del Día del Libro y en cualquier rincón del almanaque, a leer sus poemas, pero también a viajar. A visitar su origen para entender las aristas de la realidad. Porque del barro brotó el germen.

En el número 73 de la oriolana calle que se llama como él, se halla la puerta a la eternidad de las entrañas del poeta. Se trata de su casa, hogar en que vivió con sus padres, Concepción y Miguel, y sus hermanos. El lugar parece latir impenitente al dictado inapelable del tiempo. De ello se encargan denodadamente el personal y la dirección de la Casa Museo, pues el inmueble fue adquirido por el Ayuntamiento de Orihuela en 1981, siendo restaurada cuatro años más tarde merced a la aportación crematística de la Fundación del Banco Exterior de España y Banco de Alicante. La entrada es gratuita. En 2023, se registraron más de 36.000 visitantes (internacionales incluidos), según datos oficiales ofrecidos a El Independiente.

En 2023, se registraron más de 36.000 visitantes

DATOS DE LA CASA-MUSEO MIGUEL HERNÁNDEZ

Definitivamente, estas paredes albergan vida. Ya en el zaguán la emoción mana como el agua clara por el arroyo de los anhelos. En todo el recorrido escucharemos reverberar a Miguel, pero justo al entrar oiremos su voz. No es retórica, sino la única grabación que de él se conserva. Y en ella Miguel Hernández recita Canción del esposo soldado, escrita a Josefina y al hijo que esperaban desde la trinchera en que el poeta, hasta sus últimas consecuencias, defendió con firmeza y valor una España republicana.

Tras la declamación, la casa. Un espacio emocional y de memoria que vence la herrumbre del olvido y sutura las heridas del amor, de la muerte y de la vida. Nos trasladamos, de repente, a los albores del siglo XX. Tal vez, la posibilidad más real de saborear aquello que podemos calificar de viajar en el tiempo. La cocina, tal cual fue. Las cebollas, espejo del hambre y de la miseria, acaso del espanto. No en vano, se conservan originales muchos elementos más. A saber: cuatro dibujos del puño de Miguel, la cama en que durmió, el zafero, una copa del famoso retrato que Buero Vallejo le trazó en la cárcel que compartieron…

“Volverás a mi huerto y a mi higuera”

Sigue el pulso de ese corazón irredento. El patio de la casa de Miguel Hernández, donde actualmente se celebran a menudo recitales, es una paleta de colores y olores. Y como suele ocurrir con los libros, depende del momento en que se deguste el poso varía. Por ahí, la luz invernal o primaveral y sus consecuentes matices nos pintarán un cuadro u otro. Como el surco de las conclusiones del poema que se lee en diferentes etapas vitales.

Higuera centenaria en el patio de la casa de Miguel Hernández. Imagen: propia

Y en el huerto, más allá de las cabras simbolizadas, su higuera. La misma. A cuyo abrigo convocó al alma de Ramón Sijé, y ahora se arracima tanta gente. El centenario árbol sigue con vida. Y desde la Casa Museo mantienen su genética con esquejes que donan a distintas instituciones para perdurar. Ya van por cien reproducciones. Mirar su recio tronco es asomarse al retrovisor de los lustros; a la par que, de manera misteriosa, el compás del reloj se detiene ante la tangible evocación. Conviene estar ahí delante para sentir lo que la palabra procura informar. La visita finaliza en una suerte de corpus de fotografías, libros y documentos en que sumergirse para calarse de literatura, historia y Vida.

Miguel marchó a Madrid para patrocinar su trabajo poético. Allí conoció e intimó con Maruja. El rostro de Mallo, integrante de las Sinsombrero y pintora surrealista, forma parte de uno de los muchos murales del barrio de San Isidro en Orihuela, cercano a la casa. No en vano, Miguel regresó al barro oriundo y a los brazos de Josefina. No se exilió. Interpretó el compromiso para con la República de distinta forma que Rafael (Alberti). No tomó un avión; anduvo al frente. Gajes de la brega, fue preso y condenado a muerte por el delito de escribir. Su pena se conmutó por 30 años de prisión. Murió, mucho antes y con los ojos abiertos, entre rejas.

Visitar su casa es vindicar y retoñar la huella de quien entregó su tintero y latido por la Libertad. Seguirán llamando a tu aldaba, Miguel, porque debemos y tenemos que hablar y emocionarnos de muchas y con tantas cosas. 

Fachada de la casa de Miguel Hernández con el rostro del poeta. Imagen: propia