Era sábado por la tarde. Un buque de lujo de la naviera Hapag partía del puerto de Hamburgo. A bordo, algo más de 900 pasajeros, cuya partida nada tenía que ver con los cruceros de placer que el MS St. Louis –que así se llamaba el barco- acostumbraba.
Era sábado. Ocho de la tarde. Era 13 de mayo. Y era 1939. De los 937 pasajeros, la práctica totalidad (todos menos seis) eran judíos que huían de la Alemania nazi, en la que el acoso a los hebreos ya se había tornado abiertamente en persecución y represión –emigraciones forzosas y retenciones en campos incluidas- desde unos meses antes, desde la fatídica noche de los cristales rotos (del 9 al 10 de noviembre del 38).
Eran familias completas –a bordo había 158 niños- que buscaban refugio frente a la amenaza de los nazis y lo hacían al otro lado del mundo. El destino del viaje era La Habana, pero Cuba iba a ser para la mayoría de los viajeros sólo una parada temporal a la espera de poder emigrar a Estados Unidos como destino definitivo. Ése era el plan, pero se torció.
Los que huían de la Alemania de Hitler habían conseguido un visado para poder entrar en Cuba. Habían pagado 150 dólares por él. Ése era el precio de la corruptela de la Administración de la isla. Las visas las firmaba Manuel Benítez, director general del departamento de Inmigración de Cuba, que aprovechaba un resquicio legal para repartir permisos de entrada a precio de oro.
Un caso de corrupción que estalló incluso antes de que el St. Louis zarpara de Hamburgo. Una semana antes del inicio del viaje, el presidente cubano, Federico Laredo Bru, ya había sellado un decreto (Decreto 937, denominado así por el número de pasajeros del barco) que anulaba los visados comprados e impedía la entrada de los refugiados judíos en la isla.
Ellos no lo sabían. Como tampoco sabían que su viaje había desatado protestas en Cuba, con una manifestación de 40.000 personas en las calles de la capital y una campaña en varios periódicos conservadores –algunos abiertamente profascistas- rechazando más inmigración judía.
Según se recoge en su diario personal, el capitán del St. Louis, Gustav Schroeder, ocultó al pasaje la anulación de los visados y el rechazo de las autoridades cubanas que previsiblemente les esperaba a su llegada, con la esperanza que durante las dos semanas que duraba el trayecto la situación acabara solucionándose. No sucedió.
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El 27 de mayo, tras dos semanas de viaje, el St. Louis llegó a la bahía de La Habana, y se encontró con la prohibición de atracar en puerto. El buque quedó lejos del muelle. Y los refugiados, lejos del refugio esperado.
El Gobierno cubano exigía para su entrada que cumplieran con las obligaciones de cualquier otro emigrante: tener una autorización de la Secretaría de Estado y de Trabajo cubana y el pago de un bono de 500 dólares. Una cantidad imposible para los huidos judíos que ya habían pagado una fortuna por los visados y por los billetes de barco (entre 600 y 800 reichmarks por boleto).
Según se detalla en los archivos del Museo del Holocausto de Washington, del total de 937 pasajeros sólo consiguieron desembarcar en la capital cubana 28: dos cubanos, cuatro españoles y 22 judíos de nacionalidades varias (la mayoría alemanes) que contaban no con visados de la Embajada en Berlín, sino propiamente con las autorizaciones regladas.
El Comité Judío Americano para la Distribución Conjunta se involucró directamente en las negociaciones con La Habana en un intento de hacer posible el desembarco del resto. El Gobierno de Laredo Bru siguió exigiendo a la organización los 500 dólares por pasajero para obtener la nueva visa. No hubo acuerdo y las conversaciones quedaron rotas.
Hubo un amago de motín. Varios intentos de suicidio. Ante la firme negativa de Cuba, el capitán del St. Louis inició la búsqueda desesperada de algún puerto seguro en otro país (como ha sucedido en las últimas semanas con el buque Aquarius, de MSF y SOS Mediterranée, con refugiados en el Mediterráneo en varias ocasiones).
El barco puso rumbo a Miami en un intento de poder desembarcar en Estados Unidos, el verdadero destino para muchos de los refugiados, que ya contaban con visados norteamericanos pero que tenían que esperar su turno de entrada; un turno que podía tardar en llegar meses… o años.
Los pasajeros enviaron un telegrama directo al presidente estadounidense, Franklin Delano Roosevelt, que nunca tuvo respuesta. El 4 de junio, con el barco frente a la costa norteamericana, el barco recibió la prohibición formal de entrar en el puerto de Miami.
El historiador Robert Rosen, en su libro Saving the jews: Franklin D. Roosevelt and the Holocaust, sostiene que la Administración americana estaba maniatada por una regulación migratoria de cupos muy estricta desde antes de la Gran Depresión y cuya dureza contaba con un apoyo social muy mayoritario. Una encuesta de la revista Fortune de la época mostraba que el 83% de estadounidenses se oponía a una flexibilización de las restricciones de inmigración.
Tras el no de Washington, el 5 de junio llegó idéntica negativa de las autoridades de Canadá. Así que el buque puso de nuevo rumbo a Europa pese a la desesperación de los refugiados a los que La Habana, Washington y Ottawa negaron el refugio.
De vuelta a cruzar el Atlántico. En principio el destino del barco volvía a ser la Alemania nazi. Durante el trayecto, el Comité Europeo para la Distribución Conjunta –y, según Rosen, también el Departamento de Estado norteamericano- consiguió sellar el compromiso con varios países europeos para acoger a los pasajeros y evitar así su regreso a la amenaza nazi. Reino Unido aceptó a 287 viajeros; Francia, a 224; Bélgica, a 214; y Holanda, a 181. El 17 de junio, otra vez sábado, dos meses después, el St. Louis llegó al puerto de Amberes.
Apenas mes y medio después de ese atraque indeseado estallaba la Segunda Guerra Mundial tras la invasión alemana de Polonia. Y menos de un año después el ejército nazi fue tomando el control de los países que acogieron a los refugiados judíos del buque (con la excepción de Reino Unido), así que el casi millar de viajeros se toparon de nuevo con la amenaza de la que huyeron, sufrieron otra vez la brutal represión de la que creyeron haberse salvado cuando estaban en aguas cubanas.
Cuando estalló la guerra las autoridades francesas, holandesas, belgas y británicas recluyeron en campos de internamiento a centenares de judíos de nacionalidad alemana (entre ellos, muchos de los viajeros del St. Louis). Y cuando las tropas nazis conquistaron media Europa muchos de los pasajeros del buque acabaron siendo trasladados a campos de exterminio.
Las investigaciones de varios historiadores, recopiladas por el Museo del Holocausto de Estados Unidos, concluyen que al menos 227 viajeros del St. Louis murieron víctimas del exterminio ejecutado por los nazis. Una cuarta parte de los que emprendieron ese mal viaje (El viaje de los malditos, lo llamaron Gordon Thomas y Max Morgan-Witts con el libro con el que relataron el drama del St. Louis, posteriormente convertido en película) pagaron caro ser refugiados sin refugio.
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