El protagonismo de Canarias en el relato de la Guerra Civil es tan temprano como efímero. De allí, desde el aeropuerto grancanario de Gando, partió el 18 de julio el entonces comandante general de las islas, Francisco Franco, a bordo del famoso avión Dragon Rapide para ponerse al frente de las tropas sublevadas en el norte de África. Pasada esta primera página, el nombre del archipiélago se evapora en las crónicas de la contienda.
Sería, sin embargo, un error creer que Canarias salió indemne de aquella misma barbarie que anegó de sangre las tierras de España. Desde el mismo momento en que Franco partía hacia África -y aún antes- la crudeza del enfrentamiento se extendió por aquel pequeño territorio atlántico.
"La represión en el archipiélago no solo fue especialmente sangrienta, sino especialmente silenciosa, puesto que el mar engullía los cadáveres sin que nadie tuviera que molestarse en cavar comprometidas fosas que medio siglo más tarde pudieran servir para acusar a los rebeldes fascistas de crímenes contra la humanidad. Por lo general, muy cerca de la orilla la costa caía verticalmente hasta los quinientos metros, y allí iban a parar, dentro de un saco y junto a una pesada piedra, todos aquellos que no estaban de acuerdo en que España siempre había pertenecido a unos pocos y así tenía que continuar para que las cosas siguieran siendo como tenían que ser", relata el escritor Alberto Vázquez Figueroa.
Esas líneas pertenecen a su última novela, Bajamar (Arzalia, 2018), en la que el prolífico autor trae a la memoria un episodio tan dramático como silenciado de la historia de Canarias. Como observa el profesor Miguel Ángel Cabrera Acosta en la obra conjunta La Guerra Civil en Canarias, en el archipiélago, como en la práctica totalidad del territorio español, se vive, "durante el periodo republicano, en un clima de crispación social bastante intensa, con lo que la preocupación y el temor se instalan plenamente en el seno de la clase dominante".
La actividad represiva en Canarias se cobra a lo largo de la guerra más de dos mil vidas
Y ésta no desaprovecharía la oportunidad que le brindaba el golpe militar para responder con el "desencadenamiento de una actividad represiva que se cobra, según los últimos cálculos, más de dos mil vidas y afecta, de una manera directa o indirecta, a muchas miles más".
Pero en medio de ese proceso de sangrienta venganza, se circunscribe también un episodio épico que permitió a un grupo de antifranquistas protagonizar "lo que podemos considerar como la mayor victoria republicana frente al ejército fascista directamente relacionada con Canarias", según apunta Juan Manuel Hernández Hernández en su obra Villa Cisneros, 1937. La gran evasión de los antifascistas canarios (LeCanarien Ediciones, 2018).
En la media noche del 13 al 14 de marzo de 1937, 23 presos políticos canarios en connivencia con parte de la guarnición de Villa Cisneros se hicieron con el control de aquel fuerte levantado en plena península de Río de Oro, en el Sáhara Occidental, poniendo en cuestión la solidez de uno de los pilares del aparato militar sublevado: el ejército español en África.
Aquellos hombres habían sido detenidos casi desde el inicio del golpe militar y deportados inmediatamente a territorio saharaui, donde arribarían el 23 de agosto de 1936. Como explica Cabrera Acosta, el ejército franquista en Canarias puso un énfasis especial en desactivar cualquier posible resistencia en una región que debía servir como tranquila retaguardia para las tropas desplegadas en territorio peninsular, por lo que se optó por detener y alejar de las islas a todos aquellos que se habían destacado durante el periodo republicano por su actividad sindical o política en partidos de izquierda.
Deportados al Sáhara
Y, con esa finalidad, varias decenas de los más destacados hombres de los grupos izquierdistas en las islas serían trasladados a Villa Cisneros, donde su capacidad para causar problemas parecía anulada.
Allí, prácticamente incomunicados con el exterior, con escasas noticias de cuanto acontecía en la guerra, los deportados canarios, mal alimentados y con un suministro limitado de agua, solían gastar sus días empleados en trabajos forzados en los alrededores del fuerte, mientras aguardaban su suerte definitiva.
Y es que poco a poco las nuevas autoridades franquistas en Canarias fueron reclamando a algunos de los deportados -hasta un total de 14- para hacerles responder ante jurados militares por sus presuntos crímenes. Quienes permanecían en Villa Cisneros no tardarían en recibir la lúgubre noticia de que varios de quienes habían sido hasta entonces sus compañeros de destierro habían resultado ejecutados.
