El concepto de peregrinación se remonta a tiempos inmemoriales. En la antigüedad y la Edad Media, miembros de familias, clanes, tribus o grupos religiosos abandonaban su cotidianidad para viajar a lugares sagrados o santuarios.
El siglo XVII alumbró una forma secularizada de peregrinación: el Grand Tour, en el que miembros de la nobleza o la alta burguesía del norte de Europa se embarcaban en largos viajes por Francia e Italia en busca del arte y la cultura clásica, para el que se preparaban con estudios y lecturas.
A finales del siglo XX se desarrollaron nuevas formas de viaje cultural que rememoran tanto elementos de la peregrinación tradicional como del Grand Tour. Pero solo un sucesor secularizado de aquellas aventuras viajeras mantiene la dignidad de los originales. Hablamos del viaje de decenas de miles de personas para visitar cada año los lugares del Holocausto, en compañía de profesores, consejeros y guías y, a menudo, en presencia de supervivientes de aquella matanza, que dan testimonio de su sufrimiento. Sabedores del valor de esa experiencia, son muchas las fundaciones privadas y organismos públicos que subvencionan esos viajes para ponerlos al alcance de todo el mundo.
Nadie duda de la conveniencia de viajar a aquellos paisajes del dolor, marcados por nombres de infausta memoria como Auschwitz, Buchenwald o Dachau. Pero, ¿qué pasa con los intentos de llevar elementos de esos paisajes adonde vive la gente, a lugares como, por ejemplo, Madrid? Desde los años ochenta, son incontables los actos que cada año se organizan en homenaje a las víctimas del Holocausto —el 27 de enero, día de la liberación de Auschwitz o Yom Hashoah, o el 9 de noviembre, día del pogromo de noviembre de 1939 en Alemania— y hemos presenciado la construcción de museos en los que se presenta al gran público el relato de ese gigantesco descarrilamiento de la civilización occidental, cuando, entre 1933 y 1945, una de las naciones supuestamente más avanzadas del planeta, Alemania, intentó aniquilar al pueblo constituyente de una de las tres patas de una civilización marcada por los nombres de Atenas, Roma y Jerusalén.
Una exposición comercialmente viable sobre Auschwitz se antojaba fuera de lugar
Cuando hace cuatro años me plantee una exposición itinerante sobre Auschwitz que funcionara como una iniciativa viable en términos comerciales, sencillamente por falta de acceso a dinero público, fueron muchos los que me desanimaron de la idea por pensar que la dinámica del mercado, con su lógica, a menudo irritante de inversión y beneficio, chocaba con la dignidad y solemnidad de la peregrinación, el Grand Tour y la conmemoración pública. Una exposición comercialmente viable sobre Auschwitz se antojaba, de algún modo, «fuera de lugar».
Tras participar activamente durante tres décadas en la cultura de la investigación, conmemoración y representación del Holocausto, que contempla la peregrinación y la educación del Holocausto como un deber público, mi idea de asumir la responsabilidad de una muestra sobre Auschwitz que participara de las mismas dinámicas comerciales de exposiciones como las del Titanic, Cleopatra o Harry Potter, con la necesidad de ofrecer la «satisfacción al cliente» que compensara a este de los euros y horas invertidos en su contemplación, no dejaba de parecerme un sinsentido. El nombre mismo de la empresa que se me acercó para participar en el proyecto, Musealia Entertainment, me animaba a decir que no: ¿Auschwitz como entertainment?
Con todo, surgía, al mismo tiempo, como un reto y una oportunidad maravillosos. ¿Seríamos capaces de trasladar desde la esfera cívica, crecientemente periférica, a otra fuertemente mercantilizada y cada vez más dominante, un tema tan espinoso como el de Auschwitz, nombre del lugar donde centenares de miles de personas entre judíos (1 millón), polacos no judíos (70.000), gitanos (23.000), prisioneros de guerra soviéticos (15.000) y otros, fueron asesinados? ¿Sabríamos transmitir a los visitantes que accedieran a la exposición sin la preparación espiritual que antecede a la peregrinación o la intelectual necesaria para disfrutar del Grand Tour, el terror de Auschwitz sin reproducir una especie de «casa de los horrores» como la de los parques de atracciones o los museos de cera?
