"Cada hora, mueren 6.324 personas en el mundo, lo que supone un total de 151.776 al día y aproximadamente 55,4 millones al año. Eso es más que si cada seis meses desapareciera del planeta toda la población de Australia. La muerte nos rodea, pero está velada o es ficción. Como en los videojuegos, los cuerpos desaparecen. Pero los cuerpos tienen que ir a algún lugar, y alguien tiene que encargarse de su gestión".
Así comienza Hayley Campley el prólogo de Todos los vivos y todos los muertos (Capitán Swing), un ensayo al que ha dedicado dos años de su vida durante los cuales ha investigado en profundidad qué ocurre y, sobre todo, quién hace que ocurra, cuando en Occidente muere una persona. Porque cómo cuenta "para la mayoría de las muertes se producirá una llamada telefónica. Más tarde, alguien con una camilla recogerá el cuerpo y lo transportará al depósito". Y de ahí a su incineración o entierro, externalizamos el trabajo. Incluso lo invisibilizamos.
Porque para Campley hemos convertido la muerte en un tabú, en algo de lo que no hablamos, en lo que es mejor no pensar y que cuando ocurre es mejor no mirar. Pero no es así para todos, o por lo menos no es así para ella, a la que la muerte no llegó a sorprenderle nunca. Creció rodeada de viñetas de prostitutas destripadas, de hígados en descomposición y de miembros esparcidos. Su padre, Eddie Campbell, un conocido dibujante, creó durante la infancia de sus hijas las ilustraciones para la obra From Hell, sobre Jack el Destripador, y tuvo como ayudante a nuestra protagonistas, que en vez de dedicarse a pintar arcoíris o a su familia, dibujaba maneras de morir.
Así lo cuenta en este ensayo que se publica la semana que viene en España y que narra la obsesión de Hayley por cómo tratamos la muerte a través de entrevistas y visitas a aquellos que han hecho de ella su trabajo. De directores de funerarias, detectives, embalsamadores, verdugos... Nos lleva por todos los oficios que hacen que para el resto la muerte sea algo muy real pero bastante invisible. Tanto, que aunque es una industria que mueve millones de euros y da trabajo a miles de personas, nadie nunca conoce a nadie que viva de esto.
Esta idea viene acompañando a la autora desde su infancia. Desde que, cuando tenía doce años, una de sus amigas se murió ahogada y en el funeral el ataúd permaneció cerrado. Aquella despertó en Hayley una inquietud. ¿Cuál era el aspecto de su amiga en ese momento? ¿Qué había pasado desde su muerte hasta ese día? ¿Dónde había estado?
La muerte está en todas partes, pero está velada o es ficción. En Occidente, la industria de la muerte se sustenta en la idea de que no podemos, o no debemos, estar presentes en esos momentos"
"Sabemos que hay personas que mueren carbonizadas en sus apartamentos, que hay aviones que desaparecen en el mar. Sin embargo, lo real y lo imaginario se entremezclan, convirtiéndose en un ruido de fondo. La muerte está en todas partes, pero está velada o es ficción. En Occidente, la industria de la muerte se sustenta en la idea de que no podemos, o no debemos, estar presentes en esos momentos. Si externalizamos esa carga porque creemos que es demasiado para nosotros, ¿cómo lo manejan quienes trabajan en ella?", se pregunta.
Y para poder responderse, ha preguntado a embalsamadores, a un antiguo verdugo del corredor de la muerte, a investigadores de muertes masivas, a una comadrona de duelo, a enterradores que ya han cavado sus propias tumbas e incluso a un hombre cuyo trabajo consiste en limpiar escenas de crímenes.
Todos estos trabajadores de la muerte tienen sus límites, pero cada uno de ellos juega un papel importante. Están allí para que nadie se sienta abrumado por la magnitud del desafío"
"Todos estos trabajadores de la muerte tienen sus límites, pero cada uno de ellos juega un papel importante. Están allí para que nadie se sienta abrumado por la magnitud del desafío", escribe y nos lleva desde Poppy Mardall, que dejó su trabajo en una empresa de subastas de arte por hacerse directora de una funeraria, pasando por la comadrona Clare Beesley, del Hospital Heartlands, en Birmingham, que de estudiar para trabajar trayendo vida, ha acabado siendo la que atiende los partos que no tienen final feliz. E, incluso, a un director de funeraria en Estados Unidos que pasó a trabajar con cuerpos de personas que habían sido donados para la investigación médica.
En la mayoría de los casos es una profesión vocacional en la que todos han tomado la decisión de intentar ayudar a qué la muerte sea algo más llevadero. Todos tuvieron otra opción y se decantaron por esta, casi como un servicio comunitario. Porque, en muchas de estas entrevistas, mencionan cómo nos hemos alejado de los cuerpos y hemos convertido ese momento en tabú lo que ha provocado que cuando tenemos que enfrentarnos al fallecimiento de alguien querido, o simplemente conocido, no tengamos las herramientas para hacerlo.
Aquí, desde el que se dedica a examinar los cuerpos donados a la ciencia hasta el escultor de máscaras funerarias o quiénes se encargan de averiguar la identidad de las personas que han perdido la vida en una catástrofe; todos comparten una misma idea, aunque tengan que hacer de su día a día algo rutinario y frío siempre tienen en cuenta que trabajan con cuerpos, "de personas".
Por eso, actúan con sumo cuidado. A los cuerpos donados les cortan el pelo para que sean irreconocibles, a los bebés que nacen muertos los visten para darles humanidad antes de dárselos a los padres, a los perdidos los tratan como si tuvieran nombre y apellidos. Y Campley asegura que es fascinante descubrir, en una sociedad que ha externalizado la muerte , "porque es demasiado para nosotros", cómo es tener que verla a diario.
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