El temor a correr esa misma suerte sería lo que azuzaría las ansias de evasión de los 23 presos políticos canarios que permanecían a finales de febrero de 1937 cautivos en aquel recóndito rincón sahariano. "La fuga es el pensamiento fijo de nuestros días y el sueño dichoso de nuestras noches", escribiría José Rial, uno de ellos.
Es entonces cuando los acontecimientos giran a favor de sus planes. Los oficiales al mando de la plaza habían mantenido desde un primer momento un fuerte empeño en limitar los contactos entre los deportados y los soldados del fuerte, en su mayoría militares de reemplazo provenientes de Canarias cuyas simpatías hacia los golpistas parecían, en muchos casos, más que dudosas.
De hecho, los presos políticos habían sido alojados desde su llegada en jaimas -las tiendas de campaña propias de los nómadas bereberes- ubicadas en el exterior del fuerte y su custodia había sido encargada a la Sección Nómada de Río de Oro, compuesta por soldados saharauis. Pero una serie de incidentes en la frontera con los territorios franceses provoca que estas fuerzas sean enviadas hacia allí el 22 de febrero, dejando a los deportados canarios bajo la vigilancia de los soldados del fuerte.
Ya entonces y pese a sus limitados contactos, algunos miembros de la guarnición de Villa Cisneros habían dejado entrever a los presos sus simpatías a través de gestos disimulados como puños en alto al cruzarse. Cuando las circunstancias facilitaron una relación más fluida, la sintonía entre ambos grupos quedó de manifiesto y, en ese entorno, los planes para la fuga encontraron terreno abonado.
Había que obrar con premura, pero al mismo tiempo con cuidado y discreción. Solo unos pocos entre los presos y algunos militares serían los encargados de planear la evasión, teniendo en cuenta todos los detalles para que la fuga no concluyera en fracaso.
La llegada del barco que portaba los suministros al fuerte fue el momento escogido para poner en marcha la fuga
La llegada a Villa Cisneros del vapor Viera y Clavijo, encargado de traer suministros al fuerte, en la madrugada del 14 de marzo hacía de este el momento ideal para poner en marcha la operación, ya que se presentaba como la única vía de escape desde aquella región. Dos horas antes de la llegada del barco habían empezado los movimientos.
Los soldados al tanto del plan procedieron entonces a desarmar a sus compañeros no informados del mismo, aunque poco después la gran mayoría de estos se uniría al operativo. A medida que crece el número de los comprometidos se procede a cumplir el resto de los objetivos del plan: apoderarse de las armas del fuerte, detener a los oficiales e inutilizar la radio para evitar cualquier llamada de alerta.
Todo sale según lo previsto, aunque la resistencia del alférez Francisco Malo Esteban, que ostentaban en aquel momento la comandancia del destacamento, provoca un intercambio de disparos en el que resulta muerto el propio Malo Esteban y el soldado Virgilio Munuera, que se había unido al plan de fuga.
Hacia las cinco y media de la mañana, una vez controlado el fuerte, un grupo de evadidos se dirige hacia el Viera y Clavijo. En una rápida operación toman el control del barco y logran también el apoyo de gran parte de la tripulación.
En torno al mediodía del 14 de marzo, una vez embarcados el resto de amotinados, el pequeño vapor zarpa con 189 hombres a bordo (de los que 151 llevarían la fuga hasta las últimas consecuencias) rumbo a Dakar, la capital de la colonia francesa de Senegal. Ante el temor a ser delatados y perseguidos por las fuerzas franquistas más próximas, el barco navega alejado de las rutas marítimas habituales en la zona, con las luces apagadas y a toda máquina, sin descanso; las ametralladoras se mantienen en todo momento apuntando al cielo, pendientes de un posible ataque aéreo.
Pero los hombres que habían quedado retenidos en el fuerte no encuentran forma de transmitir lo sucedido hasta las diez y media de la noche del 14 de marzo y ya entonces parecía inviable dar caza a los fugados. El 17 de marzo, después de tres días de navegación, el Viera y Clavijo hacía su entrada en el puerto de Dakar con una improvisada bandera republicana, fabricada con el vestido de una de las pasajeras, izada en su mástil.