Esos eran, y continúan siendo, los interrogantes que han dado forma a Auschwitz: No hace mucho, no muy lejos. Tras casi ocho meses y más de 350.000 visitantes, hoy podemos decir con tranquilidad que una exposición que intenta ofrecer el alcance y la dignidad de una peregrinación y un Grand Tour en un par de horas, sin que medie preparación espiritual e intelectual de ningún tipo, puede ser todo un éxito.
Dicho lo cual, quienes viajan a Auschwitz como parte de una peregrinación o un Grand Tour lo hacen animados por las motivaciones más profundas, y a menudo, a su llegada, se asombran al ver en el lugar las facilidades propias de cualquier destino turístico: un gran aparcamiento, unos aseos limpios, una cafetería con menús sabrosos y saludables, guías, información multilingüe, espacios expositivos bien diseñados y tiendas multimedia donde adquirir libros, DVD, pósteres y postales.
Hoy podemos decir con tranquilidad que una exposición que intenta ofrecer el alcance y la dignidad de una peregrinación puede ser un éxito
Aunque los visitantes esperan todo eso, su presencia en Auschwitz es, para muchos, fuente de desconcierto e irritación. Una irritación que se repite en otros momentos de la visita, como cuando la muchedumbre bloquea la vista de los barracones, o grupos de jóvenes judíos de Israel y de otros lugares celebran la vida y la supervivencia quizás excesivamente en un lugar de muerte y destrucción. Pero todo eso acaba desapareciendo, si no durante el día de la visita, sí en las jornadas posteriores
Una visita a Auschwitz, como la visita a la exposición que en estos momentos se celebra en el Canal, no es sino una primera etapa de un trabajo de memoria que dura toda una vida, un trabajo que surge de los mismos puntos de fricción que, a primera vista, pareciera que podrían estropear la experiencia de la visita. En Auschwitz, el trastorno generado por la avalancha de turistas estimula la reflexión y la adopción de una postura ética en relación con el lugar, como emplazamiento histórico en el que los nazis masacraron a 1,1 millones de personas y como destino turístico.
He sido testigo en innumerables ocasiones de la decepción inicial ante la multitud que se agolpa ya en el aparcamiento mismo, pero no conozco a nadie que, echando la vista atrás, considere que los aspectos irritantes derivados del exceso turístico de Auschwitz aminoran el impacto duradero de la visita como momento clave en el desarrollo de su imaginación histórica y ética. Llegaremos como turistas al Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, pero tiempo después de dejarlo nos habremos convertido, mediante el estudio y la reflexión, en peregrinos. Ese es el poder único y transformador de una visita a los restos de la factoría nazi de la muerte más mortífera, un poder que permanece intacto en la era del turismo de masas. Y esa era precisamente nuestra aspiración cuando creamos Auschwitz: No hace mucho, no muy lejos para su exposición en el contexto comercial del mercado.
Robert Jan Van Pelt, comisario jefe de la exposición Auschwitz, no hace mucho, no muy lejos
Te puede interesar
Lo más visto
- 1 El Independiente | El diario digital global en español
- 2 Las revelaciones sobre el Fiscal General revolucionan a Ayuso
- 3 RTVE, a puerta cerrada: habrá bajada de sueldos de directivos
- 4 Los claroscuros de la duquesa roja: lesbiana y cercana a ETA
- 5 Artículos de Opinión | El Independiente
- 6 El extraño caso del teléfono vacío
- 7 Perdóname, Pedro, por haber desconfiado del fiscal y de tu palabra
- 8 Últimas noticias de Política Internacional | El Independiente
- 9