Hace ochocientos años aquí se hacía vino, esto fue lo que descubrió en 1989 la familia Penso cuando decidió regresar sobre sus raíces e instalarse en el señorío de Otazu. Allí, a unos ocho kilómetros de Pamplona, en un valle bañado por el río Arga y al amparo de las sierras del Perdón y el Sarvil, vuelven a crecer las viñas de una región históricamente vinícola, gracias al romántico empeño de una familia que ha vuelto sobre sus pasos después de irse a "hacer las Américas".

Aunque no es solo vid lo que crece en estas tierras. Arte y vino se dan cita en una bodega que es a la vez museo, y donde la frontera entre una cosa y la otra es prácticamente inexistente. Una amplia colección formada por más de 150 obras de arte contemporáneo se camuflan entre las barricas y los campos, haciendo de Otazu un lugar tan excéntrico como único. Una menina de Manolo Valdés, dos guardianes de Xavier Mascaró, o las bicicletas de Ai Weiwei son solo algunas de las obras de la colección Otazu que acompañan el recorrido artístico de este curioso lugar a camino entre la tradición y la vanguardia.

La dama de Otazu, de Manolo Valdés frente al palacio.

El dueño de este terreno cuya historia se remonta a la Edad Media nació en Pamplona, buscando nuevas oportunidades de prosperar se mudó a Venezuela y allí hizo su fortuna gracias a la industria metalúrgica. A finales de los ochenta quiso regresar a sus orígenes y dio con este señorío prácticamente abandonado a las afueras de Pamplona. En un ejercicio de arqueología cultural y personal, quiso enraizarse a esta tierra histórica y construir un nuevo legado para su familia.

Hoy en día, quienes se encargan de mantener e impulsar este sueño, no solo de negocio sino de filosofía, son Guillermo Penso, director de la fundación, y su primo Jorge Cárdenas, director de la bodega. Ambos se encargan de promover y gestionar este binomio de vino y arte, defendiendo por encima de todo la concepción artística de la bebida de Baco como una expresión artística de pleno derecho. "Se saborea, se huele y se admira como arte".

Guardianes, de Xavier Mascaró
Guardianes, de Xavier Mascaró.

Señorío Otazu, tradición y vanguardia

Cuando pisas Otazu, el respeto por la historia, tanto conceptual como estéticamente es un hecho. Cuentan sus dueños que edificios históricos como el palacio, hoy utilizado como vivienda, fue desmontado y reconstruido piedra por piedra para conservar la misma apariencia que cuando fue construido en el siglo XIV. Sin embargo, en los jardines de enfrente, la vista se corona con una escultura de Manolo Valdés (La dama de Otazu, 2003). Lo mismo pasa con la torre palomar de la misma época, custodiada por El flautista (2007) de Xavier Mascaró.

También es así con sus vinos, los procesos de prensado en planchas de madera, la recogida a mano de la uva o la reciente recuperación de la variedad Berúes, una uva autóctona de la Cuenca de Pamplona que se había perdido con la plaga de la filoxera, son solo algunos ejemplos de cómo esta bodega sigue rebuscando en sus raíces para ser lo más fiel posible a sus orígenes históricos. En la imponente sala de barricas excavada bajo tierra y recubierta con hormigón, el vino en madera de roble descansa escuchando cantos gregorianos y un juego de luces diseñado por el artista Carlos Cruz-Diez, haciendo de este espacio la sala de cromo-saturación más grande del mundo.

Interior de la bodega Otazu.

Cruz-Diez es también el responsable del diseño de la botella-objeto más valiosa de Otazu en el vino Vitral. Una etiqueta única para cada cosecha de este vino durante 30 años y cuya colección es una obra de arte en sí misma. El caso del artista venezolano es el más especial, pero la serie colaborativa de Genios de Otazu también trabaja en esta línea de identificar la bebida con el arte a través de estos "vinos de autor". Extravagancia o genialidad, a sus creadores el concepto les funciona.

Una historia vinícola de 800 años de antigüedad

La historia cuenta que ya en tiempos de los primeros peregrinos a Santiago, el vino de esta región era bien conocido por su calidad. También los registros de la época recogen que el rey de Navarra, Carlos III "El Noble" (1411-1425), solía beber los vinos elaborados en Otazu.

La tradición vinícola continuó existiendo en esta zona gracias a sus particulares condiciones climatológicas. Rodeada por montañas y suavizada por el paso del río Arga, el microclima que se genera en Otazu otorga unas propiedades muy específicas a la uva favoreciendo la maduración de uno de los mejores vinos del norte de España.

Sin embargo, la plaga de la filoxera que arrasó con el 90% de los viñedos europeos provocó que aquella tierra dejara de utilizarse para el cultivo de viñedos también afectó a esta bodega y dejó de producir vino en 1840. En los 80 del siglo pasado, sus actuales propietarios descubrieron esto y decidieron seguir investigando. Llamaron al mayor experto en enología del mundo, Michel Rolland, y consiguieron que el francés se interesara por su vino. Después de estudiar sus condiciones, ante la pregunta de si allí se podía fabricar uno de los mejores vinos del mundo, la respuesta del enólogo fue que sí, pero para ello tenían trabajo por delante.

Bodega Otazu.

Su intención es demostrar que el vino navarro, al que normalmente asociamos al clarete, puede también ser uno de los mejores del país. Por el momento, ya han conseguido la Denominación de Origen Pago, la más prestigiosa de España, y también han colocado sus vinos en las grandes listas mundiales. De hecho, cuentan que al principio el mercado español apenas llegaba al 5% de las ventas, el resto se mandaba al exterior, ahora ya han conseguido subir ese porcentaje al 20%. Aun así, sus dueños no tienen prisa, saben que este negocio tiene sus tiempos y ven este proceso como un proyecto a muy largo plazo que, presumiblemente pasará de padres a hijos y de hijos a nietos hasta conseguir su objetivo.

Botellas de vino de Otazu "intervenidas" por artistas.

Una bodega que es un museo

De manera paralela al desarrollo del vino, el arte también va llenando los espacios de Otazu convirtiendo esta bodega y todo lo que la rodea en un museo rural con vocación de galería contemporánea.

Para ello, aparte de las colaboraciones con artistas muy ligados a la colección familiar como Valdés, Mascaró o el propio Cruz-Diez, la bodega organiza una bienal con artistas internacionales que traen sus propuestas de instalaciones y esculturas para colocarlas en algún punto de de las 150 hectáreas que cubre este complejo. Una bienal que es a su vez parte del recorrido VIP de ARCO, como un punto de encuentro entre artistas, coleccionistas y también de amantes al vino, haciendo de estos eventos la mejor cantera de embajadores posible para una bodega tan particular como esta.

El color de nuestras vidas, de Alfredo Jaar, frente a la iglesia románica de Otazu.

Durante estos procesos colaborativos entre artistas y bodegueros, el señorío de Otazu se convierte en centro de experimentación, residencia de artistas y espacio expositivo en un paraje natural que choca frontalmente con la concepción clásica de una bodega de vino. Una forma de entender el arte que va más allá de los lienzos y una forma de entender el vino que va más allá de sus barricas.