Como señala Hernández Hernández, la gesta de aquellos hombres sería aireada por la prensa republicana, tan necesitada por entonces de victorias, tanto en España como a nivel internacional, a través de la la republicana Agence Espagne, tratando a sus protagonistas como héroes de la República y ejemplo de luchadores antifranquistas.
La gesta de aquellos hombres sería aireada por los medios republicanos, que los trataron como héroes
"Parece obvio que las autoridades del Gobierno de la República tuvieron un especial interés en publicitar este hecho, considerado como acción de guerra y donde se había infligido una simbólica derrota en uno de los baluartes de la vanguardia fascista, en uno de los pilares del aparato militar sublevado, el ejército español en África", recalca Hernández.
Para la gran mayoría de aquellos hombres, la llegada a Dakar suponía solo una escala en su propósito de pasar a territorio republicano para unirse a la lucha contra los militares sublevados. A finales de abril empieza el traslado de estos hombres en barcos franceses hacia Marsella, desde donde posteriormente entrarán en España a través de Cataluña.
Castigo a la osadía
Pero ya antes de eso su actuación había tenido las primeras funestas consecuencias. Y es que los jerarcas franquistas, inquietos y molestos por la fuga, decidieron castigarla con una operación represiva sobre las familias y los bienes de los amotinados, al mismo tiempo que se intensificaba la represión política en el Archipiélago, con numerosas desapariciones de presos políticos en las semanas posteriores a la evasión.
Tras su efímera victoria, los sinsabores no habían hecho más que comenzar para aquellos hombres. Si lógicamente sus esfuerzos bélicos resultarían a la postre inútiles, tras la derrota del bando republicano en marzo de 1939, a aquello seguiría para muchos un periodo de penar en el exilio, donde varios de ellos se encontraron recluidos en distintos campos de concentración donde debieron revivir "ahora con mayor crudeza aún, sus meses de confinamiento en las arenas del Sáhara", apunta Hernández Hernández.
No serían estos los más desafortunados, sin embargo. Además de los fallecidos durante la guerra, varias decenas de evadidos cayeron en poder de las autoridades franquistas que aún no habían saciado sus ansias de castigar lo sucedido en Villa Cisneros.
Los seis cabecillas evadidos fueron sentenciados a muerte al final de la guerra
"La humillación de las autoridades militares fascistas, que vieron cómo perdían a prácticamente todos los soldados de uno de los destacamentos clave en el norte de África y cómo se fugaban los presos políticos, demandaba una venganza implacable", comenta el profesor tinerfeño en su libro sobre la evasión.
A través de innumerables procesos, que se prolongarían hasta 1953, la fuerza de la justicia franquista fue golpeando a los distintos huidos del fuerte sahariano a los que al fin habían podido dar caza. Entre duras condenas de prisión, algunas de hasta 30 años, resaltan seis condenas a muerte a los considerados cabecillas del movimiento, entre los que destacaban el sargento Miguel Ángel Rodríguez y el antiguo dirigente socialista Lucio Illada, fusilados el 13 de enero de 1940.
El 9 de noviembre de ese mismo año corría la misma suerte el hermano de este último, Manuel Illada, y poco antes, el 20 de agosto, eran ejecutados Pedro Hernández Lorenzo, Balbino San Millán López y Juan Ramos Muñoz.
Habían pasado ya más de tres años de la hazaña que les había hecho merecer al menos por un instante la consideración de héroes, pero la aventura acababa para aquellos hombres de la peor manera posible. Sin embargo, en su interior no había lugar para el arrepentimiento. Al menos así se trasluce de las últimas palabras que escribieron los citados Hernández, San Millán y Ramos, en una carta para sus compañeros de prisión:
"Compañeros: vamos a morir como mueren los hombres que han vivido para defender un ideal noble y generoso, libre e igualitario y han luchado por una sociedad nueva, donde el fascismo y los fusilamientos sean un mal recuerdo del pasado. Moriremos de pie, sin vendas en los ojos, para verle la cara a los enemigos de la justicia, de la libertad y la paz de los pueblos. Vamos a morir convencidos de que la luz de un nuevo amanecer brillará para todos los que hoy sufren bajo la oscura noche del fascismo. ¡Camaradas, la Victoria es nuestra! ¡Viva la República!".
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